Por Román Ganuza     

Admiro el fuerte amor del Conde Drácula. Lo admiro por atormentado y radical. Tiene esa peligrosidad que lo acredita hondamente vivo. Drácula, deseante y deseado, es una incisión potente de la vida que no disimula cierto apetito de muerte. El Conde amante conlleva esa cualidad totalizante y su acto victimario es ampuloso y ritual. Honra lo poético que hay en su amor desgarrador y desgarrado. Su figura impera en esos extremos que movilizan al arte. La anemia de su mordedura eleva el sentido de la muerte, la confiesa como objeto final del amor sin freno. La muerte que él impone se hace placer definitivo. El Conde esgrime o sufre un amor colgado de la historia, acumula voracidad y rencor en su oscuro semen. Es una fusión exitosa y detonante: furor rojo sobre ternura blanca. Drácula: humo de encantamiento en la morbosa noche, féretro y a la vez alcoba. El Conde es esa cumbre donde el sexo realmente se satisface porque obtiene la extinción. Adoro el largo y maravilloso fracaso del Conde. Su enterrado viaje, sus hijos ciegos y alados, su modo reptil y su lánguido castillo. La sensualidad penumbrosa de sus habitaciones, su imperio irracional y zoológico, sus candelabros mortecinos, y por sobre todas las cosas, su infortunado amor letal. Él es -y no lo niega- la agencia de lo horrible en la carne misma del amor. Es una evocación disfrazada de relato, dualidad expuesta y desafiante. En su revolución literaria late el grito tardío de una cultura perdida. Drácula: el que desangra cuando ama porque ama. Criatura de Sigmund Freud y de Lord Byron, su trance es de incumbencia universal. Se inscribe bien en los problemas que edificó la antropología y habita para siempre en el rancio temor de las devociones aprobadas.

      Mina Harker es el sueño erótico y la utopía de Drácula. Está comprimida en la fuga conyugal que apenas les cedía a las mujeres la serena y despiadada Inglaterra de 1897.  Llora y ansía por su entrañable Jonathan que se ha ido en tren a Transilvania como agente inmobiliario. Ya en los Balcanes, un pueblo rústico y montañés le advierte a Harker que no siga. Le avisan que se encamina al encuentro del monstruo. El Conde lo aguarda en su castillo umbrío. Tiene 500 años, se convierte en animal, sorbe la sangre de la gente, no se refleja en los espejos y se espanta ante el crucifijo. El pueblo teme por Harker, pero más teme por sí mismo, por cualquier alteración de su economía imaginaria. Jonathan Harker, el prometido de Mina, es un misional del trabajo. De algún modo es el otro monstruo, el del culto a la obligación. Moderno por masivo, Harker es empleado, comisionista, corredor de compra y venta. Con británica terquedad arriesga la vida en el cumplimiento de una directiva laboral. Es flor y nata del capitalismo emergente. El contraste no puede ser mayor. Su insondable anfitrión, el Conde Drácula, es una velada mueca de resistencia procedente del otro tiempo de los hombres.

       Esta historia necesita un tercer personaje gravitante porque el autor se vale de dos mujeres para bifurcar dos formas del amor, la ascética y la orgiástica. Mina Harker tiene una entrañable amiga: La siempre pelirroja Lucy, que también está por casarse, en su caso con Arturo, otro burgués acicalado y mediano. Pero el hombre vampiro transita por Lucy en el indefectible periplo que lo conduce hasta Mina. Mordida e inoculada por el Conde, lo que recibe Lucy es el veneno orgásmico de la muerte. Va a morir pronto, pero va a gozar sin límites. Su rol de novia candorosa se vuelve bufonesco y corrosivo. Infecta y corrompida, Lucy da el salto que la lleva de la ilusión pueril a la carnalidad festiva. En el desconcierto de Mina frente a la transformación de su amiga, conviven la atracción y el espanto. Lucy queda atrás en el camino y es Mina Harker, conocida ancestralmente por el Conde Drácula, el punto de llegada. Ese encuentro entre Drácula y Mina tiene mucho de reencuentro. Un viejo itinerario de pasión, negado y temido, se abre paso entre la falseada atmósfera victoriana. El Conde Drácula se encabalga sobre siglos de deseo y la tensa castidad de Mina no puede resistirse a esa promesa torrencial.

