Por Román Ganuza

Como buena criatura de Borges, Benjamín Otálora es un habitante natural de la conjetura. El propio autor define la elipse del personaje como improbable y con su conocido humor paradojal se excusa por narrarla ante quienes la crean inverosímil. Benjamín es un joven del barrio de Balvanera que en 1891 se traba en un duelo de cuchillos del que sale airoso. Pero deja una muerte y se fuga al Uruguay donde el destino lo va a cruzar con el oscuro “Azevedo Bandeira”. Así comienza el bellísimo cuento que Jorge Luis Borges titula “El Muerto”. El director y productor de cine Héctor Olivera -según sus memorias recientemente publicadas- lee este texto en Nueva York en 1974 y concibe la idea de llevarlo al cine con el mismo nombre.
El cotejo entre la película y el cuento es muy interesante. Permite detectar las zonas de encuentro y las de desgarro. La primera gran diferencia radica en que no hay nada más lejano a un guion cinematográfico que la escritura borgeana. Su relato sobre la aventurada vida de Benjamín Otálora sobrevuela lo fáctico. Un solo párrafo puede reunir varios hechos de importancia narrativa. Borges los hace transitar con levedad, casi como si los eludiera. Solo desciende hasta el detalle cuando este tiene un valor especial (el caballo alazán, o sentarse al lado de Bandeira) Leída, esta historia insume alrededor de 10 o 15 minutos contra los 93 que va a extenderse en el celuloide. El contraste confirma la buena intuición de Olivera sin dejar de exponer previsibles dificultades.
El acierto del director y productor es haber entrevisto y desarrollado las posibilidades visuales de una narración que vincula Buenos Aires, Montevideo, Tacuarembó y esa franja norte del Uruguay que se funde con Rio Grande do Sul. La historia contiene enfrentamientos, caballos, contrabandistas de armas y pintorescos almacenes donde sobran naipes y botellas. El riesgo es la introducción de secuencias y elementos capaces de convertir el muy breve cuento en un largometraje. La productora de Olivera y Ayala (Aries Cinematográfica) garantiza desde el vamos una gran puesta en escena producto de una reunión de talentos. Juan Carlos Onetti y Fernando Ayala en el guion. Juan Carlos Desanzo en la fotografía. Emilio Basaldúa en la escenografía. Ariel Ramírez y Oscar Cardozo Ocampo en la banda sonora. María Julia Bertotto en el vestuario. La productora española asociada Impala, aporta a Paco Rabal -nada menos- y Antonio Iranzo. Aries suma a Thelma Biral, Juan José Camero, José María Gutiérrez y Raúl Lavié. No puede salir mal.
Es muy feliz la elección de los actores. Borges dice de Benjamín Otálora que “…Es un mocetón de frente mezquina, de sinceros ojos claros…” y que “…una puñalada feliz le ha revelado que es un hombre valiente…”. Juan José Camero obtiene este tono de optimismo imprudente, casi arrogante, empujado por lo fortuito. Es la condición que lo va tornando ambicioso y lo lleva a creer que el espacio que le abrió Azevedo Bandeira (Paco Rabal) entre sus troperos y contrabandistas, no tiene límite. Benjamín va creciendo y ascendiendo. Consigue cooptar y dominar incluso a Ulpiano Suarez (Antonio Iranzo) lugarteniente del viejo jefe de presunto origen brasilero que medra en la Banda Oriental. Los troperos lo azuzan a Benjamín diciéndole que Bandeiras sospecha de un “forastero que anda queriendo mandar demasiado”. Borges remata así este momento: “…Otálora comprende que es una broma, pero le halaga que esa broma ya sea posible…” Esta escena es un pico de la película. La sonrisa de Camero trasunta cabalmente el sentido del texto.
