Por Román Ganuza

“Como si Malintzin hubiese decidido seguir vengando su infancia

sacrificada refugiándose en la oscuridad histórica, o como si hubiese

concluido que había sido de tal magnitud su trayectoria y su epopeya que

ya sólo la ficción, la novela y el teatro, la literatura que retoma las

realidades y las transforma con los filtros del imaginar y de la quimera,

pudieran dar cuenta cabal y auténtica de ella. Su dificultad estriba, pues,

en su silencio y en los mitos que genera el silencio”

Georges Baudot

Qué difícil es pensar todo aquello como contingencia, como ocurrido por azar. La historia sabe hoy que él no hubiera sido sin ti. Pero tú ¿hubieras existido sin él? Escucha como suena quinientos años después la alborada de tu propia leyenda, los sucesos que te anuncian cuando suena el nombre de Hernán Cortés. No lo imaginabas cuando no eras Malintzin, cuando te llamabas Mallinali, pero tu vida estaba aguardando -no sabré decirte si para bien o para mal- a ese hombre que venía por mar para erigir contigo la porción más deslumbrante de la historia en una finta de temeridad y fortuna. Cortés llegó hasta donde estabas un poco avanzando y otro poco huyendo. Debía una muerte consumada en las agobiantes tardes de Cuba, a donde arribó con 19 años para arriesgarse noche a noche por los naipes y las mujeres. Le debía también una grave desobediencia a Diego de Velázquez, el Gobernador de la isla que lo había perdonado cuando ya lo enviaban de vuelta a España por aquel crimen a punta de espada. Pese a ello y para su suerte Velázquez le ordenó a Cortés marchar hacia esas costas mexicanas donde vos, Malintzin, cuidabas cautelosamente tu vida, tu huipil -única herencia de tu madre- y tus amorosas gallinas. Cortés debía explorar territorios que podrían añadirse a la capitanía General de Cuba, para el agrado de Dios, a quien se le prometía ir con la Palabra y para dicha del Emperador Carlos V, a quien se le prometía volver con el oro. Cuando Velázquez advirtió -o le advirtieron- que Cortés era un error, era tarde. La revocatoria del Gobernador no fue atendida, el capitán tenía las naves listas y la decisión tomada. Así se confirmó que Cortés era tu destino. Ya habían fracasado allí Hernández de Córdoba y Juan de Grijalva bajo las flechas y las piedras de tu sufrido pueblo. En esas mismas aguas ya habían naufragado Jerónimo de Aguilar y Gonzalo Guerrero sin que se supiera más nada de ellos. Pero Cortés tuvo vientos benignos y cruzó el caribe hacia las tierras mayas del Yucatán, cercanas y desconocidas. La noche del 13 de marzo de 1519 él y sus quinientos hombres acamparon en las afueras de Potonchan, actual estado de Tabasco.  Planificó aquel ataque contra tus guerreros que la historia evoca como batalla de Centla, sin sospechar que al día siguiente iba a obtener mucho más que el triunfo. Te iba a tener a ti, Mallinalli Tenepal, Malintzin, Malina o Marina, en definitiva, Malinche. Tras la derrota, tus caciques te ofrecieron como signo de paz. Pasaste a manos de los españoles junto con frutos, mantas y joyas. Cortés no tardó en verte y en ver que eras la llave que le abriría el paso a México Tenochtitlan, a la riqueza y al pedestal de la historia. Vencida, tu ciudad pasó a ser la segunda zona continental bajo dominio español y la primera victoria militar de los invasores. Allí se avivó en Cortés el sueño de lanzar su propia ruta, el itinerario más inverosímil de la conquista y el mayor contraste cultural que las crónicas registren. Todo eso fue posible gracias a tus habilidades, Malintzin, que desde entonces fuiste -o te impusieron que fueras- Marina, bautizada y cristiana, pero cautiva y esclava.   

     

“…yo, el cincuenta y ocho veces nombrado

Jerónimo de Aguilar, el hombre que fue

 amo transitorio de las palabras, y las perdió 

en desigual combate con una mujer…”

Carlos Fuentes (Las dos Orillas)

 

