Por Román Ganuza

“Me negué a ser un tonto bailando sobre las cuerdas que mueven esos patanes”. En la vejez, Vito Corleone (Marlon Brando), ensaya ante su heredero Michael (Al Pacino) esta justificación de su vida casi en clave de disculpa. Está padeciendo pequeños olvidos, toma alguna copa más de lo habitual y se solea mansamente cerca de la pequeña huerta. Su voz cavernosa sella una sabiduría cruda y cansada. Michael es el menor de sus tres hijos y es para Vito, justamente el que no debió haberle sucedido a la cabeza de su organización. El viejo le confiesa que había imaginado otro destino para él: “…Senador Corleone, Gobernador Corleone, pero no nos alcanzó el tiempo…” Así se lamenta el patriarca crepuscular en la escena que preludia el tramo final de “El Padrino” (Francis Ford Coppola, 1972). El tema resuena como un leit motiv desde el propio comienzo de la película y se proyecta sobre sus secuelas II (1979) y III (1990). En la primera, al concluir el estilizado desfile de los créditos, Vito Corleone, en medio de una fiesta familiar, recibe en su despacho al funebrero Buonasera (Salvatore Corsitto) quien viene a pedirle que haga justicia con dos jóvenes que intentaron violar a su hija. Sabe que Corleone cuenta con esbirros capaces de matar y le pregunta sin matices cuánto dinero quiere para encargarle la vindicta. La visible contrariedad del Padrino ante este personaje, exhibe desde el principio dos cuestiones nodales del drama mafioso. Buonasera, que prosperó económicamente, evitaba aproximarse a los Corleone antes de que el sistema judicial lo decepcionara dejando en suspenso la condena a los agresores de su hija. Ahora le toca recibir una aleccionadora ironía de parte del Padrino: “… encontraste el paraíso en América… ¿eh?” A diferencia del funebrero, Vito Corleone descree de institución alguna, salvo “la famiglia” en tanto que reducto defensivo y sagrado. La ilusión de pertenencia cívica, profusamente activada en los EEUU de su tiempo (1946), no lo ha confundido. Atada a ésta, sobreviene la segunda cuestión que Buonasera pone sobre la mesa. Al dirigirse a Corleone como a quien presta un servicio que cualquiera podría contratar, ha golpeado un flanco sensible: “…vienes a mí, me pides que haga justicia, pero no lo haces con respeto, no me ofreces tu amistad… y ni siquiera me has llamado Padrino…”. Luego de inclinar la cerviz y besarle la mano a su nuevo protector, el dueño de la funeraria se retira. Vito recomienda entonces a los hombres elegidos para esta retaliación que no se excedan porque: “…no somos asesinos a pesar de lo que crea este enterrador…” El desprecio ha cambiado de lado, Corleone se siente superior no por más fuerte, sino porque Buonasera es uno de los que “bailan sobre las cuerdas”. Vito no necesita ni más dinero ni más poder, y ya mueve algunos hilos. Lo único que le falta tiene que ver con el prestigio. Para ello intentarán él y su hijo Michael, a lo largo de toda la saga, cruzar la frontera para afincarse en la legalidad. No lo harán con el paso redentor de quien cree que debe cambiar de valores, métodos o compañías. No será tampoco con la ingenuidad del funebrero, que se creyó un miembro social amparado y tenido en cuenta. Lo que ambos Corleone esperan del campo legal es una preciada cosa: la respetabilidad. 

Cualquier iniciado en ciencias jurídicas ha escuchado que, en última instancia, derecho es fuerza. Más afinado, el cantar freudiano sospecha que la ley es la paz impuesta por el vencedor. Hay en las sociedades humanas una inevitable y primigenia colisión y el más fuerte impone las condiciones para que el sometido respete sus prerrogativas. Los que ganan escriben la historia y también las leyes. Vito Corleone ha aprendido con el cuerpo la fina diferencia entre legalidad formal y poder de legitimación. Como ejemplo, en una acción no imputable de ilegalidad, la policía libera la custodia del hospital donde Vito convalece luego de recibir cinco disparos que no alcanzaron a ultimarlo para que sus enemigos puedan terminar de una vez con él. Una circunstancia fortuita lo impide. Michael, que se resistía a participar en los negocios de la familia, llega al hospital, advierte la anomalía y se hace cargo. Debe improvisar y lo hace con ingenio y valor salvando la vida de su padre. Michael se diferenciaba de Vito hasta el punto de haberse alistado como voluntario para la segunda guerra, de la que regresó como héroe. Pero este episodio en el hospital inicia de manera impensada su propio itinerario de mafioso. Seguirá el modelo paterno abonando la fuerte connivencia entre lo legal y lo ilegal sin dejar de apreciar la diferencia. Jueces, políticos, y funcionarios policiales formarán parte del extenso entramado que deberá conducir antes de lo que suponía, aunque le seguirá quedando pendiente salir definitivamente de la zona punible.  

