Por Román Ganuza
No creo que Shakespeare sea la compañía ideal cuando se está de vacaciones. No lo digo por la seriedad, que es bienvenida en estas playas donde algunos parlantes portátiles arrollan la paz del visitante. Pero más que un cómplice para el ocio, el enorme William se parece a un oscuro mensajero. Su tono cobra un radio admonitorio y lejano. No parece alguien dispuesto a hablarme personalmente. Presiento que su interlocutor es la humanidad y su audiencia la historia. Aunque olvidé traerlo, en vacaciones lo prefiero a Borges. Tras su mansa perplejidad se acuna el hombre filosóficamente humilde e inclinado a compartir esos universos suyos inestables, pero vagamente dichosos. Lo siento más íntimo, me resulta creíble que comparta conmigo unas papas al cheddar, aunque no lo imagino involucrado con una cerveza artesanal. En voz muy baja, casi susurrando para no perderme nada de lo que diga, pediría una ginebra en copita para mi amigo Jorge Luis. Estoy seguro que le agradaría hilvanar en mi presencia algunas de sus exquisitas conjeturas. Pero el gran bardo de Inglaterra es quien vino a colarse en mi verano. ¿Cómo sucedió? Por un efecto transitivo: Veo la nueva versión del Macbeth en el cine, dirigida esta vez por Joel Coen y protagonizada por Denzel Washington y Frances Mc Dormand. Muy sólida, me gustó realmente. Pero de pronto me invade el recuerdo de un ciclo de trasnoche en el viejo cine Select de La Plata, hace más de cuarenta años. No había por entonces internet, no se conocía la palabra blockbuster ni la abreviatura DVD. Ir a la una de la madrugada a ver buen cine era una de las delicias de aquel tiempo que se iba deslizando hacia el infierno. Sentí una fuerte añoranza de aquella película, o en todo caso, el recuerdo de aquella película me colmó de añoranza.
Si no recuerdo mal, fui al cine más por Polanski que por Shakespeare. No era extraño para nuestra generación haber visto El Cuchillo Bajo el Agua, de 1962 y especialmente Cul de Sac de 1966, aunque el director polaco fuera más conocido por Repulsión (1965) o El Bebé de Rosmary (1968). Macbeth, de 1971, era su primera película de base clásica, años después vendría Tess D´Uberville. Shakespeare también me interesaba en tren de acumular conocimientos que me iba a demorar en adquirir. Salvo los inevitables fragmentos que imponía la escolaridad, no había leído ni siquiera el Hamlet completo. Por eso mismo, retornar a la película tiene un atractivo adicional. Habiéndolo confirmado como el genial escritor plantado en el dramaturgo, sus textos reclaman una carnadura. Si el escenario del teatro era su destino primigenio, el cine vino a ofrecerle posibilidades de expansión. Un director sensible a la voz de ese narrador que no es menos astuto que profundo, tiene buen terreno para recorrer. Conozco las hermosas versiones de Kurosawa (Throne of Blood de 1957) y Orson Welles (Macbeth, de 1948) pero el usurpador de la corona escocesa pintado por Roman Polanski, y su terrible consorte, Lady Macbeth, han permanecido con particular fuerza en mi memoria.
Atribuyo esa preferencia a cierta fascinación. Polanski, de por sí oscuro en buena parte de su filmografía -y su propia vida- elige esta trama abundante en tópicos épicos y psicológicos, para imprimirle un sobrevuelo desolador. No me queda tan claro que este sea el núcleo del texto original (que esta vez he leído de principio a fin). Es más, sospecho que Shakespeare se ha servido a gusto toda una escala de cuestiones tan solo en pos de la eficacia dramática y narrativa de su obra. Polanski la ha hecho suya sin reservas y le ha impreso en las imágenes su sello: Una vasta y pantanosa playa, próxima a unos altos acantilados, me muestra la silueta de tres brujas en un plano general. La luz está enturbiada por una bruma gris sometida al viento. Las nubes oscurecen el horizonte y no hay absolutamente más nadie en ese ancho espacio que el mar ahoga o abandona según la hora del día. Un conjuro macabro de restos humanos, especias e invocaciones, da a estas mujeres el rol del profético Tiresias. Polanski las retrata con pictórica calidad. Un antebrazo recientemente amputado, junto a un cuchillo y un trozo de soga quedan enterrados en la arena. Son las artes de “las hermanas fatales”. Macbeth, súbdito y escudero del rey Duncan, conocerá en plena gloria militar su destino por boca de estas harpías. A diferencia de Edipo, su crimen será más político y ético que tribal y familiar. Pero comparte con aquel la llegada al trono como el paso necesario de una suerte funesta. No solo el paisaje, siempre deshumanizado y con los colores en merma, es el eficaz insumo de Polanski para el tratamiento de esta tragedia. Sorprende el recurso a los animales. Gallos en alerta, cerdos aterrados, aves oscuras de graznido inquietante, perros furiosos y hasta un oso enjaulado, consolidan un universo árido y temible. Si Shakespeare remite a lo recóndito del alma humana, apoyando en la impiedad y la codicia el desarrollo de las acciones, Polanski adiciona el entorno visual justo para un imperio de la desesperanza.
Se ha hablado mucho más de Lady Macbeth que de su esposo. Conmueve el personaje en la notable dirección actoral de Polanski. Francesca Annis arma con excelencia la ambigüedad de la mujer que apura a Macbeth para que mate. Baila obsequiosamente con el rey Duncan cuando ya ha preparado las armas, el brebaje y la coartada. El reino del mal, en la vulgarización de esta historia, la quiere a ella como pivot moral y operativo. Es otra resonancia sesgada capaz de imputarle a la mujer una mayor aptitud para lo horrendo, que viene desde Salomé hasta nuestros días. Pero esa mezquindad es impropia de dos artistas de tanto fuste. La versión cinematográfica de Polanski está textualmente apegada al original: allí Lady Macbeth también ruega a las fuerzas oscuras que le den la cuota de crueldad que le falta y teme por los escrúpulos de su esposo (“no te falta la ambición, pero sí la maldad que debe acompañarla”). La evolución del conspirador, desde sus dudas en la víspera del crimen hasta la sistemática crueldad de su reinado, muestra a su mujer más como la palanca que él necesitaba para abrir su naturaleza final, en la que prevalece la ambición. No ha sido influido o inducido por la malicia ajena. Ha recibido el auxilio necesario en el momento justo. Y en este punto, como en otras obras suyas, Shakespeare presenta a la despersonalización, a la disolución moral, como el primer trámite que realiza el poder para servirse a sí mismo y animar su dinámica inherente. Aquel Macbeth que revivo hoy con admiración y alguna tristeza, me sugiere perturbadoramente que, tal como lo dicen las brujas en la primera escena de la película y del texto, “bello es lo feo”. Advierto que la frase lo alude al propio Polanski desde la raíz y a buena parte de la gran literatura. Aquel encantamiento juvenil -escribo ahora con prisa tratando que la cerveza no se derrame sobre el teclado- se emparentaba sin saberlo con otras oscuridades que nos resultaban temerariamente atractivas. Es una gran película, seguro, pero si en esta misma barra estuviera a mi lado el entrañable Borges, me recordaría la frase tan sensata y hermosa que cierra su Fervor de Buenos Aires: “…En aquel tiempo, buscaba atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas, el centro y la serenidad…”