Jerónimo de Aguilar, el hombre que llegó a odiarte porque no te pudo tener era, como vos, Malintzin, un traductor. Había estado ocho años en poder de los mayas cuando Cortés lo rescató. Vivía como uno de ellos, sembrando y cosechando, hasta que pasó al servicio del capitán. Pero al cabo de la batalla de Centla, cuando los caciques te entregaron, Cortés te indicó que te ubiques detrás de Alonso de Portocarrero. Fuiste un obsequio para ese oficial, aunque Aguilar también te deseaba, como quizá te deseaban todos los españoles que aquella mañana te vieron. Fuiste mujer de Portocarrero hasta que el capitán vio lo que Aguilar ya había visto: que eras distinta no solo por lo bella. Tenías, además, un poder: desde tu infancia habías sido sucesivamente raptada, vendida o entregada y dominabas varias lenguas locales. Cortés no tardó en ver que le podías ser tan útil como Jerónimo e incluso más si aprendías el castellano, y a ti Malintzin, te gustó esa idea, por eso te apuraste a mostrarle que podías hacerlo. Pronto mandó Cortés a Portocarrero en misión a España, tras lo cual te llamó a su tienda para que pasaras la primera noche con él y alumbraras así una raza. Finalmente le ordenó a Aguilar que te enseñe la lengua de Castilla ¿Cómo no iba a odiarte ese hombre, si ya te había perdido en el reparto y te tenía que enseñar lo único que te faltaba para suplirlo? Jerónimo quería seguir siendo la voz de Cortés ante los pueblos nativos del imperio, quería llegar a Tenochtitlan y ser quien le transmita al huey tlatoani, el gran Moctezuma, lo que Cortés tuviera para decir en aquel encuentro nodal de la historia. Pero fuiste más astuta, más capaz y más fuerte. Carlos Fuentes imagina el lamento póstumo de Aguilar: “…Pero rencor y envidia – ¿Cómo iba yo a triunfar sobre quienes me los provocaban, él y ella, ¿Cortés y La Malinche, la pareja que pudimos ser ella y yo? -…” (1). Y suponen, tanto Fuentes como Laura Esquivel (2), que le quitaste a Aguilar algo más que un lugar al lado del Capitán: le impediste traicionarlo. Esa impunidad del traductor que vos, Marina, usabas para mesurar la palabra de Cortés frente a los caciques, atenuando su arrogancia, Aguilar la usó para encresparlos y ofenderlos. Porque, según creen estos autores, Aguilar quería hacer caer a Cortés. Fuiste entonces más importante de lo que puedas haber imaginado, porque advertiste que el capitán necesitaba más acuerdos y alianzas que batallas. Ninguno, entre su iletrada tropa, hubiera hablado cinco idiomas antes de cumplir los veinte años, ninguno de ellos hubiera entendido que traducir es interpretar, saber lo que quiere expresar el otro y el tono en que debe hacerlo. 

“Y como doña Marina en todas las guerras de Nueva España, 

Tlascal y México fue tan excelente mujer y buena lengua,

 como adelante diré, a esta causa la traía siempre Cortés consigo” 

Bernal Díaz del Castillo “Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España”

 

Fue Bernal quien le agregó el “Doña” a tu nombre. Quiso decirte dueña, conductora, ama de voluntades. Con malicia, filólogos e historiadores creen que Bernal te elevó para elevarse. Por algo dice Fuentes que Bernal Díaz del Castillo fue el primer novelista de América, porque en su vejez, afincado en Guatemala y a cincuenta años de lo ocurrido, se permitió “soñar el pasado” al influjo de los libros españoles de caballería. Te imaginó hija de la nobleza nativa, te narró casi como a una princesa, él, uno de los que fue a México para esclavizarte. Bernal escribió a medias entre lo que recordaba de los hechos y el arrepentimiento de haberlos llevado a cabo. Pero es cierto que los códices te retratan en altas funciones y ratifican tu centralidad. Lo ratifica también el odio de quienes te reprochan haberle servido de manera decisiva a Cortés y a la corona española. “Doña Marina” significa que habrías escalado desde el vasallaje físico hasta el señorío político.  Y si tu culpa alimenta una forma de la historia, tu historia hace vacilar las variadas formas de tu culpa. Dice Bernal -y no solo él- que no les debías nada a aquellos a quienes habrías traicionado. Entregada, abandonada, vendida, pequeña Mallinalli, cuando no entendías por qué: “…y murió el padre quedando muy niña, y la madre se casó con otro cacique mancebo y hubieron un hijo, y según pareció, querían bien al hijo que habían habido; acordaron entre el padre y la madre de darle el cargo después de sus días, y porque en ello no hubiese estorbo, dieron de noche a la niña a unos indios de Xicalango, porque no fuese vista, y echaron fama que se había muerto…” (3). No hiciste tuya la causa de Cortés, pero tu causa, que era sobrevivir, encontró en Cortés la bandera. Bandera que fue creciendo cuando él te dio honores, bienes e hijos. Corriste con él los riesgos porque te dio un lugar y porque su mano no iba empuñar el pedernal que te abra el pecho. “…Una simple flecha de caña y obsidiana en el pecho de Cortés sería mi perdición; sin embargo, no me asustaba la idea de que mi vida dependiese de la suya, porque no la concebía sin él…” Pero él no fue bueno ni piadoso con tu pueblo y esa culpa te arrastra el nombre. Fuiste por ello “La Chingada” (4), lastre sexista que implica a la mujer en la violencia padecida. Chingada, que alude a quien consiente la burla y el abuso, a la que se vuelve cómplice de su propio vejamen. Zoncera cruel que te demoró en el desprecio. Chingada, poseída por el enemigo, pero entregada por quien no la pudo o la quiso defender. Bernal parece haberte entendido.  Fue él quien, como escolta, con armadura y arcabuz te acompañó por el río hasta tu pueblo, Oluta, donde quisiste recuperar o reconocer tu pasado (5): “…Cuando, años después, siendo yo poderosa, vino mi madre a postrarse a mis pies, aterrada, pensando que mi venganza la hundiría, le ofrecí un perdón al que no parezco tener derecho alguno…” (6).

