Por Román Ganuza

Invierno de 1948 en la ciudad española de Burgos. Ya casi entrada la noche, un hombre intenta caminar con rapidez, pero sus piernas se doblegan. Cae un par de veces al piso quedando de rodillas sobre la nieve. Agitado, se repone y reinicia la marcha. Sabe que sus piernas están bien, pero nota que los nervios lo derriban. José García San Juan, 24 años, oriundo de Segovia, tiene mucho que ocultar y por eso apura el paso. Más atrás, en las solitarias proximidades de una fábrica, ha dejado el cuerpo de Dominga del Pino Rodríguez, 30 años, toledana y novia suya mientras pudo respirar. Tapada por un manto negro, yace desangrada por una navaja de peluquero. Horas después, el confuso y oscuro bulto llama la atención de un campesino que decide aproximarse. Al correr la manta, el hombre ve la navaja caída junto a una botella de anís y el profundo corte en el cuello de Dominga ya inerte. Haber ganado 19000 pesetas en la lotería fue fatal para ella. Antes del macabro desenlace, Dominga servía como doméstica en la casa de un comandante del ejército en Madrid. García San Juan, que trabajaba en la misma casa como ordenanza, le dijo que con ese dinero pondría un próspero negocio y la convenció de irse juntos a Burgos. Ella le creyó con entusiasmo, hizo las valijas y ató esos billetes que atesoraban el proyecto familiar soñado. Pero José tenía otro plan y lo llevó a cabo. Unos días después, dos fugitivos relacionados con el crimen fueron detenidos por la policía en Valladolid, hasta donde habían logrado llegar. Ocurre que García San Juan no estaba solo. Junto a él se encontraba su amante y feroz instigadora, la viuda madrileña Francisca Sánchez Morales de 45 años. La Audiencia Provincial de Burgos los condenó a ambos a la pena de muerte, sentencia que sus abogados lograron cambiar en segunda instancia por 30 años de prisión. El caso se conoció como “El Crimen de La Canal” y fue extendiendo su fama desde Burgos hacia el resto del país. Más allá de su horror, era estupendo como narración. El productor Pedro Costa pensó en esta historia para otro capítulo de una serie televisiva dedicada a crímenes famosos. Cuando vio el material, entendió que merecía algo más y le encargó a Vicente Aranda que la convirtiera en una película. Así surgió en 1991 “Amantes”, trabajo que muchos consideran la cima del director de cine catalán y una de las más logradas de la cinematografía española.

En 2019, un diario burgalés, evocando la tragedia, afirma que aquella España de 1948 era cautiva “del remilgo moral, del atraso cultural y de la miseria económica”. El guion escrito por el propio Aranda junto a Carlos Pérez Merinero aprovecha al máximo esta atmósfera. “Amantes”, la película basada en el hecho real prefiere llevar a los personajes hacia una zona delineada por el erotismo. Para lograrlo, el tratamiento enriquece la oposición entre dos tipificaciones femeninas de una época que trazaba con hierro la frontera entre lo exigible y lo reprobable. Esta polaridad, funcional al machismo imperante, requería la caracterización. Para la víctima, Dominga en la realidad y Trini en la ficción, Aranda elige a Maribel Verdú. Para su rival y victimaria, Francisca en los hechos y Luisa en la película, el director recurre a Victoria Abril. El perpetrador, originalmente José y “Paco” para la pantalla, es el actor español Jorge Sanz. Ellas encarnan la disyuntiva entre la novia y la amante, con los respectivos tópicos de inocencia soñadora y transgresión adúltera. Pero lejos de enquistar a los personajes, Aranda los abre a expensas de las circunstancias sociales y culturales que los cruzan para desgranar en cada uno de ellos un abanico de matices. Paco, el joven procedente de un pueblo a la búsqueda de un futuro, termina el servicio militar y se queda en Madrid para probar suerte. Sirviendo como ordenanza del comandante, se pone de novio con Trini, empleada en la casa del militar. Para radicarse le alquila el cuarto de una pensión a Luisa, una viuda 20 años mayor que él, independiente y seductora. En aquella sociedad asfixiante, Trini reúne las condiciones para una buena esposa y madre. Salvo que su virginidad, altamente valorada, la priva en primer término a ella -y por consiguiente a Paco- de las gratificaciones propias del andar binario. Juzgada sin contemplar las coordenadas culturales que la condicionan, Trini es lo que se daba en llamar una “mojigata”. Luisa, en cambio, es sexualmente activa e incluso incisiva. Seduce y propone. Para el lenguaje sexista de porte académico, hubiera sido una mujer “fálica”. En este caso, el contrapunto pone a ambas en una relación de desventaja recíproca donde no habrá ganadoras. La novia virginal no puede competir con las delicias y libertades que prodiga la amante y la amante vampírica no puede prometer las seguridades y aprobaciones que la novia concita con naturalidad. En el medio, Paco parece el usufructuario del péndulo, aunque esto también está por verse. El momento, narrativamente previsible, en que Trini detecta la relación de Paco con Luisa es un disparador para que las cosas dejen de estar tan claras. 

