Por Román Ganuza

“Lejos de querer dar a su obra la apariencia de la realidad, el artista debería, por el contrario, evitar una precisión de estilo que le haría perder su más precioso aliado en el alma del espectador. Lejos de querer dar a éste la ilusión de la presencia material de un objeto, su espíritu debería consumir lo que pinta como el fuego consume un cuerpo sobre una hoguera; debería hacer desaparecer hasta las cenizas para no dejar subsistir más que la sombra indestructible, el ensueño inmortal”. Así escribe hacia 1843 el crítico y sociólogo británico John Ruskin, en su afilado texto “Los pintores modernos”. Parece una primera puesta en crisis de lo que se podría denominar “progresismo de la imitación”, supuesto que supo acompañar a la modernidad en forma implícita o abiertamente teorizada. Dicho de otro modo, el arte de la imagen o la representación visual habría transitado con paso evolutivo desde un estadio de inhabilidad para la asimilación y reproducción de la naturaleza hasta ese ideal cuya cima se habría alcanzado con la exactitud de la impresión fotográfica. Desde luego que esto es falso desde que el pintor griego Zeuxis, ya en el siglo IV a.C. pintó tan fielmente unas uvas sobre el cuadro que los pájaros se acercaron a la tela con intención de comérselas. Y más falso aún desde el momento en que nada obsta la cualidad artística de un Mondrian, un Kandinsy o un Jackson Pollock. Pero desmentir aquella idea es un problema no mucho menor que dejarla correr. Para intentar la búsqueda de alguna claridad en el tema, me conviene empezar señalando que no es un asunto inherente al desarrollo de la técnica del artista, sino a la finalidad que moviliza al ejercicio estético en cada tiempo y lugar del mundo.

     Un importante segmento histórico objeta esta progresión casi lineal y requiere ser explicado negativamente. El largo interregno medieval, que no solo incluye un distanciamiento con el naturalismo figurativo sino incluso determinada prohibición de la imitación (la iconoclastia), se resuelve con la cómoda idea de un tiempo oscuro y precario donde la aptitud artística habría sucumbido a una general barbarie. Sin embargo, en su riguroso libro “Historia de Seis Ideas”, el profesor polaco Wladyslaw Tatarkiewicz me recuerda que San Agustín (354-430 d.C.) exige al artista todo lo contrario de la mímesis: “Si el arte ha de imitar, que imite entonces el mundo invisible, que es eterno y más perfecto que el visible. Y si ha de limitarse al mundo visible, que busque entonces en ese mundo las huellas de la belleza eterna. Y este objetivo puede alcanzarse mejor utilizando símbolos que representando directamente la realidad”. Leído esto, pienso que la aparente sencillez y economía del recurso simbólico o abstracto tal vez no esté denotando una ineptitud para la precisión figurativa. Es más, si aquellos artistas se atuvieron al reclamo del Obispo de Hipona, han encarado la realización de la obra bajo un impulso refinado. Este es justo el punto para retomar a Ruskin, quien en sustanciados párrafos me viene preparando para consolidar su tesis sobre William Turner (1775-1851), el pintor bisagra, el fundador involuntario de la pintura moderna.

      Inevitablemente, mi apretada reseña reduce y empobrece a Ruskin, pero necesito seleccionar dos momentos de su exposición que me ayudan a complicar todo esto: la primera es una referencia a la “sublevación” de Turner respecto al canon académico. Ruskin me enseña con maestría que en su etapa “veneciana” el pintor inglés todavía no se ha liberado totalmente del mandato figurativo. Sus tormentosas y agitadas luces asaltan las siluetas de los edificios, pero estos todavía son distinguibles, como también ocurre en la imagen de portada con partes del barco remolcado. En esa decidida liberación de los límites impuestos por contornos y figuras al que Turner se irá consagrando cada vez con mayor confianza, tanto Ruskin como otros ven algo más que una ruptura formal: allí hay un cambio de orden y jerarquías en la conceptualización del mundo y, especialmente, una sinceridad madura. Es en la luz, en su profundo imperio de reflejos y capturas, donde está la verdadera naturaleza de las cosas. El sol es la matriz de lo real, que es en última instancia un campo atómico y energético. Tal como la óptica comienza a demostrarlo justamente en los tiempos correlativos a los de Turner, los colores y las formas de los objetos se arman dentro del cerebro humano mediante un compromiso químico entre las distintas instancias receptoras y transmisoras de nuestro equipamiento fisiológico (1). No puedo afirmar que los hallazgos científicos hayan inspirado aquella nueva forma de pintar destinada a resolverse y reunirse en la percepción. Turner conocía la teoría de los colores de Goethe, pero ignoro si manejaba estos principios, aunque todo indica que ya eran materia de conocimiento para los impresionistas posteriores. Incluso Van Gogh con su recurso a las hebras de color abre la arquitectura intima de lo que en Turner es una laminación compacta. En todo caso, la construcción de la imagen está cambiando justo en el momento en que la propia noción de realidad se aproximaba -al menos en occidente- a su mayor detonación histórica (Heisenberg, Einstein, Planck).

     Y aquí viene el cine a hacer su aparición en 1895 -no muchos años después de la muerte de Turner- iniciando un camino que parece ir en sentido contrario a lo que sucede en la pintura. Porque si las vanguardias pictóricas de principios del siglo XX se alejan absolutamente de la obligación mimética y hasta proponen la disolución del punto de vista centralizado, el cine devuelve con creces al espectador aquella “impresión de realidad” (Metz), de base naturalista, tan atractiva, tan eficaz, y tan perseguida por la imagen anterior a la invención de la fotografía y el cinematógrafo. Siguiendo a Ortega y Gasset (2) parece haber una relación positiva entre la masificación de la imagen y la reducción de la sutileza perceptiva. Y retomando a Ruskin, este pedía el abandono de la “copia” porque la imagen sintetizada, deconstruida, o elíptica, quedaba en modo “a completar”, lo cual atiende a esa necesidad participativa de la imaginación que el crítico inglés reputaba como genética y saludable. El arte moderno, especialmente el de las vanguardias, exige y estimula ese trabajo que deviene una forma elaborada del conocimiento. Cinéfilo como soy –y lector en segunda instancia- me pregunto luego de esta visita libresca a las cuestiones disparadas por el disruptivo William Turner si el cine como formato no es en última instancia un cómodo sustituto y una regresión cognitiva. Un bloqueador de la imaginación. Las películas me fascinan sin culpa. Los libros no tanto, aunque me involucran en problemas agradables como este. Afortunadamente no tengo la solución, pero sí una vía de escape para esta noche: “Mr Turner”, película inglesa del idóneo Mike Leigh, filmada en 2014 con el infalible Timothy Spall interpretando al artista objeto de estas tímidas disquisiciones.

 

 

  • Jacques Aumont “La Imagen” / Osvaldo Fustinoni “El Cerebro y el Arte Moderno”
  • José Ortega y Gasset “La Deshumanización del Arte”
  • Imagen de portada: “El Temerario remolcado a dique seco” William Turner, 1838.

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