Por Román Ganuza

Acaba de salir uno de esos libros que llevo años esperando. Por fin Miguel Bosé ha publicado sus memorias. Hijo de la bellísima Lucía Bosé y de Luis Miguel Lucas González “Dominguín”, notable matador de toros español, Miguel es el fruto de un gran vértigo amoroso y de un cielo con infierno propio. Hijo de los flashes, la notoriedad y las tapas de revista, su nacimiento fue una novela y su vida se colma de familiaridad con interesantes personajes: Luchino Visconti, Pablo Picasso, Lola Flores, Helmut Berger, Amanda Lear, Andrea Rizzoli y tantos otros. Me llega esta novedad en pleno horario de trabajo. Hago llamadas sin pausa, descarto Internet. Temo ese cartón donde me avisan que no me encontraron y este libro amerita que aguarden hasta verme llegar. Pero no me van a entender, como no me entienden mis amigos libreros. Tranquilo -me dicen- no se va a agotar y ya te separamos uno. Yo no temo que se agote. Simplemente no aguanto un minuto más sin tenerlo. Me escapo y regreso a la oficina con el libro. Hay trabajo que hacer, no puedo leerlo hasta más tarde. Lo escondo en el primer cajón del escritorio (¡cuánto he madurado!). Personajes adorados y excesivos me esperan en esas páginas. Tengo confianza en este libro que Miguel Bosé ha titulado El Hijo del Capitán Trueno.

Copio de la página 33: “Soy hijo de dos animales de raza pura, bellos a rabiar, fascinantes, únicos e irrepetibles, con naturalezas extremadamente resistentes al dolor físico y más aún a las adversidades, de carácter indómito y personalidad apasionada, dominantes, curiosos y audaces, valientes, egocéntricos, elegantes, creativos, modernos, abiertos, de mundo, de la calle, con don de gentes, ambos urbanitas de raíces campesinas, de valores sólidos y tradicionales, no creyentes y destinados el uno al otro, la otra al uno. Esa es mi genética de base. Mitad español, mitad italiano, castellano y lombardo por exactos iguales. A partir de esa información, empecé a ser. Luego llegaría la vida, los misterios y muchas otras circunstancias.” Efectivamente, su madre Lucía Bosé, oriunda de Milán, con apenas 17 años gana el concurso de belleza italiano de 1947, antecedente importante por entonces para iniciarse en el cine. Hallazgo personal de Visconti quien la descubre atendiendo en una pastelería de Milán, en plena Piazza del Duomo. Deslumbrado, apenas al verla la define como un “animal de cine” y se la recomienda a Giusseppe de Santis para que debute en la pantalla grande. Lucía filma dos veces a las órdenes de Michelangelo Antonioni, otra vez para De Santis y también dos veces bajo la dirección de Luciano Emmer. Comparte el set con Isa Miranda, Raf Vallone, Massimo Girotti, Aldo Fabrizi y Renato Salvatori. Pocos comienzos en el cine son tan auspiciosos. Pero todo da un giro en 1955. El cineasta español Juan Antonio Bardem la convoca para que protagonice junto a Alberto Closas una gran película suya (que naturalmente vuelvo a ver): Muerte de un Ciclista. Lucía está en la gloria de su encanto. Una vez en Madrid le presentan al torero Luis Miguel Dominguín. El encuentro es volcánico y pródigo para el escándalo. Comienzo y fin para Lucía quien, enamorada, interrumpe su carrera y apuesta a formar una familia en esa España tan atractiva como ajena. ¿Cómo habrá sido la vida en la trastienda de estas estrellas del siglo XX? ¿Cómo no querer saber los detalles, los hábitos, las peleas? Siento que de algún modo me lo estaban debiendo y Miguel Bosé atesora todo eso. Quizá ha esperado a que su madre nos dejara en 2019 para publicarlo.

No pretendía que Miguel fuera un maestro del relato, pero su texto funciona mejor que bien. Ha estructurado sus recuerdos a partir de las casas y los lugares que se vinculan con las distintas etapas de su vida. Son valiosas y palpitantes las evocaciones de su infancia, transmiten el eco físico de una dualidad intelectualmente asumida. En la enumeración honesta de varios privilegios y situaciones venturosas, el retrato que deja Bosé es el de una infancia que debió haber sido más feliz, porque tuvo todo para serlo. Sin embargo, su niñez se pobló rápidamente de sombras. Miguel me va contando con detalle la impronta de unos padres que, antes que buenos o malos, fueron abrumadores. Hay inteligencia perceptiva en la descripción material y humana de aquellas mansiones castellanas que prometían ser un edén. Las decepciones, las horas amargas y los fracasos desfilan por el libro a la par de las aventuras y las presencias grandiosas. El cerril sexismo de su padre abre una elipse de desencuentro perpetuo que Bosé anota con pena. La afición a la caza, la familiaridad con la matanza de animales, la exigencia física y psicológica sellan la distancia irreversible entre el padre torero y el hijo bailarín. Comprobando que no puede complacer las expectativas, Miguel va resignando tempranamente la presencia de su padre. Su complicidad con Lucía, tal vez sea la resultante de esta dura derrota infantil. Desde la perspectiva presente, Miguel computa en el drama la funcionalidad del modelo femenino encarnado por su madre. La mayor tensión se confiesa en esa suerte de imposibilidad de apropiarse de esos padres tan admirados. El glamour de la Bosé en estado de celebridad junto a su altivo hombre en traje de luces se traducen para el hijo en una lejanía irresoluble y dolorosa.

Lo que más esperaba del autor, la generosidad para compartir por escrito esa vida tan especial que le tocó, abunda. Lucía Bosé es el objeto central de mi interés en estas memorias del cantante y bailarín español. Con aquello que su libro me pone a disposición voy armando la idea de una mujer desbordada por su propia suerte. En ese romance espectacular de la bella y el matador resuena el mundo fantástico del cine: villas fastuosas, viajes y pasiones novelescas. Pero lo que naufraga en las oscuridades y los desgarros de su proyecto familiar es el candor de la chica que llegó a Milán procedente del campo sin expectativas tan desmesuradas. Me conmueve saber que Edoardo Visconti, el hermano de Luchino, la pretendió durante años. Miguel cree ver en ese camino no abierto un destino a la altura de Lucía. Cultura refinada, castillos italianos y una aristocrática paz. Al menos así lo imagina este hijo fascinado con la belleza de su madre y sensibilizado por sus desdichas sentimentales. A cambio, en los recios contrastes de su España adoptiva, la Bosé encontró una madeja de la que no pudo o no supo salir. Miguel sentencia que ella nunca dejó de amar al torero, y en su tono se deja oír el reproche. Quizá comparte con buena parte de los lectores la idea de que Lucía cortó apresuradamente su carrera en el cine ya que su demorado regreso no le devolvió nunca el lugar central de los comienzos. En el texto se advierte por igual la preocupación por narrar bien esta historia junto a la necesidad de saldar con gratitud la evaluación de su propio destino. Espiar en el rico universo íntimo de la diva italiana es una expectativa que el libro no me niega. Pero una vez satisfecha mi malicia, Miguel Bosé me impone esa altura desde la cual intenta comprender a esos personajes a los que todavía sigue amando y a los que -a su modo- se sigue pareciendo mucho.

 

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