Hay en la película un personaje de breve participación, pero de alto interés. Es la esposa del comandante, justamente la persona a cuyas órdenes se mueve Trini en su lugar de trabajo. Desilusionada y llorona, agraviada por la traición de Paco, Trini es consolada por su patrona en una patética escena. Mujer también modélica, ama de casa consolidada, católica practicante, madre de dos hijos y esposa de un militar de rango, su intervención resulta reveladora. Lo que Trini ha internalizado como mandato, la mujer del comandante lo tiene resuelto como simulacro. Interesada sinceramente en el drama de su empleada, le pregunta a Trini con crudeza si ella se acuesta con Paco. La respuesta negativa la decepciona. La señora no cree en todo lo que dice creer y en el acto le aconseja a Trini contraatacar inaugurando de una vez sus retenidos vínculos carnales. Abstenerse del placer es una cómoda ventaja que Trini le está dando a Luisa por tomarse en serio lo que todo el mundo predica, pero trata de incumplir a escondidas. Para aquella España triunfal y pesadamente franquista, esta señora encarna lo más funcional, o sea, la hipocresía. Animada por el sentido práctico de su patrona, Trini resuelve visitar a Paco en la pensión y ofrecerse en la misma cama donde el novio intercambia apetitos con la ardiente viuda. Paco no desiste de la oferta, pero el plan incluye una segunda parte que el novio ignora. Trini simula irse de regreso a su casa, pero se queda en el vestíbulo, sentada en la escalera, aguardando el regreso de Luisa, para exhibir su flamante condición de novia en ejercicio pleno. Es un golpe eficaz. Luisa, que en el plano de la admisión social ya venía derrotada por Trini, la tiene ahora como competidora en las arenas de la intimidad. En este punto la película de Aranda se empieza a transformar en una suerte de Frankenstein bien suturado porque la tensión central que llevó a la comisión del crimen -en el caso real la codicia- gira en la obra hacia el móvil erótico. Este desplazamiento avanza con maestría dada la creatividad de los guionistas para generar otra historia dentro de aquella historia. 

El que podría ser el segmento de la película más independizado de los hechos, se desarrolla a partir del momento en que Trini desafía frontalmente a Luisa. Aquí crece una confusión irresoluble en el interior de Paco. Los apremios de un joven provinciano que busca crecer en la cerrada Madrid de los 50, repercute negativamente en ambas relaciones. El encanto de Luisa se apoyaba también en su forma de vida un poco turbia, enredada en negocios con gente de temer, pero que a Paco le permitía sobrevivir sin gran esfuerzo. Trini, en cambio, si bien completaba todo lo atinente a la ilusión familiar, le traía sin pausa las presiones concomitantes: que busque trabajo, que no pierda el tiempo, entre otras monsergas de una ciudad dominada por los que pontifican el esfuerzo porque ellos no lo tienen que hacer. Paco recibe ambos ecos. Quiere ser el esposo de una mujer adecuada como Trini, pero también lo tienta ser uno de los que hacen el camino corto, de la mano de alguien como Luisa, bastante mayor que él y de vida filosa. El salto de Trini, resignando su virginidad, también presenta problemas. Ella no es experta como su rival a la hora de involucrarse en el juego erótico. Luisa no se limita a complacer a Paco, busca afanosamente su propio provecho y cuando es necesario, lo somete. Desea y se hace desear, ataca y se esconde, pone en contrapunto la inclinación servicial y el furor dominante. Como amante, es técnicamente superior y más vasta que la candorosa Trini. Pese a ese déficit, la novia lanzada crudamente a la praxis, despierta en Luisa unos celos que la empujan a necesitar la posesión total de Paco. Esta extrapolación de los personajes organizada por Aranda es refinada y convincente. Como una síntesis de la encrucijada, el director propone dos imágenes análogas alternando a ambas mujeres, desnudas, acostadas detrás de Paco, mimando el largo de su cuerpo. Mientras que Luisa lo perturba y lo enciende, Trini lo sofoca y lo cansa. Paco, beneficiario aparente de este cosmos triangular, pierde todo control sobre la situación sumando a su incertidumbre una angustia de procedencia doble. Nace con su novia un problema que no tenía cuando ella era sexualmente una incógnita y otro con la viuda cuando un futuro en común estaba tácitamente descartado. Se debate entre un sentimiento culposo ante la generosidad de Trini, contra otro más desapegado pero voraz con respecto a los atractivos de Luisa. Vicente Aranda da el golpe maestro solo con cambiar un dato: el dinero que en el caso real provino de un premio de la lotería, en la película aparece como un largo sacrificio de Trini que ha ido ahorrado durante mucho tiempo en aras de un futuro conyugal. 