     Sin embargo, Mina no recorrerá el camino de Lucy ni probará el amor más profundo, el verdadero. El amor del Conde Drácula con su franca inclusión de lo oscuro y su madura conciencia de la destrucción pasional. Ese amor es el sacrificio de la vida que se entrega en sangre. El delicado y trémulo cuello de la mujer invierte la eucaristía y reactiva la desatendida querella con la que el mal viene interpelando largamente al bien. Esa succión amorosa es el sacramento perdido, el que quedó lapidado debajo de la cultura. Un amor que, en su gestación y en su costo, se asemeja a una guerra. Resulta muy pobre Jonathan ante el atractivo inmemorial que el Conde pasea por los salones de Londres. A Drácula lo trajo la turbia brisa de la Europa Oriental, una tierra donde el misterio aún es cotidiano y posible. Harker, en cambio, la retiene a Mina en el tiempo desacralizado. Encarna el otro precio y la otra muerte, la del tedio condescendiente. Por eso el amparo de Harker es la ciencia arrogante de Van Helsing, ese fiscal de la racionalidad ceñido a lo correctivo. Una desabrida senda la aguarda a Mina en el corral cohabitante. Pero noche a noche podrá recordar que, ofrecida al afilado besar del Conde, pudo haber gobernado aquellas delicias de lo que denominan infierno. El triunfo medicinal y cívico de Harker y Van Helsing es un momento privilegiado en la escalada de la domesticación.

    Stoker, hábil narrador y buen ciudadano inglés de las letras, no ha resignado en el talle macabro de su genial personaje, ni cierta condición adánica ni la bella altivez gótica. Sobrenatural al fin, el Conde es el camino expedito hacia el éxtasis y la catástrofe. Su invitación complace dos direcciones del andar humano, la conocida y la oculta. Ese arte integral de Drácula arrasa con la medianía amatoria de cualquier mortal, no solo la de Harker. Incluso la renuncia final de Drácula a la piel de Mina, esa generosidad en la que se inmola, no deja de confirmar su estatura. Este último gesto también lo reconcilia con el mismo mundo que parecía asaltar con sus prominentes colmillos. Porque la dentadura del Conde es anatómicamente anómala pero filosóficamente cohesiva. El amor, tal como lo entendemos y practicamos, devora y se devora. El amante se alimenta del amado y lo consume. Cuando decide preservar a Mina, lo que Drácula pone a salvo no es su virginidad sino su cerco emocional, su metaforizada frigidez. Vela también, de modo inercial e involuntario, por la salud pública de Inglaterra. La novela tiende esta resolución bien inglesa que no se abstiene de escandalizar a la conciencia, pero se ocupa de agradar a la norma.

  Pero su personaje, el Conde Drácula, sabe escapar no solo del ataúd que lo traslada de Transilvania a París, de París a Ámsterdam y de Ámsterdam a Londres. El Conde se libera por sus propios medios de la tradición literaria que pretende apropiarlo. Se libera también de su autor, se deja versionar y vuelve siempre para recordarnos que la muerte, en su caso, es un estado indefinido e inquietante. Es un tipo de muerte que no muere. Su inhumación total es imposible porque su amplio poder significante bebe sutilmente la sangre del lector, lo transpone seductoramente a los paisajes más temidos de la vida. Mil veces clavaremos la estaca de madera acompañando la fe ilustrada del aburrido Van Helsing. Y otras mil veces el Conde volverá a abrir por la noche las ventanas de algún dormitorio agitando el turbulento fondo de nuestra naturaleza.

 

Foto de portada:

Jorge Rodó en “Drácula, el Musical” de Cibrián-Mahler

   

 

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