“…Y fue elegido Hernando de Cortés, por la gracia de Dios,

 para ensalzar nuestra fe y servir a su majestad, como adelante se dirá…” 

                         Bernal Díaz del Castillo “Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España”

 

Al retratarte en sus memorias, tal vez quiso decir Bernal -aunque no lo haya dicho- que ya en la tienda de Cortés iniciaste la contraconquista. Le enseñaste tu acento y tus comidas, la fecundidad de tu sexo y de a poco, tu injerencia indispensable. Todo indica que lo amaste, que tuviste con él un placer mayor que el placer de dar placer, heredado y misional. En la naturalidad de tu amor esclavo tuvo Cortés otra pregnancia de tu cultura y fue a su pesar otro hombre. Te bautizó el fraile Olmedo solo para que los servicios de tu cuerpo no manchen la cristiandad del Capitán, pero él fue torciendo en tus brazos ese abuso falazmente legitimado. A la violencia apropiadora la cruzaste de íntima libertad: “…No entendí las formas de consideración y respeto que se imponían (los cristianos), desfigurando instintos naturales y simples como si fueran indignos o despreciables. Me pareció que había mucha falsedad en aquella forma de tratarse el hombre y la mujer.  Nuestras costumbres correspondían a nuestros deseos de modo más coherente…” (7) Si tu amor por él se fue cocinando en el fuego de la lealtad al amparo y el reconocimiento, llegó el punto en que todos esos sentimientos se volvieron uno solo: “Aunque yo no hubiera sido india, no me habría atrevido a intentar que él me perteneciese. Y cuando dejé de ser un presente ofrecido para aplacar su ira, por no decir una esclava o un botín de guerra como lo fueron tantas otras, cuando mi posición y mi fortuna me permitieron librarme de humillaciones y desprecios, y pude mirar a los demás con altivez, en mi fuero íntimo me seguí sintiendo su sierva.” (8) Marina, fuiste tanto para Cortés que en sus “Cartas de Relación” al emperador Carlos V, él te tuvo que ocultar hasta casi negarte. Se hubiera avergonzado de tu importancia, y tal vez de Martín, el descendiente mestizo que hiciste para él en tu vientre. India, joven y mujer, demasiado para un tiempo brutal y vulgar que solo fascina a la distancia. Enfrentaste la perspectiva futura en franca desventaja hasta que tu herencia trascendió la disputa. Octavio Paz designó a los mexicanos como tus hijos. Tu saga computa lo horrendo y lo maravilloso, la polémica y el misterio, la crónica y el arte. ¿Fuiste la desertora que le entregó México al español? ¿O fuiste el auxilio para que varios pueblos, utilizando a Cortés, se liberen de la aterradora tiranía mexica? ¿Fuiste la feraz traidora de tu patria o su sutil fundadora? ¿Fuiste totalmente la autora de lo que fuiste? Quizá tuviste, Marina, un destino involuntariamente grande, que no alcanzaste a dirigir. Ya ves, la historia te eligió para su servicio, y tanto en la absolución como en la condena el tiempo ha decidido retenerte. Mi carta, abrumada de voces e inferencias, solo le puede sumar un fracaso más a la añeja ilusión de escucharte.

 

  1. Carlos Fuentes “Las dos Orillas”
  2. Laura Esquivel “Malinche”
  3. Bernal Díaz del Castillo “Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España”
  4. Octavio Paz “El Laberinto de la Soledad”
  5. Foto: María Mercedes Coroy como Malinche en la serie del mismo nombre
  6. Carlos Laredo Verdejo “La Intérprete de Cortés”
  7. Carlos Laredo Verdejo “La Intérprete de Cortés”
  8. Carlos Laredo Verdejo “La Intérprete de Cortés”
  9. Matthew Restall “Cuando Moctezuma conoció a Cortés”

 

 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *