Por Martín Ardohain 

Con 16 años me llegó la oportunidad de ver a Los Redondos en La Plata. No podía dejarla escapar; a esa edad, el fanatismo que uno podía alcanzar por las cosas, visto a la distancia, es cosa seria.

Unos días antes fuimos a comprar las entradas a la disquería “La Vitrola”. Ya  conocía a los dueños por haber ido a comprar varios cassettes, apenas desde un tiempo atrás…¡ buena gente esa!

El día del recital fuimos con el Negro Juan Manuel, que en el Redondómetro me ganaba por varias cocardas, y creo que en definitiva fui a ese show gracias a él. Militante inclaudicable del rock, nos llevó en aquellos años a esbozar una bandita para hacer un poco (únicamente) de ruido y canalizar, por ese lado también, la efervescencia que la juventud conlleva.

Llegamos a la puerta, y ¡literalmente explotaba de gente! Había unas vallas que marcaban para qué lado había que ponerse a hacer la larga fila. La rambla de la 13 estaba colmada. Mucha birra, mucho humo… mucha policía… ambiente de cancha… olor a faso, a choripán, y nosotros no sé por qué, pero de acá para allá, moviéndonos rápido entre las sombras, tratando de pasar desapercibidos. Una vez adentro, nos sentamos en las gradas de esa cancha de básquet devenida esa noche a Templo y – como inexpertos – nos pusimos a plantear estrategias para no perdernos y otras para encontrarnos, si eso pasaba. Recuerdo que tenía una gran intriga por conocer la magnitud de eso que llamaban pogo. Quedamos en que mientras estuviéramos en el “campo” nos mantendríamos con los brazos enganchados por los codos, tipo futbolistas en la barrera esperando un tiro libre… eso para no quedar uno por cada lado… bien de virgos de recitales.

 Las luces se apagaron y la gente explotó… ahí se me ocurrió decirle a Juanma que arrancarían con el tema con el que efectivamente arrancaron y el Infierno, ¡se volvió encantador! Cada tema era una nueva alegría. La banda no tenía en la calle más de un par de discos, pero nuestro corazón latía al ritmo de los que circulaban como inéditos… a esos les teníamos especial cariño, y aunque en verdad no recuerdo cuáles fueron los que tocaron esa noche, me parecía que cada uno de esos me regalaba ser parte de ese pasado cercano de la banda, ese del que tanto habíamos hablado y del que se alejarían, indefectiblemente, un poco más en cada show.

Qué decir del momento en que apareció el Indio… Nunca lo había visto más que en fotos (miles). Videos que, en ese entonces (si había), no estaban a mi alcance, y eso me significaba un gran interrogante. Ya lo idolatraba suficiente como para la emoción profunda. El tipo no paraba de bailar… con esas volteretas y ese “sacar el cuerpo para el costado”, como esquivando balas en cámara lenta… ¡lo veía como a un semidiós! Cualquier cosa que decía entre tema y tema (casi nunca dijo nada) despertaba el fervor y los gritos de la gente, quizás, simple y sencillamente porque eran cosas que llegaban como salmos: otro tuerto guiando a los ciegos. Entre tema y tema retumbaba “el Luca no se murió”… tan cercano aquel año, que gritarlo partía las gargantas y, oírlo, las almas. De la gente me acuerdo eso, y también que si te caías por alguna razón, no llegabas a tocar el piso, que se apuraban para ponerte de nuevo en pie. Muchas banderas argentinas, mil remeras de SUMO, y creo que la palabra que mejor definía todo eso era COMUNIÓN.

En la mitad de la misa se me acercó alguien bastante más grande que yo, que me proponía de manera muy insistente, cambiarle mi remera por la de él. Ni qué decir de la desigualdad del trato: mi remera negra, que me la habían regalado mis viejos hacía nada, era como la tapa de Bang Bang, pintada a mano, con la Luger (Parabellum) en el pecho, a todo color… y la otra bueno, la verdad no la quería mirar mucho para no alentar expectativas. El caso es que el tipo se puso tan pesado que me tuvo que rescatar mi amigo, cuando ya el trueque pintaba color arrebato.

Al final del show, advertencia del Indio mediante, se escuchaba que afuera había una guerra: corrida, tiros, y las piedras que empezaron a caer adentro desde las ventanas más altas. La noche terminaba con ese interrogante, y yo no entendía por qué.

Con los años que vinieron pude ver a los Redondos varias veces -paradójicamente- hasta su primer gran estadio, en Huracán del 93. Ya nada era lo de antes. La masividad se devoró todo aquello que le daba ese sentir especial a cada recital.

Me guardo siempre el recuerdo de ese, mi primer show, en el que mi amor eterno quedó consagrado. La remera también, con los signos del paso del tiempo, ya gris y con mil agujeros, la sigue teniendo mi hermano el Tavo… ¡y no podría estar en un lugar mejor! Y así como hay cosas que se desgastan con los años, hay otras de verdad imperecederas. 

Los Redondos en mi viaje, mis estrellas, MI LUJO.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *