Por Román Ganuza
Es extraño que aparezca la posibilidad de volver a disfrutar el cine en una sala justo cuando vengo leyendo una montaña de textos que me advierten sobre su muerte. También es curioso que me reincorpore justamente para ver la que se anuncia como la última de James Bond, al menos en la era Craig. Mi memoria actualiza sensaciones que se retrotraen 50 años, cuando ir al cine a ver 007 formaba parte de cierta dulzura de vivir. Modero mi expectativa, sé que no voy a encontrar ni a Sean Connery ni a Úrsula Andress. Tampoco pretendo tanto. Confío en el buen Daniel Craig y me alienta que el director sea Gary Joji Fukunaga. Este americano de resonancia nipona acredita excelentes productos, tanto en series como en películas. Me decido, veré hoy mismo Sin Tiempo Para Morir.
Obediente con los protocolos, saco las entradas por internet mediante pago electrónico. Hago click. Temo que me tomen el dinero y no me digan cómo sigue. Pero no, inmediatamente me llega un mail con un código de letras: INZSEW. El mensaje me indica que debo cambiarlo por las entradas (tres) una vez en el complejo. O sea, puse plata y solo tengo seis letras. Ingreso a las salas de cine, me acerco a uno de esos buzones electrónicos en los que no confío. Tipeo las letras y a través de una hendidura muy estrecha el aparato vomita una entrada. Me pongo nervioso, he pagado tres. Mientras pienso si hay que hacer la denuncia a Defensa del Consumidor, al Ministerio de Cultura o al 911, la máquina expulsa las entradas faltantes. Más tranquilo, siento que todo esto es muy “Bond” para alguien como yo y me termina resultando un aperitivo apropiado.
Como quiero que el cine no se muera, compro pochoclo con fines rituales. El arranque de la película es arrollador y fecundo. Transcurren varias secuencias antes de los créditos. Hay sorpresa, hay buena acción. Pero este Bond regala además un rastro sentimental hondo y perturbador. Bueno para esta historia, que se enriquece con armas nobles, y especialmente bueno para un actor como Craig que agota el amplio arco de sus prestaciones. La mano de Fukunaga es más que notoria. Un montaje que consigue no dejarse arrebatar por el frenetismo argumental de la saga y se permite pasos de elegancia e ironía. Fukunaga me mete todo el cine en el cine. Hay secuencias propias de Titanic, El Padrino, Jurassic Park, o El Silencio de los Inocentes. Los segmentos digitalizados son soportables. La palabra que podría definir este trabajo del director es “equilibrio”: de los tópicos, de los ritmos, y los requerimientos del desarrollo dramático. Como ejemplo, los justificables primeros planos de Craig, un maestro de la expresión.
Ya en medio de la película consigo omitir por momentos aquellas viejas versiones. Fukunaga y Craig me han sustraído. Corresponde evaluar Sin Tiempo Para Morir diferenciando un contexto que no alimenta la vigencia del rudo espía británico. Quizá por ello Daniel Craig sea un Bond relativamente plebeyo. El señorío distante de Sean Connery ya no tiene a dónde ir. El cine reclama intoxicarse o amputarse para asimilarse con lo que a diario se nos hace digerir y para cerrarle el camino a aquello con lo que nos gustaría soñar. Irónicamente, el tratamiento humanizado de este Bond que transpira y llora, es inversamente proporcional a unos enemigos que participan de una pandémica deshumanización. Apenas se distinguen por sus excentricidades estéticas o tecnológicas. Incluso la introducción del personaje de Safin (Sami Ralek), devorador y superador del malvado precedente, parece un correlato de la inquietante multipolaridad. Los villanos se multiplican y ya no apuntan contra la humanidad solamente por rencor. Ahora los puede motivar alguna pulsión malthusiana, la vocación experimental y hasta cierta forma de compasión que vota por apresurar el final.
Astuto, Fukunaga le da una pincelada de nostalgia a Bond -quien se ha retirado del servicio activo- y a su propio jefe M (Ralph Fiennes). Con mirada vaga, ambos añoran a los adversarios del pasado en su cualidad de realidades físicas localizables. El enemigo actual es químico, neutrónico, virósico. De allí que Bond cobre esta vez cierta estatura quijotesca. La película conjuga la estructura típica de la serie: la infaltable persecución deductiva que remata en un encuentro personalizado a dirimir contra reloj en un lugar exótico. Pero hay grandes y ricas diferencias. Sin Tiempo Para Morir incorpora de otra manera estas amenazas impalpables y aterradoras que, al comienzo de la saga, allá por los 60, el espectador computaba alegremente como fantasías. Bond sigue siendo un juego que ahora se juega bajo las sombras de la coyuntura. El nuevo invento a destruir por el agente 007 es una suerte de veneno selectivo, capaz de exterminar con bajo costo determinadas familias genéticas: grupos, aldeas, etnias, poblaciones geográficamente circunscritas. Ya el discurso global viene avisando con frecuencia que somos muchos y que muchos ya no somos necesarios. No parece una advertencia movida desde el amor cristiano. El guión de la película explota esta temática inquietante.
Finalmente, y en lo estrictamente cinematográfico, Daniel Craig se afirma como el gran Bond de los tiempos difíciles y del cine en presunta extinción. La construcción de su personaje en esta despedida es una de las más completas y emotivas que le hayan tocado. Aprovecha a fondo su propio cierre. Bond ya no porta una pureza vocacional y empieza a parecerse a los héroes cansados de serlo. El viejo romanticismo enfrenta demasiadas traiciones personales y decepciones institucionales. Este Bond se ha vuelto vulnerable. Eso lo ha hecho crecer en la pantalla, pero ha mellado su talle histórico.
Pese a las exquisitas notas de humor que desgrana la película, James Bond ya no se divierte. No colecciona bellas mujeres en las piscinas ni visita triunfalmente los casinos de la Riviera. Escaso champagne. Solo se viste de frac para ingresar a un oscuro sótano cubano. Su tema en Sin Tiempo Para Morir es el amor y el tema total de la película -sutilmente- es la orfandad. Fukunaga se desplaza con sigilo entre el rescate icónico de la saga (desfilan haciendo proezas tres generaciones del estupendo Aston Martin Vintage) y un aggiornamiento que apunta a economizar controversias (con Bond ya jubilado, se adueña de la insignia 007 una mujer de color, muy eficiente y leal). Fuerte aporte de Lea Seydoux (Madeleine) en el costado sentimental de la película. Grata sorpresa por la chispeante aptitud de la española Ana de Armas (Paloma). Algo se pierde, no habrá más Bond según parece. Pero si el cine se está muriendo, habría que avisarle a toda esta gente porque lucen en Sin Tiempo Para Morir como si no se hubieran enterado.