Por Román Ganuza

Un libro, uno más, se mete en mi casa. Quizá lo trajo el precio o la ubicación en el escaparate de una librería de usados: Es “La gran Aldea” (1884) de Lucio Vicente López, nieto del autor del himno e hijo del historiador Vicente Fidel. Luego, el comentario de algún compañero de trabajo me compele a adquirir una bonita reedición de “La pampa, costumbres argentinas” (1889) del francés Alfredo Ebelot. Los textos, que difieren en cuanto a tema, estilo y objeto, comparten sin embargo la edad y reflejan distintos aspectos de un determinado tiempo argentino. Fueron concebidos en medio de la fuerte transición que tiene lugar entre la batalla de Pavón (1861), que forzó el implante de un estado nacional “en el desierto argentino” (Halperin Donghi), hasta la crisis de 1890, primera sombra de la hegemonía liberal y diáspora de la tribu ochentista que diera luz a la Unión Cívica Radical. Si todo encuentro es una cita -como Borges lo quiere- sería mezquino atribuirle al azar este cruce con dos libros tan curiosos. Podría ensayar probables relaciones, vicio al que no he sabido renunciar.

                     En López me encuentro con un novelista apremiado. “La Gran Aldea” navega las frustraciones del amor juvenil en una sociedad que comienza a privilegiar el ascenso social casi con fiereza. El retrato es acentuado y el giro final ofrece una resolución de densa moraleja, con personajes cuya frivolidad compra el castigo de la tragedia. Se entromete el deseo personal del autor en la magnitud del contraste. La prosa de López se preocupa por invocar remisiones de erudición clásica en medio de algunos pasos narrativos propios del sainete. Refleja el lenguaje de una cultura diversa en el retrato de una sociedad que buscaba su propia voz. Pero también exhibe al crítico escondido en el novelista.

                     Alfredo Ebelot, por su parte, me entrega un minucioso y rico fresco de hábitos, técnicas y comportamientos propios de aquella pampa, enfocada como mundo ajeno pero pleno de esa fecundidad literaria que goza lo exótico para una perspectiva etnocéntrica. En cierto modo, el francés -participante de la primera campaña del desierto (1877) y arribado al país para dirigir la construcción de la zanja Alsina- me entrega el inventario de una cultura que él mismo contribuyó a erradicar. Su escritura es nítida y sirve sin descanso al objetivo de la narración.

                   En las aprehensiones de López se adivina el tinte filosófico, el narrador abjura allí del materialismo imperante en la “gran aldea”, anticipando lo que Julián Martel asentará en “La Bolsa” de 1890: una merma de las calidades humanas en el paisaje porteño. En cambio, la melancolía de Ebelot revela al científico, al antropólogo coleccionista, viendo cómo se esfuman preciosas piezas de un pasado particular e irrepetible. También queda sugerida una sutil extrapolación: Lucio Vicente López resuena como francés si atendemos al eco rousseauniano de una urbanidad pintada como pecaminosa y descendente o en su empecinado optimismo cívico de cuño ilustrado, que en nuestras latitudes toma el sesgo sarmientino. Su literatura y su filiación política acunan este interesante desacuerdo. A la vez, Ebelot refracta una postura intelectual muy argentina cuando su condición -océano de por medio- lo habilita sin complejos para retratar la pampa. También él se para sobre premisas encontradas, ya que su insumo literario, esa fascinación que anima a su narrativa, es la crónica de una pérdida, de un ocaso provocado.

                    Exhiben ambos una similar dislocación como autores informada por el hecho de que López parece recelar de la flamante urbe del mismo modo que Ebelot parece añorar la llanura deshabitada. Estos matices son una doble confirmación de que la identidad literaria se proyectaba ya como un conflicto de largo aliento, más gravitante que un mero problema de estilos. Confirmo que ambos escritores adscribieron, casi con fervor, a la cruzada civilizadora que se atribuyó a sí misma la prestigiada “generación del 80”. Sin embargo, presentan convergencias y diferencias altamente sugestivas respecto al tipo de inclusión que los retuvo allí. Mitrista el francés y alsinista el criollo, es significativo que ambos denotaran aversión por el seco practicismo que encarnaba Julio Argentino Roca. Y no es menor que la vertiente políticamente más exitosa de la experiencia autoproclamada como de “Paz y Administración” les quedara debiendo algo así como el correlato espiritual de aquel inclinado crecimiento económico. En todo caso, el roquismo transparenta la cruda relación entre intereses y prácticas, escandalizando al republicano candor.

