por Román Ganuza

Si creo estar seguro de conocer el “Martín Fierro”, en buena medida se debe a que no siempre se me ha invitado a visitar los textos que retroalimentan sus significaciones inmediatas. En tal dirección selecciono hoy dos autores emblemáticos: Leopoldo Lugones y Ezequiel Martínez Estrada han amplificado sustantivamente los ecos de la obra de Hernández. Hablar de un contrapunto sería cuando menos extemporáneo ya que “El payador” de Lugones es una pieza de 1916 mientras que “Muerte y Transfiguración de Martín Fierro” de Martínez Estrada data del año 1948. Es bueno acotar que se trata de dos entrañables amigos (1) Con palabra y propósitos fecundamente diferenciables, ambos le exprimen consecuencias a la obra gauchesca. En Lugones puedo ver al poeta apurando una exegesis al servicio de algo probablemente concebido a priori. Persiguiendo un efecto. Quiere erigir al Martin Fierro como la trama heroica nacional, convertirlo en el Cid argentino. Empeña allí la magistral desmesura de un tono en el que se respira al romanticismo literario y filosófico. De prosa más prudente, Martínez Estrada deja entrever la obsesión analítica y un uso metodizado de los conceptos que incluye influencias de la psicología profunda. Transita con mayor comodidad las sendas de la desmitificación y el señalamiento de las inconsistencias. No lo mueve la pasión sino la suspicacia. (Para lo que intento comunicar, conviene dejar en claro que el Martín Fierro se divide en dos partes: “La Ida”, publicada en 1872 y “La Vuelta” que corresponde al año 1879)

LUGONES

Altisonante, “El payador” suelta un postulado ambicioso. La poesía, dice en la introducción, tiene responsabilidad en la “formación de nuestra raza”. El concepto de raza en Lugones -siempre censurable por sus males inherentes- está todavía lejos de aquella semilla del infierno (2). Este celo en la construcción de un héroe local aparece más como aventura filosófico- política de un escritor cuyo ego había sido lastimado por partida doble. La tentativa se inscribe dentro de lo que se dio en llamar “el malestar del centenario” (3): Un temor al desarraigo de la creciente inmigración a la que se le recetaba una fuerte dosis de nacionalismo prefabricado. De ahí el recurso a la noción de verbo “fundante” en un tiempo que parece confiar en grandes poderes de la palabra publicada. La retórica era entonces necesaria y por lo tanto, era también acción. Procuraba transparencias implicando al “hombre de letras” en un bíblico rango: “…de tal modo que, en su propia condición magnífica de revelador, el poeta es, en gran parte, un agente involuntario de la vida heroica por él mismo revelada…”. Lugones lucha por hacer de Fierro esa referencia que sintetice sentido y proyecto. Despliega para ello las metáforas que le envidiaba el Borges escritor y un profundo dominio de la etimología. Su erudición es amable, se subordina al afán didáctico y torna muy grato el repaso de la saga pampeana. Así resume, por ejemplo, el paso del conquistador español por América: “… Por sus cubiletes fulleros pasó la mitad del sol desgranada en topacios, y la mitad de la luna cuajada en perlas. Que el mar fue primero, en verdad, el fortunoso corcel de su audacia…” Aunque su empresa se complejiza tratando de vincular lo “gaucho” con lo universal -especialmente en el capítulo conclusivo “El linaje de Hércules”- me resulta difícil resguardarlo de Borges y su implacable sarcasmo: “El culto argentino del color local es un reciente culto europeo que los nacionalistas deberían rechazar por foráneo.” (4)

MARTINEZ ESTRADA

«Muerte y Transfiguración de Martín Fierro» es un ensayo de calidad interpretativa. Disfruto aquí una serie de brillantes advertencias sobre la relación psicológica entre autor y personaje. Hernández es un porteño a contramano, reniega de su clase, toma partido por las causas del interior. El gaucho, soldado de los caudillos, ha quedado en la mira de los tiempos y los discursos entrantes a partir de Caseros (1852). Su suerte se desploma entre las sinuosidades de Urquiza y el escaso eco de un Alberdi visionario (1853): “El día que creáis lícito destruir, suprimir al gaucho, porque no piensa como vos, escribís vuestra propia sentencia de exterminio y renováis el sistema de Rosas. La igualdad en nosotros es más antigua que el 25 de Mayo. Si tenemos derecho para suprimir al “caudillo” y sus secuaces porque no piensan como nosotros, ellos le invocarán mañana para suprimirnos a nosotros porque no pensamos como ellos…” (5)

