Por Román Ganuza

Del amor con aura sagrada a la actual fragilidad de los vínculos han corrido muchos años y alguna incorporación al idioma. La actual calidad de las relaciones, cuando recurre a una expresión como “sexoafectivas”, confiesa una doble naturaleza de orden horizontal. Hace tiempo que, en su tratamiento semántico, el sexo ha dejado de ser un apéndice, accesorio o derivado del amor. Desde luego que nunca lo fue, pero hubo un prolongado discurso informado desde pretensiones políticas o teologales que necesitaba organizar jerárquicamente los conceptos. El neologismo que hoy conjuga lo sexual con lo afectivo es de raíz materialista. Entendida como numen filosófico, también se le puede rastrear la génesis en algunos principios del psicoanálisis. La gratificación, la satisfacción de la expectativa erótica, está en la base del acuerdo que sostienen las personas cuando establecen un vínculo de a dos que incluye lo corporal.

En el éxtasis de la experiencia amatoria, o en su desarrollo temporal, todavía se puede ver flotar a la palabra amor. Sobrevive apoyada en la sucesiva incorporación de bienes menos inmediatos al acervo de una pareja en marcha. Pero incluso en ese venturoso caso la palabra “amor” como denominador del intercambio ya no consigue campear con su viejo vuelo de idea incontaminada. Más bien debe pedir permiso para ser pronunciada porque el presente le pone como condición el reconocimiento del placer en la matriz de su vigencia. El nuevo amor es profano (O la admisión de que aquel amor con mayúsculas era imaginario aplicado a lo conyugal).

Resultan notables la sensibilidad y la inteligencia del director de cine Emmanuel Mouret para filmar este nuevo mercado sentimental. Dos películas suyas, al menos, lo testimonian:                         

                 “El arte de amar” (L’Art d’Aimer) de 2011.

Esta película de Mouret se diferencia claramente en el paso. “El Arte de Amar” es nítidamente una comedia, una hermosa comedia. Tiene uno de los mejores guiones que he visto poner en escena. Fluido, sorpresivo y sostenido. Aquí el tema se desplaza hacia el sexo y sus inconsistencias. Achille y su vecina de consorcio, se desean y se buscan. Pero tienen un código de seducción disonante. Achille retiene sus iniciativas y estas llegan cuando ella ya las ha procesado bajo una susceptibilidad afinada. La concreción sexual se difiere en un contrapunto insatisfactorio para ambos. El impedimento para hacer lo que desean es la presencia en ellos de un ritmo que no atiende los “tempos” del otro.

Comprometida por el sorpresivo e imprudente deseo de su amigo Boris, Amelie urde su reemplazo de incognito en la intimidad por su amiga Isabelle, alguien que frustra su vida sensual por timidez. Los encuentros se realizan totalmente a oscuras –condición impuesta por Amelie- y la sintonía física funciona a la perfección. Cuando por obra de un accidente Isabelle y Boris se reconocen a la luz, sobreviene la decepción. Mouret retrata magistralmente esta limitación de los cuerpos. Dependen siempre de la representación mental para ejercer sus potencias. La historia es tan desopilante como aleccionadora.

La secuencia más incisiva está a cargo de los personajes de Vanessa y William, quienes acuerdan una relación transparente y liberal. Pueden practicar infidelidades, avisarlas y comentarlas con la pareja. Pero el amante ocasional que Vanessa tenía agendado cambia los términos. En principio se iba a ir del país luego de ese furtivo y único encuentro. Ahora dice que se queda porque se ha enamorado. El amor asusta a Vanessa por partida doble. Tampoco quiere desistir ante William, quien a su vez se inventa una aventura para emparejar la situación. Finalmente, ninguno tiene una real experiencia por fuera, pero simulan lo contrario. En cierto modo añoran la transgresión clásica y secreta. Allí había una paradójica confirmación del lugar central, el hogar. En la forma confesa y autorizada, los protagonistas regresan a una casa con demasiadas puertas abiertas. El reencuentro intimo entre Vanessa y William al cabo de esa tarde de simulacros es una bella ironía. Pregoneros de la libertad, ambos arden al calor de lo seguro.

