Por Román Ganuza
Stratford Upon Avon. Nombre difícil de una aldea famosa. Lugar donde principia y finaliza la vida de William Shakespeare. Con apenas 18 años, siendo preceptor de latín, se enamoró y se casó allí con Anne Hathaway, una mujer 8 años mayor. Un embarazo imprevisto seguido de un alejamiento prolongado. “Will”, en boca de su devota Anne, se fue a Londres a triunfar en principio como actor y autor de teatro. Y vaya si triunfó. Ya en vida se lo consideraba el mayor escritor de todos los tiempos. Obtuvo el favor nada fácil de Isabel Tudor y Jacobo I de Inglaterra, animó el teatro más importante de Londres, el Globe, y escribió obras memorables. Pero en Stratford quedaron Anne, su mujer, Suzanne, la hija mayor y los mellizos gemelos Judith y Hamnet. Este último, su único hijo varón, falleció oscuramente a la edad de 11 años.
Leo a propósito del gran bardo de Inglaterra que para él los seres humanos son inevitablemente desdichados a causa de sus propios errores o, incluso, del ejercicio irónicamente trágico de sus virtudes. Es esta última y funesta posibilidad la que alimenta el retrato que propone un artista digno del propio Shakespeare: Kenneth Branagh. El actor irlandés dirige y protagoniza “All Is True” (Todo es Cierto) película de 2018 que está disponible en la plataforma Netflix. Tratándose de una vida como la del universal dramaturgo inglés, tan rica en especulaciones y muy pobre en datos fehacientes, la ironía del título es por demás adecuada. Es interesante anotar que Branagh ya había debutado como director cinematográfico en 1989 justamente con su propia versión de Enrique V –que también protagoniza- y que vuelve a llevar a Shakespeare al cine en 1996 con su prestigiada “Hamlet”. En el presente caso, “All Is True” es un trabajo donde toma el camino del biopic personal sin dejar de intentar renovados ecos de William Shakespeare y su obra.
“All Is True” recorta la vida de Shakespeare a partir del incendio del teatro Globe en 1613. El episodio clausura definitivamente su deseo de escribir. Para ese entonces una buena cosecha económica la ha permitido poseer una de las mejores fincas de Stratford. Creador incansable de sueños, este hombre que ya bordea los 50 años, una edad avanzada para aquella época de pestes y guerras, sueña con un plácido retiro. Quiere ser jardinero y vivir en la paz familiar. Pero es un mal jardinero -él mismo lo confiesa- y lo que su ausencia ha sembrado en la propia familia es una de esas tempestades que sabía describir con una belleza hasta entonces no conocidas. Al parecer, la carga fatal de la genialidad es la de imponer a quienes rodean al genio la imposibilidad de estar a su altura. Esto cuenta desde el primer momento para su mujer, Anne, avergonzada por la distancia intelectual que la separa de William. También fue un peso para Suzanne, muy fuertemente para Judith y quizá haya sido determinante para el pequeño y desdichado Hamnet.
La primera cuenta que Shakespeare debe pagar a su regreso tiene que ver con su complicada relación con las mujeres. El poeta, que en sus propios textos se desliza entre la veneración y el desprecio, sufre la condena de su propio talento. Aquella inteligencia que le permitió indagar con pericia el alma ajena no le consiente las omisiones. Sus mujeres tienen razón cuando le devuelven un mundo personal de postergaciones e injusticias en contraste con su gloria egoísta. Humanizado en la diáfana interpretación del propio Branagh, este Shakespeare fatigado acepta su suerte sin cobardías y con la misma penetración que tuvo para construir historias y personajes, resuelve ir más allá de estas primeras e incómodas certezas. Este proceso lo conduce a la revelación más dolorosa y comienza a habitar el exacto revés de lo que creía sobre sí mismo y su familia. Sabio al fin, se resigna a esta implacable verdad y se dispone a salvar lo que queda.
Al delicado equilibrio que supone curar y renovar sus lazos con las mujeres de su vida, el poeta retirado debe sumarle el peligroso tránsito por su popularidad. En la Inglaterra provinciana de 1600, el anglicanismo triunfante desde la excomunión de Enrique VIII en 1538 ha terminado de afirmar una atmosfera apretada en la cual, el aplauso y la adulación al héroe local de las letras va acompañado subterráneamente por la murmuración y la sospecha. Acusado de “papista” por su probable simpatía con el catolicismo, su vida familiar es objeto de espionaje. El ápice de la hipocresía puritana duerme en su propia casa, en la persona de su despreciable yerno Tom, quien se permite reprocharle al suegro que sus textos no sirvan al dogma confesional. Pero si Shakespeare es lo suficientemente distante cuando escribe, es muy terrenal para moverse en el contexto político y social. No quiere perder su patrimonio ni su posición y se defiende con prudencia de la abundante malicia local. En esta duplicidad de su lugar público, la incomprensión y la envidia –como suele ocurrir- se disfrazan de monserga moral. El hombre más brillante debe convivir con la estupidez más rancia.
Infravalorada a mi entender, la película de Branagh se apoya también en su impactante caracterización física. Es un Shakespeare sensibilizado y capaz de iniciar tardíamente su propia revisión enfrentando el costo. Judy Dench, magnífica, es una Anne casi anciana dolida por las pérdidas, las ofensas y los olvidos. Pero es dueña de una disposición finalmente generosa y maternal con William. En definitiva, el hombre se ha ocupado de proveerles a ella y a sus hijos las seguridades y comodidades de las que en aquel tiempo carecía casi todo el mundo. En un papel con matices más nítidos, no deja de destacarse Kathryn Wilder encarnado la nota amarga y disonante de Judith. A diferencia de su madre, que se limita a reproches esporádicos y sutiles, ella elige no proteger al notable padre de las verdades más graves. Por el contrario, le tiende un camino directo y casi despiadado. En el rol del Conde de Southampton, ambiguo amigo del escritor que deja flotar la expansión erótica de su pasado, basta nombrar a Ian McKellen para asegurar un refinamiento dramático.
Si la documentación precisa sobre Willliam Shakespeare y los pasos más íntimos de su vida es curiosamente escasa, las conjeturas implicadas en esta película denotan por igual el rigor de una versión elaborada por conocedores del autor y de su temperamento al mismo tiempo que una fluidez creativa propia de la ficción más libremente asumida. Pero incluso en este último caso, “All Is True” despliega una tragedia sorprendentemente digna de su personaje objeto. Sugiere que Shakespeare ha escrito con su propia vida otra obra literaria de jerarquía, plena de luces y sombras, humana hasta lo terrible. El punto más alto de este trabajo está en la calidad de los diálogos y la certera presentación de los puntos de vista en juego. Se puede discutir infinitamente si la película logra una aproximación al personaje que goce de exactitud, pero es un pasaje seguro al universo de sus preocupaciones esenciales. La película de Branagh honra aquella estilizada profundidad de Shakespeare que hacía y hace temblar de emoción a los espectadores de sus obras.