Por Román Ganuza
Ser cinéfilo es cuestionar la majestad del tiempo. No porque se crea que el tiempo vaya a dejar de hacer su obra, sino porque se apuesta a su modo coral. Para eso se ha inventado el truco del cine. Y para eso lo consentimos. Como quijotes conscientes de serlo, colisionamos con la cronología reputada como real y con lo real reputado como superior o más serio. Hoy se publicó algo destemplado y macabro. Una noticia que quiere interceptar ese registro distintivo y caro de nuestra sensibilidad. Siento que es mi obligación rebatirla, aunque para ello tenga que replicarla.
Dice (la noticia) que Françoise Hardy desea morir, lo cual es imposible. Pero no se trata de una mentira, sino de una confusión. Quien la redacta transcribe algo que le pertenece exclusivamente al presente y esto conlleva una amputación que no admito. Dice también -probablemente con buena fe informativa- que la ex actriz y cantante solicita que su país habilite la eutanasia para librarse de dolores que ya ni la morfina puede calmar. A sus 77 años desea dejar la vida y teme que su notoriedad inhiba a cualquier medico de Francia dispuesto a ahorrarle más días horrendos.
No. Esa no puede ser Françoise Hardy. Debe haber un error. Sé dónde está ella y salgo a buscarla en su lugar irrebatible. Desde allí querrá auxiliar a mi desmentida. Mónaco, 1966. Estoy proyectando “Grand Prix” de John Frankenheimer, que he visto más de quince veces. A Françoise debo aguardarla hasta el minuto 41 de la película. Adelanto. El italiano Antonio Sábato encarna a Nino Barlini, segundo piloto de la escudería Ferrari en la ficción. La carrera terminó y ha llegado la noche. Radiante y en moto, Nino llega a una discoteca. Lo celebran, lo saludan, bailan con él. Nino se ríe hasta que gira la cabeza y cambia su gesto. Ha visto las piernas cruzadas de Francoise Hardy que está sentada en un sillón de caña. La película, sabiamente, demora su rostro.
Pollera corta de color natural y un bremer verde limón. Uno de los que bailaba se corre para que la cámara me regale a Françoise. Mirada resuelta, el generoso mechón de pelo tapando una de sus cejas. El pómulo acentuado, el mentón rectangular, los labios quietos y prominentes. Es una diosa diáfana entrometida en la noche. Su misterio es desdramatizado y amable. Es sugerente sin afectaciones ni poses. Françoise Hardy luce ese tipo de divinidad despojada y genuina. Nino se deslumbra al verla por primera vez. Yo me deslumbro siempre.
Corte al contraplano. Ahora Françoise sigue sentada y Nino se le acerca con arrogancia. Le quita una oscura boina azul. Ella no se inquieta, pero su pelo lacio y castaño cae armoniosamente. Este perfil suyo es rotundo. He evitado los subtítulos, pero sé que ella se muestra desdeñosa. Se niega a bailar, a fumar o a beber con Nino. Su gesto está más cerca del aburrimiento que de la altivez. Es algo connatural a su porte físico. Un nuevo plano entrega el color marino de sus ojos.
Diez minutos después, Francoise está sentada en los boxes del equipo Ferrari. Observa un cronómetro y anota tiempos de vuelta. Ha iniciado algo con Nino. Jeans, campera azul de nylon sobre los hombros, pulover de hilo color mostaza y nuevamente el pelo tapándole los ojos. Solo los labios escapan de esa espontánea envoltura. En esta toma, está acompañada por Eve Marie Saint y por Yves Montand, quien encarna al primer piloto de la escudería. Los caprichos de su cabello la ocultan y la confiesan a la vez. Hay algo suavemente salvaje en Françoise.
Avanzo. Sobre un pequeño y prolijo muelle, Eve Marie Saint e Yves Montand juegan a pescar en un lago. Nino y Francoise se les acercan en un bote a pedal. Su burlan de ellos y se ríen. Françoise no pedalea y sostiene una radio grande junto al oído. Viste una camisa rojiza a cuadros y un breve pantalón corto de jean. Estira sus delgadas piernas en diagonal al plano. Su postura es la de una libertad física gratificante. Se retiran de la escena Francoise y Nino. Montand y Saint se refieren a ellos. Los ven jóvenes y livianos. Maduros, añoran en la pareja del bote el tiempo de la belleza enhiesta. El consumo de sol y la gloria del cuerpo. Ahora François brilla fuera de campo. Estos comentarios completan su encanto.
Me corro hasta el minuto 150. Francoise y Nino disuelven su complicidad con la misma ligereza con que la encendieron. En sendas reposeras se sientan enfrentados. Están en la puerta de los boxes y un brilloso Ferrari de fórmula uno se ofrece como fondo del cuadro. Aclaran que a ninguno le importa mucho que la relación se termine. Françoise se levanta. Se va de la vida de Nino y también de la pantalla. Con sus jeans largos, con su figura delgada, con su congénito desenfado. Deja una estela especial.
Comparo fotos para la portada. Selecciono una. Imagino que la elegida corresponde a las pausas del rodaje o a la publicidad de la película, aunque no puedo saberlo. Sé que Françoise Hardy también fue cantante con algún suceso. Pero no la buscaré en otra parte. Para mí es la chica francesa de “Grand Prix”. La fugaz compañera de Nino Barlini. Sentencio que ella sigue allí, en esa vida de celuloide. Tostando sus piernas entre el mar y los autos de carrera. Soltando su pelo casi con desgano. Está a salvo, esplendida y joven. Sin la menor relación con una palabra como “eutanasia”. Lo que dice el diario -como acabo de demostrarlo- no tiene ningún asidero.