por Román Ganuza
La enorme Josefina
A unos seis kilómetros de Jamestown, capital de la desolada isla de Santa Elena, un hombre agoniza en la tarde del 5 de mayo de 1821. Los escasos testigos de ese final saben que asisten a un instante de proyección histórica. Quien yace allí postrado por la ulcera que lo desangra, fue durante 15 años el dueño indiscutible de Europa. Todos están muy atentos, quieren y deben registrar las últimas palabras de Napoleón Bonaparte. A medio camino entre la vida y la muerte, el Emperador -como lo siguen llamando esos allegados- menciona a una mujer. O quizá está hablando con ella. “…Josefina…” es la última palabra que pronuncia. Josefina.
Corresponde al director de cine Yves Simoneau, en buena medida, la astucia de haberle regalado a la pantalla un fuerte primer plano del personaje. Marie Joséphe Rose Tascher de la Pagerie, viuda de Alejandro de Beauharnais, es la inagotable Emperatriz Josefina. Amante, esposa, y fundamentalmente, gran compañera del corso. Si le hago compartir honores al director de “Napoleón” -la hermosa serie de la televisión francesa realizada en 2002- es por dos razones. Algo le corresponde al libro base del guion, escrito por Max Gallo, que no reduce el protagonismo de Josefina al plano sentimental. Y finalmente, la intérprete del personaje, cuya elección no pudo ser más feliz: Isabella Rossellini.
Por esta serie de gran producción y puesta en escena, desfila un elenco intimidante. Gerard Depardieu (que además es uno de los productores) encarna a Fouché, el oscuro ministro de Policía. John Malkovich brilla construyendo al ubicuo canciller Talleyrand. Aniouk Aimee, nada menos, es Letizia Ramolino, la madre italiana de Napoleón. Sin embargo, y a favor de un texto inteligente y juguetón, Isabella Rossellini es quien se adueña de los momentos más exquisitos de los cuatro capítulos.
La serie empieza justamente con un joven general empobrecido y sin mando, que irrumpe en el distinguido salón de Josefina de Beauharnais, donde ella departe con amigas. Bonaparte debe agradecerles a las frívolas mujeres la contribución monetaria para la confección de su nuevo uniforme. Lleva puesto uno que exhibe remiendos y agujeros. Pero no deja de creer en sí mismo con una inexplicable entereza. La historia entre él y Josefina se arma con intuiciones. Algo ha visto ella en ese militar que promueve las risas de sus amigas. No se equivoca.
Es delicioso el primer dialogo filmado por Simoneau. Que ese hombre casi mendicante aborde a una aristócrata poseedora de plantaciones en Martinica y contactos con los hombres más ricos de Francia, parece un despropósito. Pero es Napoleón Bonaparte, nada lo detiene:
-Madame, cuando vuelva a veros…
– General, veo que albergáis expectativas de volver a verme…
-Por cierto, madame…¿vos no?
La receptiva sonrisa que Isabella Rossellini esgrime como respuesta le siembra caminos a la serie. Se sella la excitante complicidad entre ambos y aflora en escena una mujer cuya innegable dualidad será funcional a los propios contrastes de Bonaparte. Josefina es una “bon vivant”. Colecciona arte, organiza tertulias, derrocha. Tiene hijos ya adolescentes, ha pasado por pérdidas y conflictos. Ha estado en prisión y al borde de la guillotina durante El Terror. Ha disfrutado de una saludable cantidad de amantes. Experta y reposada, no sabe muy bien qué hacer con este precipitado General que de un día para otro dice que la ama y quiere convertirla en su esposa.
Barras, íntimo amigo de Josefina, le pregunta minutos antes de que el juez la case con Napoleón:
- ¿Lo amáis?
- Amo el amor que él siente por mí
Otro hermoso dialogo documenta el paso de este raro y amplio acuerdo sentimental. Pregunta Napoleón a Josefina en la cama:
- ¿Os reís porque estoy loco de amor por vos?
Con su poderosa sonrisa y una pizca de sabiduría, su mujer le contesta:
- Napoleón…, tu estáis loco y punto
Sobre esta base se edifica una relación que mantiene distintos registros. Una gozosa atracción reciproca tensada por dos ideas del matrimonio que colisionan desde el arranque. Bonaparte es ardiente y posesivo. Reclama reciprocidad. Mira desde el apasionamiento. Josefina es dulce, mundana y desdramatizada. Mira desde la ironía. El punto de encuentro y el de crisis entre ambos se confunden y se entrecruzan. Ella es sistemáticamente infiel, pero insobornablemente leal. Él es colérico y celoso, pero desprecia mucho más la traición política que la infracción erótica.
Aquí conviene retratar al Napoleón de la serie. Su protagonista es el actor francés Christian Clavier. Su ancho mentón y su mirada incisiva, redondean lo que corresponde a una personalidad enérgica y severa. Pero de esta misma solemnidad -que Simoneau subraya con frecuentes avances en el eje que culminan en un primer plano casi congelado- se desprenden las notas de una obstinación que amenaza con bloquear por momentos la indudable inteligencia de Bonaparte.
Las dos características que conviven en este Napoleón de excelente acabado artístico, le procuran las mejores y las peores jugadas respecto a Josefina. Durante la campaña de Egipto, lejos de ella y sin noticias de esta mujer poco afecta a escribirle cartas, dos asistentes de Napoleón discuten si deben revelarle la historia entre Josefina y el capitán Charles, que ya comenta todo París. Finalmente, contrariando a su compañero, uno de ellos se decide. Bonaparte jura que se divorciará y agrega que dará por muerta su amistad con ambos colaboradores: “Contigo por habérmelo dicho, y contigo por habérmelo ocultado”.
Desde luego, los edecanes seguirán con él hasta el final. Y para desagradable sorpresa de la madre y los hermanos de Napoleón, su hedónica esposa también. Pero en este caso, la inteligencia y la obcecación convergen en una dirección provechosa. Josefina será su Emperatriz en 1806. Pero será también una sana consejera cuando la imposibilidad de darle un heredero la obligue a renunciar al trono para que Napoleón procure con María Luisa de Habsburgo esa descendencia políticamente impostergable.
La serie me muestra que, en este nuevo tramo de la relación, es el Emperador quien falla. Sartre afirmaba que uno elige la respuesta cuando ha decidido a quien preguntar. Sintiéndose traicionado por el sinuoso Zar Alejandro, Napoleón barrunta la posibilidad de invadir Rusia. Se traslada a la residencia de Malmaison para hablarlo con su ex esposa. “…mi viejo amigo, te aconsejo que no vayas a Rusia, prométeme que no lo harás…” Bonaparte sabe que Josefina, prescindente en general respecto a los asuntos militares, lo quiere bien y lo cuida. Por algo ha ido hasta allí. Pero esta vez es su tendencia a controlarlo todo lo que le lleva a desoír ese gran consejo. Lo lamentará.
En el cuarto capítulo, lo tengo a Bonaparte confinado y reducido, aunque también agazapado en la isla de Elba, frente a la costa italiana. El misterioso Saliceti, que disfraza su ir y venir de Francia como encargado de compras de Napoleón, intriga en el continente abonando el regreso tan temido por la Europa “restaurada”. Pero una noche de 1814 le trae cierta noticia. A los 50 años Josefina ha fallecido en París producto de una complicación pulmonar. Napoleón recibe la novedad en medio de una reunión social. En un aparte, Saliceti le cuenta que 20.000 personas honraron el féretro y llenaron la ciudad con panfletos de reconocimiento. La emoción de Bonaparte es genuina y a la vez culposa.
La serie confirma en este tramo la relevancia del personaje. Imágenes de Josefina en plena dicha conyugal se suceden con fuerte nostalgia en la memoria de Napoleón. El recorte a lo visual que impone la secuencia evocativa, potencia la refracción de Isabella Rossellini. Su encanto, sensual y alegre, su sensibilidad, su generoso desprecio a las minucias de la envidia y la competencia por el rango, relucen en esta actuación intachable y creativa. La serie, de por sí excelente, se eleva en el reflejo de una mujer sutilmente gravitante. El trabajo de Simoneau le devuelve a Josefina algo que tiende a perderse en una historia demasiadas veces narrada. Verlo me permite incluso pensar que la futura derrota de Bonaparte al cabo de “los cien días” se alimenta en parte de esta nueva soledad. Exultante pero también fugaz, el Emperador retomará una Francia embargada de ausencia.