               Mis dos escritores, al parecer, esperaban más, anhelaban los bienes concomitantes del progreso económico, aquellos que debían verificarse en la ética y la estética de la naciente cultura. Esta escisión de los decepcionados dentro de la totalidad conservadora aglutinada por el P.A.N, se refleja más activamente en López, a quien Juan Balestra (La revolución del 90)  destaca como una de las “personalidades” más visibles de la insurrección, detrás de Aristóbulo del Valle y Leandro N. Alem. También resulta más claro en sus prevenciones de cara al proyecto que la época le propone o impone a una sociedad que empieza a completase con el aporte inmigratorio. No se embriaga solamente con la posibilidad y sabe detenerse mejor que Ebelot en la apreciación de la dificultad. Véase el contraste:

               Discurso de Lucio López en la Facultad de Derecho de Buenos Aires (fragmento): “… ¿Cómo pretender formar, en una sociedad nueva, estanque inmenso en que se derraman todas las corrientes del mundo, una raza pura, selecta y letrada?  … Lo sé; nosotros, los contemporáneos, vemos la ola invasora que nos anuncia la inundación por todas partes. Esos grupos de hombres, mujeres y niños, que pululan en las riveras de nuestras ciudades, llevando todavía sus trajes nacionales, hablando mil dialectos y ninguna lengua, vástagos de germanos y de italiotas, de galos y de godos, inmensa polenta humana, constituirán sin duda las familias patricias del porvenir…”

                             Ahora leo a Ebelot en uno de los escasos paréntesis ensayísticos de su descripción pampeana: “A pesar de algunos lunares, de unas poquísimas preocupaciones de casta, que aparecen excepcionalmente en las manifestaciones de su sentimiento nacional, y que tiene heredadas, a veces de grupos exclusivistas de gallegos, a veces de tribus indias hundidas todavía en el período pre feudal, la República Argentina es seria y esencialmente organizada a la moderna. Tiene alma democrática. En esto reside su principal mérito y el secreto de su prodigiosa vitalidad. Es lo que le permite incorporar los elementos incoherentes que llegan de todas partes y amasarlos hasta formar un conjunto homogéneo.”

                                     Puedo ver cómo, incluso en la diferencia, comparten la visión de aquel destino paradigmático que, volcado alguna vez en el puerto de la post colonia que hoy gusta  llamarse  periferia, conservará su raro encantamiento. Se lo seguirá aguardando como a un advenimiento fatalmente necesario capaz de alinear en sentido progresivo la serpenteante sucesión histórica nacional y devolver alguna vez el júbilo a esa delicada franja, cuya fe cívica fue reiteradamente ultrajada.

                           Más allá de tales disposiciones de humor, la suerte editorial de ambos autores revela que a la literatura argentina de entonces le resultaba hondamente propio explicitar cierto universalismo que asegure el cobijo del canon, mientras que el extranjero solía aventajar al criollo en la observación de lo telúrico -como el caso de Guillermo Enrique Hudson- justamente porque no necesitaba acreditar un linaje que nadie iba a reclamarle.

                           Tal superioridad se ciñe al rigor naturalista, producto de una atención sobre las cosas que no requiere de la fantasía o el invento, lo cual se nota en la precisión costumbrista de Ebelot y en la indudable familiaridad de los entornos y situaciones que ofrece la reflexiva trazada por López a partir de su acuarela social. Si no tienen, ninguno de ellos, la estatura de un Sarmiento o un Hernández -y resulta claro que no-  es justo reconocer que sus textos no se dejaron afectar ni por el ardor del denuesto ni por el coqueteo con la coyuntura.  

                         Y llega el punto donde se filtra, a mi antojo, la convergencia mayor de los narradores que estoy visitando: los dos, en su escritura, retienen la encriptada objeción de sus propias expectativas públicas. Cumplen ejemplarmente la sentencia de Burckahrdt para quien el arte, frente a los tiempos, constituye esa primera ola que vislumbra lo que la filosofía y la política habrán de diagnosticar tardíamente y en ese orden.

                        Letrados eran López y Ebelot por su condición de profesionales (Ebelot es ingeniero y López abogado) periodistas, educadores, hombres públicos y finalmente “literatos”. Y es en el rango de las letras -su registro más autónomo- donde estos hombres mejor se confiesan a sí mismos las oscuridades de la ilusión moderna que ha desembarcado en el Plata. Hasta podría decir que en esos textos se libera algo no completamente reconocido por aquel ideario heredado que se condena a abonar sin descanso en estas tierras la germinación de lo fallido.

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