“Las Cosas que Decimos, las Cosas que Hacemos” (Les Choses qu’on Dit, les Choses qu’on Fait), de 2020

En este trabajo distintas parejas con relaciones cruzadas muestran que la suerte sentimental se encuentra a expensas de lo contingente. Nadie es totalmente dueño de su destino en materia afectiva y tanto los encuentros, los alejamientos y las recuperaciones, están fuera del control de los protagonistas. Se ha comparado a Mouret con Woody Allen por la fragilidad y la imprevisibilidad en el desarrollo de las relaciones amorosas. La diferencia pasa por el estado con que abordan los personajes esta dinámica. Los de Allen tienden a la perplejidad, querellan un poco más con la suerte que les toca. Los de Mouret se acercan mucho a una resignación filosófica. Toman una postura serena, pero que tiende a vaciar.

Daphne y Máxime son protagonistas y narradores de sus propias historias en una parábola que los irá atrayendo entre sí. Los distingue el hecho de que “saben que no saben”, a diferencia de otros personajes que creen dominar lo que les sucede. A todos les ocurre que las personas con las que van a consolidar vínculos nunca se vislumbran previamente como tales, mientras que aquellas en las que depositan las expectativas mayores se corren del camino pese a indicios y señales. Daphne no sabe por qué se acuesta con Francois, pero él termina siendo su pareja estable justo cuando anidaba ilusiones en otra dirección. Estas tangentes afectan a todos los protagonistas, para bien y para mal. Victoire que declamaba ser solo la amante de Maxime, regresa a su vida en otro rol mediante un reencuentro totalmente azaroso. Todo se revela frágil y la multiplicidad de posibilidades está muy a la vista como para que cada uno habite con certeza el lugar que ocupa.

Otro tópico que desestabiliza a los personajes es el deseo ajeno como indicador del objeto. Funciona como motor para los terceros fuera de juego, tal el caso de Maxime con respecto a Sandra y Gaspard, o juega también a la inversa. Como los propios Sandra y Gaspard que siendo pareja lo invitan a Maxime a compartir un departamento. Aquí parece que la relación se alimenta del visible deseo del excluido Maxime. En esta convivencia hay algo de exhibicionismo. Pero el deseo también corre el riesgo de ser alcanzado y cotejado con la realidad. Cuando Gaspard se ausenta ocasionalmente, el inevitable encuentro sexual entre Maxime y Sandra reúne la ansiada transgresión con la representación que fue construyendo en su no hacerse. La voz en off de Maxime suelta una aguda descripción de la vivencia: “…incluso si la textura de su piel, o la forma en que ella besaba no eran lo que había soñado, no me permití decepcionarme. La traición (a Gaspard) que estaba cometiendo no podía ser en vano…”

La figura más compleja de esta dinámica basada en la presión del y sobre el deseo ajeno está a cargo de Louise, la ex esposa de Francois. Anoticiada de la relación de este con Daphne, ella se adelanta a pedirle la separación impostando una infidelidad propia que lo libere a Francois de culpa. Pero va más lejos aún y tiempo después finge haber armado una nueva pareja. Invita a almorzar a Daphne y a Francois, para distender totalmente la situación. Alguien más perceptivo que yo (lo cual no es una hazaña), sostuvo que esto también es un juego del deseo disfrazado de generosidad excedida. Y la película es sutil al respecto. Porque también es de manera casual como Francois se entera que la pareja de Louise era una puesta en escena. Sin embargo, se reencuentra eróticamente con ella y aquí es Daphne quien sufre una cruel inversión de roles. Probablemente Mouret ha querido dibujar esa duplicidad de propósitos en Louise. Que pueden corresponder a los explícitos y a los que no son evidentes ni siquiera para ella misma. En tal caso, la parábola de Louise sería la que mejor ilustra el título de la inteligente película.

Mouret se divierte en la primera película y reflexiona en la segunda. Sus temas son cercanos. La constante que se vislumbra es la imposibilidad de imponerle un orden tanto al amor como al sexo, y el naufragio de las personas en el turbulento mar de estos dioses arbitrarios, que se acercan tanto como se distancian. Cuando el sexo ya legaliza su autonomía, los presuntos beneficiarios enfrentan un mundo más amplio, pero menos continente. Cuando el amor acepta revistar con minúscula, las personas verifican que lo inestable no es necesariamente preferible a lo rutinario. No se debe confundir cambio con solución. El nuevo estatuto del amor tampoco debería alarmar. Quizá se lo vaya desplazando hacia lugares más confiables y elevados, donde no incluya la exigencia y sea solo desprendimiento. Quizá recupere parte de lo perdido en el camino. Demasiado tiempo el significante contuvo en su seno al egoísmo. Mouret lo sugiere con estas elipses verdaderamente exquisitas.

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