Por Román Ganuza
En el rito semanal de mis visitas a la tía -próxima a cumplir los 90 años- el cine y los libros se implican con frecuencia. Juntos hemos visto de todo, incluida la filmografía casi entera de Jerry Lewis, buena parte de Visconti, Risi y De Sica, y mucha producción nacional: Hugo del Carril, Carlos Hugo Christensen o Leopoldo Torre Nilsson. Entre tantas cosas vistas, a ambos nos agradó mucho una película bastante mal tratada sobre Aristóteles Onassis. Se llama The Greek Tycoon (El Magnate Griego), es de 1978 y la dirigió J. Lee Thompson. Recorta aquella parte de la vida de Onassis que transcurre desde su ruidoso casamiento con Jackie Kennedy en 1968 hasta su muerte en París. Filmada entre las dulzuras del mar Jónico, buena parte de la trama se desarrolla a bordo del famoso yate Christina. Varias celebridades, entre ellos Winston Churchill, parten de Niza con rumbo a Grecia haciendo deliciosas escalas en lugares como Portofino o Capri. El yate va enlazando pequeñas y pedregosas bahías donde contrasta el ocre solar de la costa con las verdes y azules transparencias del mar. Por las noches, sencillas posadas de la costa, coronadas de lamparitas, donde Ari baila, bebe y rompe platos ante una Jackie que se va dejando ganar por estas tradiciones griegas. Las imágenes son bellísimas y una lánguida melodía acompaña los rojos gradientes del atardecer. Anthony Quinn es Onassis y en la espléndida madurez de Jacqueline Bisset se representa a la gélida Jackie. Pero la película padece, inevitablemente, una fuerte ausencia: María Callas, la divina del bel canto, quien para ese entonces ya había sido desplazada -y también traicionada- por el pope naviero. Su aparición es menor, caricaturesca y muy accesoria.
Buscando equilibrar los tantos, vemos Callas Forever, una película realizada por Franco Zeffirelli en el año 2002, donde Fanny Ardant interpreta a la gran soprano. Esta versión biográfica es totalmente ficcional y también recorta un tiempo. Se ciñe a los días de María posteriores a la muerte de Onassis en 1975 y previos a su propio fallecimiento en 1977, también ocurrido en París. Presenta el intento del productor musical Larry Kelly (Jeremy Irons) de convencer a Callas para que regrese a los escenarios -de los que se había alejado- con una producción de “Carmen” en la cual la tecnología iba a disimularle una lesión irreversible de sus cuerdas vocales. Larry logra por momentos convencer a María de que no es una estafa ya que la voz original de la banda sonora es la suya, claro que en otros tiempos. De paso, la película nos regala una maravillosa puesta en escena que fue premiada por la calidad de su vestuario español. La tía disfruta especialmente este logro. La actuación de Mme Ardant alcanza la altura del personaje al que representa. La película retrata una zona crepuscular en la vida de Callas, apagada por el alejamiento y posterior deceso de Onassis y la pérdida de su voz. El propio proyecto que le presentan a la cantante intenta sacarla de su fantasmal reclusión en el departamento de la Rue Mandel. La trama suelta un respiro de euforia cuando Callas empieza a ensayar y vuelve a experimentar la agitada trastienda de las producciones artísticas. ¡Extrañaba la vida! dice Callas luego de un fenomenal intercambio de gritos en el set. El joven galán que interpreta a Don José remueve de otro modo en María la ilusión de retomar la juventud. Pero el círculo vuelve al punto inicial: Callas desiste el proyecto por considerarlo deshonesto y acepta con sabia tristeza que los años han pasado. La ilusión de amar y cantar como antes debe ser archivada. Todo ha sucedido como una última pulsión de vida que precede a la oscuridad, como una nueva vuelta en la espiral de tristeza que consume a María Callas. Hermosa ficción, pero de nuevo nos falta una parte, quizá la más importante.
Procuro para la tía (y para mí) alguna película que narre el tiempo de María y Aristóteles juntos, que al parecer serían casi diez años desde 1959 cuando ella, insistentemente invitada, subió al yate por primera vez. Hay una miniserie de TV italiana, del año 2005, denominada Callas y Onassis, que no consigo localizar ni ver. Para felicidad de la tía, obtuve el libro de Nicholas Gage “Fuego Griego”, que recorre este famoso romance de principio a fin. Se lo regalo (claro que después de leerlo). Auténtico escritor, autor de una novela como “Eleni”, Gage ha tenido acceso a los testimonios de otros pasajeros de aquel viaje donde María y Aristóteles soltaron su recíproca pasión. Toma, además, una prudente distancia de los estereotipos que lastraron eternamente a ambos: María, la víctima, a quien le amputaron la carrera y le robaron el dinero; Ari, el traidor egoísta sin sentimientos que solo buscaba exhibir mujeres famosas como trofeo. La tía inicia la discusión. Adora a María pero no compra su papel de moderna Medea en esta historia. Yo ensayo una defensa de la cantante, pero lo hago para prolongar la charla y el brindis habitual (esta vez con una sidra muy fría). Le propongo para el próximo encuentro el impresionante documental de Tom Volf María by Callas, estrenado en 2017. Lo vemos. Tiene un hermoso e interesante material inédito, especialmente entrevistas. El título del documental especula con una partición de identidades a la que recurre la propia entrevistada: reduce su vida a una lucha entre María, la regordeta niña griega sencilla y necesitada de amor, que debe sostener el divismo de su alter ego Callas, siempre acechado por la exigencia, la crítica, la codicia y la envidia. Pero también se nota en la película otra división muy clara de su vida: María Callas es una con Onassis y otra después de sus años con él.
Miro a la tía embelesada por los fragmentos musicales. Callas canta las arias: Casta Diva, Tosca. No es menor su atención ante las imágenes de María en el yate junto a Aristóteles o en la isla de Skorpios. Ella tiene un gesto enigmático y profundo, apasionado y severo. Esas notas se destacan con fuerza cuando tiene el pelo tomado, allí su rostro y su belleza crecen imperativamente. Nicholas Gage define los ojos de María como “bizantinos”. Pier Paolo Pasolini debe haber computado todo esto cuando la convenció de ser su Medea (1969). Me pregunto de golpe: ¿Qué hacíamos con la tía mientras Callas y Ari consumían langostinos y Chateau Lafite a bordo del yate? Tengo el recuerdo de un garage con un portón de madera de cuatro hojas sin ventanas que se usaba como taller. La tía era modista y yo solía estar allí con ella. Recuerdo una lata llena de rollos de hilos de todos los colores, agujas, dedales y tizas. Paños de trama escocesa y una amplia escuadra de madera. La tía cortaba telas mientras me contaba cuentos. A veces se tenía que rectificar si el final era triste para que yo no llorara. Ocho décadas después no es mucho lo que ha cambiado. Vivimos en historias ajenas, nos involucramos, discutimos. Seguramente esas vidas nos fascinan porque no son las que nos tocaron a nosotros. Relatos, libros, películas, componen esa especie de mundo sustituto donde seguimos enredados pese al paso del tiempo. Callas y Onassis son una iconografía perfecta para la nostalgia. En aquel tiempo en que la soprano y el armador griego brillaban -allá por los años 60- la tía y yo nos permitíamos soñar.