Ya en la versión II de 1979, otra vez durante una fiesta en la mansión de Nevada junto al lago, Michael Corleone, en su escritorio de joven Padrino, es extorsionado por el histriónico senador Pat Geary (Gervase Spradlin), un político explícitamente corrupto, que le pide por una licencia de juego diez veces el valor real más una jugosa participación mensual en las futuras ganancias de un casino. Geary cierra su exigencia advirtiendo a Michael que negocia con él, pero desprecia a los suyos, a quienes retrata como “esos italianos engominados que visten trajes teatrales y relojes de oro”. Su reclamo final es que en lo sucesivo no se comuniquen más en forma directa y lo hagan a través de un enlace porque no quiere verse relacionado con este tipo de gente. Agraviado pero sereno, Michael le contesta que: “…ambos formamos parte de la misma hipocresía…”. Late en el impacto ese afán de igualación que todavía no ha sido saldado. Geary cae finalmente a los pies de Corleone por un hecho ocurrido en un prostíbulo propiedad de Freddo, hermano de Michael. Más comprometido con la mafia que lo encubrió, mantiene sin embargo su cómodo status de legislador mientras que Michael queda expuesto ante los embates parlamentarios que investigan el accionar mafioso. Por un pelo, gracias a su ingenio y a su falta de escrúpulos, se salva de la prisión. Pero la deuda consigo mismo, que supo ser también una promesa conyugal vencida, es que la familia (Corleone) sea por fin “legal”, y, por ende, respetable.   

El Padrino III, capítulo de cierre exhibido en 1990, presenta a Michael Corleone en su madurez coronando un largo esfuerzo por “blanquear” su dinero y dejar atrás las actividades ilegales. Se traslada a Roma, puntualmente al Vaticano, donde negocia su incorporación como accionista principal a un conglomerado inmobiliario europeo fuertemente vinculado a la iglesia. El personaje que viene a empalmar con lo que antes representaban Buonasera o Pat Geary, es el de Don Luchessi (Enzo Robutti), un oscuro líder empresario que maneja la corporación desde las sombras. Luchessi es un mafioso “en blanco”, sus procedimientos son siniestros e inescrupulosos, pero están amparados por la coraza de la legalidad. Micheal Corleone sabe que en este mundo de las finanzas “cuanto más arriba llego, peor es”. El paisaje de la cima es aún más abominable porque exhibe la misma ferocidad humana pero blindada por el prestigio. Por eso la cruzada de los Corleone no es una batalla cultural que oponga la pasión de lo tribal a la razón de la “polis”. Tampoco es una disonancia de tipo ideológico porque la mafia honra y optimiza el principio motriz de la dinámica económica, consistente en hacer la mayor cantidad de dinero en el menor tiempo. Es incluso más eficaz porque acorta el camino con su poder de fuego. Cuando el sobornador Corleone, en su sueño de lograr la legalidad, alcance el rango de sobornable, también habrá ahorrado los costos, aunque empiece a necesitar más abogados que matones para soldar la envoltura respetable de su negocio.

De Buonasera a Luchessi, Corleone acumula razones suficientes para pensar que su organización está hecha a imagen y semejanza de la sociedad donde puja por abrirse un espacio. El poder de presión que algunos ostentan para diseñar la ley y controlar los grados de su aplicación, no difiere tanto de ese poder de coerción que usan los Corleone y que interpela la génesis misma de lo legal. ¿Podrían los mafiosos ir más allá y presentarse como una ínsula de transparencia, donde el juego de intereses no simula la probidad de sus procedimientos? Más allá de las gestualidades de corte italiano que insinúan un tratamiento romántico, Vito y su hijo encarnan una rebelión tenebrosa a la vez que severamente racional. Luchan por tomar los hilos y no bailar en la cuerda. Se los puede vencer, se los puede matar, pero no se los puede engañar. Un cinismo áspero los previene de cualquier seducción externa. No creen en “amigos” de afuera y cuando hay una traición interna, ponen a todos bajo sospecha porque saben que sus hombres trabajan por el dinero y basta una mejor oferta para que giren el revólver hacia otro blanco. También saben que la profesión de respeto que procuran es el extremo de una mascarada, pero la necesitan para ser menos vulnerables. Esto gravita más que la autoestima lesionada del rico advenedizo ante el de casta. En la trilogía de Francis Ford Coppola, los Corleone van amasando una rara empatía que se basa en esa épica del descreimiento. En los ajustes de cuentas por las interferencias extrañas o por las deserciones de adentro, cada raid de crímenes ordenado por el padre y el hijo, destila un extraño sesgo de higiene y hasta el encanto de los actos justos y liberadores. Es esta interpolación, que vuelve a los Corleone siempre preferibles a sus adversarios, la sentencia inquietante y profunda que nos acecha desde la pantalla.

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