Azevedo Bandeira, por su parte, recibe este retrato en las palabras de Borges: “…da, aunque fornido, la injustificable impresión de ser contrahecho; en su rostro, siempre demasiado cercano, están el judío, el negro y el indio; en su empaque, el mono y el tigre; la cicatriz que le atraviesa la cara es un adorno más, como el negro bigote cerdoso…” Francisco Paco Rabal es el encargado de interpretar al personaje. Recuerda Olivera que el entusiasmo por la contratación del gran actor se apagó el primer día de filmación cuando lo vieron llegar al set con varias copas de más. Ante la protesta del director argentino a su socio español, éste le respondió: “Espera a ver las tomas”. Efectivamente, la adecuación de Rabal al personaje diseñado por Borges es sencillamente asombrosa y lo convierte en pilar de la película.
Desde luego, la ambición de Benjamín Otálora por ocupar el lugar de Bandeira incluye a una mujer entre los bienes apetecidos. Es la “pelirroja”, curiosa presencia de origen irlandés interpretada en la película por Thelma Biral. Hastiada del maltrato, pero dependiente de Bandeira y su poder, sintoniza rápidamente la complicidad con el audaz Benjamín. A ambos les vendría bien sacar del medio a Bandeira. Este acuerdo promueve una gran escena dirigida por Héctor Olivera. En la penumbra de una habitación lindante a donde Bandeira yace muy enfermo, Benjamín desviste a la pelirroja homenajeando su pálida hermosura en términos propios de aquella vida rustica. La estilizada respuesta de ella conduce la progresión erótica elevando ese halago carnal y crudo. Es un tramo sutilmente resuelto que la distingue a Biral como mujer y como actriz.
La necesidad de adecuar el cuento promueve un guion que se abre a tópicos no centrales. Con buen criterio, se pretexta el tráfico de armas que conduce Bandeira para introducir alusiones a los enfrentamientos armados entre blancos y colorados, una larga constante del Uruguay político. El notable Juan María Gutiérrez encarna al líder blanco Don Salustiano, que empieza a molestarse con el doble juego de Azevedo Bandeira. Luego de leer el cuento, algunos fragmentos de la película no consiguen ocultar del todo su carácter incrustado. Se prolongan escenas en el almacén, juergas en los burdeles, a la pelirroja se la hace nacer narrativamente como prostituta y se incluye con alguna gravitación al personaje de Don Salustiano (Gutiérrez). Nunca le reclamo a una película que copie rigurosamente el libro que la inspira, pero en este caso es posible que la dificultad para equilibrar el peso entre lo original y lo adicionado derive en un montaje desparejo.
Visualmente, la película es de jerarquía técnica. Muy buena definición de las acciones violentas. Dichosos planos profundos del Uruguay interior, con sus cerros y sus arroyos, cabalgados con arisca elegancia por la banda de troperos. En el texto, Borges dice que en la otra orilla “…empieza para Otálora una vida distinta, una vida de vastos amaneceres y de jornadas que tienen el olor del caballo. Esa vida es nueva para él, y a veces atroz, pero ya está en su sangre, porque lo mismo que los hombres de otras naciones veneran y presienten el mar, así nosotros ansiamos la llanura inagotable que resuena bajo los cascos…”. Justamente porque el trabajo de Olivera captura bien ese ánimo libertario y telúrico de Benjamín (que traduce además cierta añoranza utópica del propio Borges), personalmente, hubiera disfrutado un mayor volumen de estos segmentos.
Pero “El Muerto” es una película que merece mayor reconocimiento. Olivera cuenta que su estreno fue infortunado. Agosto de 1975. A las convulsiones nacionales de entonces se sumaron problemas gremiales y económicos que no le permitieron mantenerse en cartel. Injusto, por el esfuerzo económico que se hizo. Por la brillantez del equipo reunido. Por el intento de llevar a la pantalla la mejor literatura argentina. Por privilegiar temáticas locales o regionales. Y porque cada cosa en el “El Muerto” es de muy buen nivel: actuaciones, encuadres, escenas, sonidos. Tiene además una escena final que es sencillamente de antología. Ver cine es siempre grato, pero interesar a alguien para que conozca una película argentina postergada, sería más grato aún.

 

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