Por Roman Ganuza

No hay nada que hacer. Engañar a Hércules Poirot es imposible. Al cabo de dos horas de enigmas, suspenso y sofisticadas tretas para confundirlo, los asesinos quedan a merced de su inteligencia metódica. Especulaciones e inferencias se organizan en su cabeza de manera sucesiva y precisa. Poirot es la voz de una escritora que juega con el texto y con el lector. Agatha Christie tiene el don de traducir lo lógico en lo lúdico. Todas las posibilidades se abren, todas son creíbles y solo un mísero detalle conduce a la claridad. A diferencia de su antecesor -y seguro inspirador- Sherlock Holmes, Poirot habita un mundo causalmente más mecánico, psicológicamente menos poblado y narrativamente más lineal. Pero en su rango de detective, goza de un espacio teórico más amplio y ocupa el centro de un atractivo laberinto argumental.

En “Muerte en el Nilo”, película de 1978, dirigida por John Guillermin, Poirot recibe una calificada personificación a cargo de Peter Ustinov. Es una versión humanizada y confiable. Carga kilos de más, suda, se agota, se queda dormido leyendo y es muy susceptible a que lo confundan con un francés. “Soy belga”, replica con hosquedad. Pero no pierde nada de su legendaria eficacia. Las primeras escenas me sirven el conjunto de los futuros sospechosos. Todos se van a encontrar en una británica excursión por el río que divide África. La secuencia me regala a Maggie Smith, David Niven, Jane Birkin, ¡¡Bette Davis!!, Mia Farrow, Angela Lansbury (maravillosa), George Kennedy, Jack Warden, la bellísima Lois Chiles y el desconcertante Simon Mac Corkin. También interviene “nuestra” curiosa Olivia Hussey (hija del cantante argentino de tangos Osvaldo Ribó). Un fuerte salto de planos me retira esa entrada para entregarme al personaje central.

La presentación del detective en la película es brillante. Tiene con respecto al texto una coincidencia y una diferencia. Agatha Christie me lo indica a Poirot a través de quienes lo avistan en el hotel de las cataratas de Assuan. El director Guillermin, en cambio, lo construye desde el arranque. Plano profundo y silencio. Traje claro y sombrero safari. Poirot aparece sentado frente a la esfinge de Giza con la pirámide de Kefren como fondo. Se apoya en un curvado sillón de caña y un ángulo de sombra que nace en el margen izquierdo del cuadro lo ampara de la luz que refulge sobre las ruinas. La imagen le impone misterio y poder a su sorpresiva irrupción. Como si Poirot fuera capaz de vigilarlo todo. Es una escena de significados abiertos. Hay mucho más que un hombre en un paisaje.

Más hondo que este comentario, otro notable director de cine, Sidney Lumet, pesca en el alma de la prolífica escritora. En su libro “Así se hacen las películas” dice: “Para mí, en el mundo de Agatha Christie predomina la nostalgia. Hasta sus títulos son nostálgicos. El asesinato de Roger Ackroyd (¡qué nombre!). Asesinato en el Orient Express (¡qué tren!). Muerte en el Nilo (¡qué río!). Todo en su trabajo evoca un tiempo y un lugar de los que nunca supe su existencia y en verdad me pregunto si alguna vez fueron reales.” Lumet puede decirlo con autoridad porque él mismo filmó en 1974 -adelantándose en cierto modo a Guillermin- “Asesinato en el Orient Express”. También recurrió entonces a una convocatoria estelar y taquillera (Ingrid Bergman, Laureen Bacall y John Gielgud, entre otros).

Efectivamente, ese mundo imposible y sin embargo cohesivo, es un manantial para el cine. “Muerte en el Nilo” me involucra en su nimbo de arenas y serpientes, camellos y monumentos, ardor criminal y optimismo correctivo. El paisaje es también la estrella. El fastuoso y desolado templo de Karnak cobija situaciones de peligro e intriga. No falta el salón de baile del gran hotel, donde Angela Lansbury y David Niven despliegan un paso de tango histérico y desopilante. El vapor que conduce a los personajes entre Egipto y el Sudán es un pilar de la película. Blanco impoluto con motivos de azul oscuro. Pasillos de cubierta con piso de madera y barandas torneadas. La terraza donde se sirve el té, techada por una lona a rayas de los mismos colores. Un travelling desde la orilla, me muestra el pesado avance de la nave con su cola de humo negro sobre la línea del horizonte. En el borde inferior del cuadro, la espejada superficie del río contrasta con el abanico de ocres que anuncia el desierto. Toda belleza.

No es lo más importante, pero también hay un crimen. Es un asesinato técnico, elaborado para ser descompuesto por la intelección. Una adivinanza desprovista de caudal emotivo. Una pieza del puzzle. Guillermin disfruta las calculadas transparencias del texto. Tiene la carnadura justa para vestir a ese esqueleto. Su relato me confiesa todo el tiempo que Agatha Christie dictamina cómodamente quien es el culpable y quién el inocente. Reserva las alternativas que necesita y la película respeta su imperio autoral. Los personajes se desdoblan con oportunismo y conspiran para desorientarme. La reunión final de los protagonistas en el comedor del barco -todos provistos de algún motivo para matar a quién resulta finalmente asesinado- me sirve la porción más jugosa de un menú adictivo. Poirot los interpela sagazmente y la película recorre la probable culpabilidad de cada uno en una hilada de secuencias conjeturales. Son segmentos que armonizan con lo que precede y lo que sigue porque la película misma es una bonita fantasía, cuyo encanto consiste justamente en que no intenta parecer otra cosa. Guillermin, como Lumet, también ha sido permeable al espíritu de la escritora en la conversión visual de su texto. Como dijo David Cronenberg -otro gran director- “¡La ilusión está bien! Es lo deseable. La realidad no tiene la menor relevancia”

 

 

 

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