Frente a este Hernández movido en principio por la inquietud política, Martínez Estrada tiene ojo más que suficiente para detectar la autonomía de lo artístico. Porque Martín Fierro es en efecto un desterrado, una víctima de la leva ordenada por Martín de Gainza, Ministro de Guerra durante la presidencia de Sarmiento (1868-1874). Pero es también -y en forma más expresa- un temperamento que se completa a sí mismo en el desierto. La ruptura implicada por la deserción resulta tan apropiada al personaje que debilita inclusive el sesgo involuntario del acto. Hay un indisimulable júbilo libertario en esa nueva vida “ilegal”, tanto que Martínez Estrada sospecha en ello el ánimo oculto del propio autor. Solo allí puede cantarse lo esencial del personaje: “Mi gloria es vivir tan libre / como el pájaro del cielo; / no hago nido en este suelo / ande hay tanto que sufrir/ y naides me ha de seguir / cuando yo remuento el vuelo”. O la copla en la que invita a Cruz a vivir entre los indios: “Allá no hay que trabajar, / vive uno como un señor. / De cuando en cuando, un malón, / y si de él sale con vida, / lo pasa echao panza arriba / mirando dar güelta el sol”.

Correlativamente, sugiere el gran ensayista que semejante vena narrativa puede haber desbordado a Hernández llevándolo por rumbos no previstos en el plan de la obra. Va más lejos y sugiere que tal vez la idea original -tras devenir secundaria por el crecimiento novelístico de la historia- fue desplazada al personaje de Picardía, quien calca ciertos tramos de la vida de Fierro. Cohonestado con tal hallazgo, Martínez Estrada sentencia que, por los mismos motivos, la segunda parte de la obra es literariamente forzada o innecesaria. El precio que paga Hernández es un Fierro desdibujado que parece excusarse por lo mejor de sí. “La Vuelta” anuncia tenuemente la conversión del montaraz en jornalero, la desaparición del legendario dentro de una pampa alambrada.

En este punto se puede vislumbrar lo que constituye para mí la divergencia central entre ambas visiones. Lugones es lo suficientemente lúcido para advertir las concesiones que disminuyen a la segunda parte, pero se limita a una crítica del estilo. Porque la cuestión pone en juego esa etnocéntrica fe en el aporte sanguíneo español que prometía la cooptación cultural definitiva del mestizo:” Ahora bien, lo único que podía contener con eficacia a la barbarie, era un elemento que, participando como ella de las ventajas locales, llevara consigo el estímulo de la civilización. Y este es el gaucho, producto pintoresco de aquel mismo conflicto” Pero es muy claro que el drama desea clausurarse allí donde Fierro y Cruz ceden su voz por primera vez al narrador: “Y siguiendo el fiel del rumbo / se entraron en el desierto. / No sé si los habrán muerto / en alguna correría, / pero espero que algún día / sabré de ellos algo cierto”. De haber sido así, aquella premisa de Lugones se encontraría en serios aprietos ya que “el gen bárbaro” habría comandado el salto definitivo, que es la mudanza a la toldería. Sugiero que el personaje que le sobra a Martínez Estrada puede resultarle indispensable a Lugones. Y a propósito del nativo -palanca fundamental de toda la obra- es también en “La Vuelta” donde se explicita una visión categórica de su caso: “Es tenaz en su barbarie, / no esperen verlo cambiar: / el deseo de mejorar / en su rudeza no cabe: / el bárbaro sólo sabe / emborracharse y peliar”. Ya no es el mismo que movía esperanzas de hospitalidad al Fierro de “La Ida”: “Yo sé que allá los caciques / amparan a los cristianos, / y que los tratan de «hermanos» / cuando se van por su gusto. / ¿A qué andar pasando susto? / Alcemos el poncho y vamos” Estos desplazamientos contribuyen a ver en la segunda parte imágenes más oportunas para el proyecto que se iba a imponer luego de aquella jornada en los campos de Pavón (1861) donde las respuestas se adelantaron para evitar las preguntas.

SIMILITUDES

Los desgarros previsibles entre poética y política fueron un gran desengaño para Lugones y tuvieron parte en el curso que lo condujo hacia la funesta noche de 1938 en una isla del Tigre. Martínez Estrada, en cambio, padeció del defecto contrario, en tanto que abusó de la desconfianza. Sobrevivió muchos años a Lugones y fue testigo de importantes cambios en la vida política y social argentina. Las vio desde un prisma rigurosamente teórico que tal vez le cerró una mayor perspectiva. Entendió, pero no quiso comprender. Incluso la Revolución cubana, a la que se sumó personalmente entre 1960 y 1962, y que podría haberlo seducido por su confesa adscripción filosófica de cuño racionalista, no tardó demasiado en decepcionarlo.

Justamente, es en esta aptitud para la desilusión donde se van a reencontrar los dos grandes y disonantes amigos. En la jurisdicción de la historia que reúne a los solitarios lejos del panegírico o el monumento. Lo singular del caso es la irónica diferencia que los separaba a ambos del gran creador del “Fierro”, militar, diputado, y senador casi vitalicio. Protagonista avezado y versátil de las disputas argentinas, Hernández sabía por poeta, pero más sabía por político.

La riqueza fundamental de tantos matices -para mí como lector- se encuentra en la gran calidad analítica, expositiva o poética de aquellos autores y en lo que han documentado sobre la génesis de nuestra simbología. En la cuenta de Lugones, junto a excesos o caprichos, puede contarse sin duda el haber irrumpido desde la mayor jerarquía intelectual contra el snobismo europeísta. Omitiendo el tratamiento al nativo, su entusiasmo pugna por encontrar en la llanura algo más que males irredimibles y caracteres a extirpar, cortando así la línea tendida entre Echeverría y Sarmiento. Aun errático y apremiado, convoca a buscar claves colectivas en el lugar donde realmente vivimos y en lo que culturalmente hemos producido incluso desde la extrañeza o la inevitable influencia. Tampoco quiso centrar la epopeya en el militar patricio o en el letrado que esconde al exportador. Eligió lo que llamaríamos un “marginal” pese a que el tono elegíaco no alcance para disimular cierto alivio por su extinción. Ambos retos son todavía interesantes.

De temperamento más crítico y mucho menos encendido, Martínez Estrada tiene, dentro de su soledad empecinada, otro mérito de peso: haber indagado en aquella obra tan significativa las fuertes contradicciones que allí se reflejan, haber sacado a la luz muchas preguntas pendientes y los conflictos implicados en la localización de la identidad “gauchesca”. El devenir, sin duda, ha sido más indulgente con él –no siempre por las mejores razones- y algunos aspectos de su trabajo permiten inferir que la vertiente a la que adscribe aventaja en este punto a su rival. Libre de afanarse en la búsqueda o construcción de un “alma de los pueblos” la corriente liberal -tanto la progresista como la conservadora- seguramente cuenta con menos virtudes que las que se atribuye, pero con alguna más de las que se le reconocen.

Sin defecto de ello, hay fantasmas que no son fáciles de jubilar. Para muestra vaya esta reflexión de Abel Posse a propósito de la disonancia como rasgo común entre Martín Fierro y el Quijote: “En la conducta histórica de los dos países que han creado estos personajes, se puede encontrar una sorprendente correspondencia: El precio de la rebeldía es alto, pero el que la pierde, pierde su Ser”. (6)

Cualquiera sea el camino que se tome para laudar al respecto, creo, por haberlo comprobado, que a la luz de los dos grandes ensayos la relectura de “Martín Fierro” se convierte decididamente en una primera y fecunda vez.

 

(1) “Cartas de la Hermandad” Recopilación a cargo de Horacio Tarcus.

(2) Lugones no consintió forma alguna de antisemitismo. Incluso promovió desde la función pública convenios de reciprocidad cultural con el estado de Israel (“Los intelectuales y el poder” de Cristina Mucci).

(3) “Los males de la memoria” de Diana Quatrocchi Woisson

(4) “Discusión” de Jorge Luis Borges.

(5) “Cartas Quillotanas” de Juan Bautista Alberdi.

(6) “En letra grande” de Abel Posse.

Imagen: Retrato de José Hernández por Juan Carlos Castagnino (fragmento)