Por Román Ganuza
Un novio en Marsella
Hay tres mujeres centrales en la vida de Napoleón. Y las tres tuvieron algún reflejo en el cine. La primera en el tiempo quizá no haya sido la más recordada, pero es la más novelesca. Tiene un capital literario propio. Su elipse nace accidentada, con una promesa y un abandono de parte del futuro emperador. Sin embargo, culmina en forma soñada, con su coronación como reina consorte de Suecia y Noruega, condición que sobrevivirá al ocaso de su olvidadizo pretendiente. Se trata de Desiree Clary, la joven que Napoleón conoce en Marsella en 1794, cuando ya portaba el prestigio militar de haber desalojado a los ingleses en Toulon. Todavía lo llamaban “Napoleone Buonaparte”.
El director Henry Koster, afecto a llevar temas históricos al cine, aprecia las potencias de esta historia. Filma en 1954 su película “Desiree” y me entrega de paso al mejor Napoleón de cuantos pude ver en pantalla: Marlon Brando. Sí, desde la primera escena tengo en ese joven militar un remolino interno de romanticismo y ambición modelándole el gesto. Se mueve con torpeza, pero no es un necio. Su andar rudo es el fruto de una convicción inconmovible. Él está siempre en el futuro. Con igual vértigo se enamora de Desiree. Le jura amor eterno, le propone matrimonio a minutos de conocerla. Marlon Brando encarna con excelencia esta suerte de locura bajo control que distingue a Bonaparte, a la vez que enrarece sus relaciones. Su perfil desconcierta o asusta a quienes lo tratan.
Jean Simmons es quien le da vida a Desiree Clary. Tiende un retrato del personaje que crece desde la ensoñación almibarada de novia de Napoleón a la madurez de la mujer requerida por las cuestiones de estado durante su estancia en Suecia. El juvenil romance en Marsella coincide con la ejecución de Maximilien de Robespierre, primer impulsor de Bonaparte. Napoleón es arrestado mientras está eligiendo ropa para la boda. Arrogante, el hermano de Desiree dice que allí termina la carrera del corso y trata de disuadirla una vez más para que se aleje de él. El comentario suena jocoso, pero corresponde a un mérito de Brando y de Koster. Han dibujado un hombre cercano a la caricatura en lo tocante a determinación y fe en sí mismo. Probablemente nadie lo hubiera tomado entonces muy en serio ni hubiera vislumbrado su futuro. Esta película en la que comparte protagonismo con su primer amor, obtiene la falsa opacidad de aquel Bonaparte gracias a un artista tan excepcional en lo suyo como el personaje al que le toca interpretar.
Napoleón comienza a desgarrarse de Desiree a partir de sus ambiciones. Me lo dice la siguiente escena: nuevamente en libertad -salvado acaso de la guillotina por sus dotes militares- Desiree quiere retenerlo en Marsella para que se encargue de una tienda. Él se indigna, nota que su novia comparte el general escepticismo respecto al destino que imagina para sí mismo. Se va a París a negociar la reincorporación al ejército. En otra bella secuencia bajo la lluvia, le promete a su novia que regresará para casarse: es sincero con ella, todavía cree que puede unir sus pasos políticos y sentimentales. Lo que no sabe es que el interés, en su vida, será mucho más gravitante que el amor.
París lo espera para sumarlo a una conjura política. Paul Barras lo recluta. Napoleón frecuenta salones, conoce gente y se hace conocer. Desiree va quedando atrás y sufre. Le faltan noticias de Napoleón y le sobran comentarios maliciosos, incluso de su hermana, ya casada con José, el mayor de los hermanos Bonaparte. Ilusionada e inexperta, ignora que esto es lo mejor que puede pasarle. No tendrá que caer, como otros, atada a la estrella temeraria del “Jinete de la Historia”.
En este punto, la novia abandonada va tomando la centralidad. La película de Koster propone la intromisión de una furiosa Desiree en la mansión de Madame de Tallien, Paris, donde Napoleón y Josefina están anunciando su matrimonio. Escándalo, champagne arrojado a la cara de Josefina por esta despechada y desconocida joven marsellesa. Llorando, Desiree Clary se retira del salón. Pero otro general la persigue, la consuela y la sube a su galera. Es Jean Baptiste de Bernadotte, uno de los mariscales del mismísimo Bonaparte. De manera insólita, en 1798 heredará por adopción el trono de Suecia y Noruega. Para entonces Desiree ya será su esposa y la madre de su hijo. La suerte, que abandona brutalmente a Napoleón tras los famosos años del Consulado y el Imperio, elige quedarse con ella para siempre.
Ocasiones sociales y el vínculo familiar con José Bonaparte, facilitan en el tiempo ambiguos y frecuentes reencuentros entre Napoleón y Desiree. Se renuevan las pretensiones de él y los reproches de ella, pero nunca llegan a la enemistad. El ápice de la película es el momento en que Bernadotte solicita al Emperador permiso para renunciar a la ciudadanía francesa y marchar a Suecia junto con Desiree para ceñirse la corona que le ofrecen. Marlon Brando compone aquí una tensión perfecta entre la indignación con el subordinado que desea abandonarlo y el orgullo frente a su antiguo amor. Debe permitirle a Bernadotte que se vaya para no exhibir un autoritarismo pueril motivado por los celos. Pero no se priva de preguntarle a Desiree si ella también desea cambiar de patria de esa manera que él juzga repudiable. La firmeza de la respuesta tiene el condimento de una revancha.
Llega la película al momento más oscuro de Bonaparte, en el que Marlon Brando y Jean Simmons brillan y me emocionan. 1815. Derrotado en Waterloo por una alianza que integra el propio Bernadotte, el emperador ha vuelto a París. Taciturno y solitario, mira el horizonte desde los atildados jardines de Malmaison. Desiree, que se encontraba en la capital francesa, va a entrevistarlo como soberana de Suecia y emisaria de los vencedores. Pero no la empuja únicamente el deber. Trata de persuadir a Bonaparte para que no derrame más sangre. Sigue habiendo entre ellos un espacio confidencial. Desiree puede decirle lo que otros callan y hasta puede animar la generosidad del genio en desgracia. Él le agradece que vuelva a llamarlo “Napoleone”. Lo reconforta esa calidez en uno de sus días más adversos.
Final de antología para esta fina película de Henry Koster: los caprichos de la política y la guerra plantan el reflejo tardío de un amor que nunca murió del todo. Él gran hombre cede ante Desiree: evita una última batalla y acepta su helado destierro en la isla de Santa Helena. Pero antes le confiesa haberla amado sinceramente. Quiere que ella lo sepa. Incluso se pregunta en vano si todo hubiera sido distinto a su lado. Le habla con el tono distendido de quien transita el minuto final de su gloria y lo sabe. Las imágenes sugieren que Napoleón ya ha decidido la entrega pacifica de Paris. Como una forma de resarcirse, la elige a Desiree para comunicarlo. Ella lleva tiempo convencida -como tantos- de que Europa debe detener la aventura de su antiguo pretendiente. Pero en pleno cumplimiento de esta formalidad, necesita esforzarse para contener el deseo de abrazarlo. Él no quiere ser compadecido y la conmina a retirarse rápidamente de Malmaison. Un capítulo se cierra. Ambos saben que ya no volverán a encontrarse. La vida, interesante y voraz, acaba de avisarles que le han devorado la mejor parte.