La película “Amantes”, que viene escalando en su dramatismo, alcanza lo mejor de sí en un desenlace complejo, imaginario y virtuosamente escenificado. Paco, en acuerdo con Luisa y unos rufianes que la tienen como rehén por deudas, engaña a Trini y la lleva a Burgos donde supuestamente pondrá en marcha un negocio. Apenas alojados en un hotel, Trini se echa a llorar con desconsuelo. No está feliz de haberse ido con Paco ni ante la perspectiva de casarse porque ha entendido la verdad, o al menos buena parte de ella: él le pertenece casi en forma física a Luisa. Trini se da cuenta de que sus afanes no alcanzan, la cabeza de su novio siempre está en otra parte. En un ataque se encierra en el baño para cortarse las venas con una navaja. Ya no quiere vivir. Paco actúa rápidamente, la sujeta y le salva la vida, aunque solo en un sentido. Trini se duerme después de su crisis y Paco aprovecha para tomar el dinero de la cartera y salir a la calle a encontrarse con la viuda. Cumple lo pactado, salvo en un punto: Se niega a matar a Trini. En una desolada plaza de Burgos, bajo una fuerte nevada, Paco le da a Luisa más de lo que ella necesitaba para librarse de los peligrosos acreedores y le dice que aproveche esa diferencia para escapar a otra ciudad. Luisa cae en la cuenta de que Paco intenta librarse de ella a través del dinero. Es un momento sublime. Luisa camina unos pasos de espaldas a Paco y en un gesto furioso arroja el fajo de billetes sobre la nieve. Así como en él, por un momento, la piedad consigue prevalecer sobre la codicia, en Luisa la pasión llega a ser incluso más fuerte que la necesidad de salvar su vida. Paco vuelve con el dinero a la habitación donde Trini está devastada luego de comprobar que su novio también le ha robado los años. Aplastado, él se confiesa completamente y por primera vez le dice a Trini toda la verdad incluyendo las partes más dolorosas. Es demasiado. Salen juntos hacia el mismo banco de la plaza donde Luisa recibió y rechazó el dinero. La nieve se ha transformado ahora en una tupida lluvia, pero Trini se quiere quedar, no le importa nada. Paco la cubre con su piloto mientras ella le pide que por única vez tenga un gesto de amor: que la mate para aliviarla de tanta oscuridad y desencanto. El plano siguiente enfoca solo los pies de ambos debajo del banco, tomados de atrás y una mancha de sangre se expande entre la nieve acumulada en el piso. 

Repasando este final, noto que Aristóteles sigue teniendo razón: la narrativa supera a la historia porque mientras aquella cuenta lo que pasó, esta conjetura lo que podría haber ocurrido. Pero nunca he dejado de preguntarme si el dominio de lo posible es una licencia artística excesiva. ¿La distorsión, la desinformación, la crisis de la verdad, son implicancias de la irrenunciable libertad autoral? Tal vez. Aranda, con bella audacia, se basa en un asesinato desprovisto de toda humanidad para construir una especie de suicidio mediado y sublime. Los personajes de Paco y Luisa les abren a los reales Francisca Sánchez Morales y José García San Juan la celda de la rapiña brutal para que puedan levantar cierto vuelo. En el relato periodístico son chacales, en la versión filmada se parecen a murciélagos cegados y embriagados de pasión. En el arte de versionar, Aranda consigue incluso un aire de absolución poética para la atroz pareja. Entiendo que acepto la fábula que me ofrece “Amantes” fundamentalmente porque empatizo con la idea de sacar a los protagonistas de su vulgaridad original. Mas oscuro me resulta saber si esto responde a una empatía estética o si por algún oculto motivo prefiero creer que los asesinos sean un poco más interesantes de lo que realmente han sido. En ambos casos, el cine actúa como un engaño artesanal, una sombra chinesca, una deslumbrante burla que termina arrollando a cualquier testimonio. Sin embargo, me asalta la contradicción de pensar que así debe ser. Mentir es el precio que el cine paga para ser fiel solo a sí mismo, para no ser obediente. En esta película de Vicente Aranda la puesta en escena sutil, el guion inteligente y la actuación espeluznante de Victoria Abril deformaron, inflamaron y en algún grado ocultaron el horroroso crimen de Burgos para convertirlo en algo más perdurable que una crónica policial.

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