Por Román Ganuza 

       Ella es hermosa de un modo diáfano, su piel es pálida y tersa. Él es francamente áspero, tiene un rostro barbado y curtido de sol. Ella detenta la dulzura, el esgrime la distancia. Son como la bella y la bestia. Ella es una mujer perdida y atrapada en pleno desierto mexicano. Él es un vaquero experto en paisajes y personas hostiles. Ella cree en Dios, él, en la fortuna. Ella está a punto de ser violada por tres villanos borrachos y desagradables. Él está a punto de salvarla de semejante horror. Ella tiene la espalda desnuda porque ya han empezado a desvestirla mientras se reparten un jarrón de whisky. Él tiene la mirada oculta bajo el ala del sombrero porque ya ha decidido involucrarse. Ella está a merced de estos hombres, pero él, montado a caballo, aparece en un promontorio y observa la escena desde allí. Suelta dos disparos al piso con los que deja en claro que tiene decisión y puntería. Los villanos le proponen sumarse a esa sórdida fiesta y compartir a la víctima. El vaquero responde matando con facilidad a dos de los agresores. El tercero la toma a ella de rehén, le apunta con su revolver a la cara y le hace al vaquero una pregunta muy pensada por el guion: “¿Acaso la quieres para ti solo?”

       Don Siegel, el astuto director de esta película de 1970, cuyo gracioso nombre es “Two Mules for Sister Sara” (Dos Mulas para la Hermana Sara) me sobresalta primero con esta secuencia violenta. En el plano siguiente, cuando aguardo la respuesta del vaquero solitario y tal vez justiciero, la película me avisa que estoy viendo una comedia. Él, sentado en el piso con la espalda contra una roca, enciende un cartucho de dinamita con su cigarro. Lo lanza desde su posición y lo hace caer cerca del objetivo. El raptor huye y la dama, aterrada, se queda mirando la mecha encendida. El vaquero baja sin apuro por el arenal, se acerca, pisa la mecha con su bota antes de que llegue al explosivo y la termina de apagar con la boca, dándole una chupada. Ella lo mira. Él le indica que vaya detrás de un arbusto a cambiarse. Ahora sé que el vaquero no actuará como los villanos, aunque se muestre tan diligente para matar. A esta altura Siegel ya ha soltado lo suficiente como para pensar en la noble reciedumbre de él como un atractivo para ella, y al encanto de ella, como un premio para la generosa temeridad de él. Sin embargo, en otra travesura del director, la ilusión de que se vayan seduciendo mutuamente recibe un golpe. Cuando ella vuelve de los arbustos con la ropa ya puesta, me entero -y el vaquero también- que es una monja. Ahora Siegel modula mi frustración como espectador. ¿Por qué una monja? Esos dos estaban hechos para amarse. Es un reclamo que va a crecer con cada cuadro porque Siegel, táctico, fabricó una tensión tan complementaria como explosiva. Ella es Shirley MacLaine y él es Clint Eastwood. Ella tiene entonces 37años y él 40. Son Venus y Adonis en el desolado norte mexicano.

     Pero Siegel lo ha calculado todo. La monja Shirley Maclaine -a quien empiezo a conocer como la hermana Sara- le dice al vaquero Clint Eastwood –Hogan en esta ficción- que ella se dirige al norte en su mula flaca porque es misionera. Él, siempre económico y mordaz para responder, le aclara que va hacia el Sur, a la capital mexicana. Pero justo en ese momento divisan una partida de soldados franceses y la hermana Sara vuelve a necesitar la ayuda del providencial vaquero. Resulta que ella es una colaboradora del ejército nacional independentista en el México usurpado por la Francia del Segundo Imperio (1862 – 1867). La monja es buscada por los invasores y Hogan le prepara un escape a través de un arroyo para no dejar huellas. La prófuga con sotana lo sigue con su mula. El oportunismo histórico le permite a Siegel forzar la continuidad de esta relación que tiene tanto material pendiente. Los fugitivos comparten días y noches de travesía y aventuras en un paisaje deslumbrante. Siegel ha reclutado para ello a Gabriel Figueroa como director de fotografía. Talento infaltable del gran cine mexicano, rodea a los protagonistas con lo mejor de una potente geografía. La banda sonora que suelta con exactitud sus pinchazos de ironía, épica o suspenso, proceden del genial Ennio Morricone. Y el guionista es el para entonces muy rodado Bud Boetticher, quien escribe esos diálogos furtivos que no dejan caer el deseo a ambos lados de la pantalla. Lo que debe ocurrir, lo que pide el cuerpo de los actores, está restringido por el voto de ella y el andar libérrimo de él. En esas posturas se defienden ambos de lo que sienten. Pero la monja tiene a la castidad asaltada por lo sensual mientras que el vaquero intenta sostener una rudeza condenada a derretirse.

    Don Siegel va por todo en la película. El marco histórico le permite jugar con dos tópicos cautivantes. El vaquero Hogan, al mejor modo de Humphrey Bogart, termina jugándose por la causa correcta casi a desgano, ya que solo buscaba el dinero. La monja, que ya obtuvo la empatía por su belleza delicada, me muestra que además es una heroína política. Ambos luchan por la libertad de México. Siegel exprime este ingrediente de bajo costo para Hollywood, ya que la cruzada juarista es uno de las pocas sublevaciones que contaron con la simpatía -y algo más- de los EEUU. Llega también el temerario asalto al cuartel francés, con un montaje excelso que enlaza abordajes por los techos y los subsuelos, impecables seguidillas de explosiones, enfrentamientos a tiros y cuerpo a cuerpo con bayoneta. La película desarrolla todo esto en una danza despiadada y armoniosa, sumándole cine al cine. Pero su tema, de cabo a cabo, es la atracción erótica. Cuando México se libere de los franceses, algo más se habrá liberado. La gesta militar patriótica tiene aquí un correlato libidinal. Siegel, maestro del “timing”, me cuenta casi al final de la película que la monja no era monja y que trabajaba en un burdel. Otra vez, me hace trampa. Durante la primera parte de la trama, Sara no se hace la religiosa, lo es. Pero… ¿Quién se va a acordar? Vuelvo la película hacia atrás y me río. Este director ha armado una deliciosa estafa. El final disuelve los nombres de ficción. Ahora los que por fin se encuentran no son los personajes, sino los iconos Shirley MacLaine y Clint Eastwood, en un viraje que también estaba previsto. Ella lo recibe a él en una bañera colmada de espuma. Él se zambulle vestido y ella le quita el sombrero. El ultimo plano se ciñe al agua que cae de la bañera producto del desborde. Metáfora inconfundible y obsequio al espectador.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *