Por Roman Ganuza
El amable foro de amigos comienza con una información. Ermanno Olmi, director de la película “La Leyenda del Santo Bebedor” (1988) es un católico crítico. Es también alguien que desconfía del saber libresco. Dice en una entrevista de 2007: “…Es muy fácil estar de acuerdo, especialmente con ideas políticas que se expresan en un libro o en una película. Pero ¿de qué sirven, si no, los libros y películas si luego nos engañamos y no hacemos aquello en lo que creemos? Al final, Cristo ha hecho lo mismo. Al principio era un rabino que estudiaba textos secretos y en cierto punto dijo ‘¿cuál es el sentido?’ y dejó todo eso y decidió vivir su vida, tal vez no tomando café, pero sí vino, con amigos…”.
Basada en un texto de Joseph Roth, “La Leyenda del Santo Bebedor” es una película ideal para activar dualidades largamente irresueltas. Tratándose de un hombre que bebe, que no puede dejar de hacerlo, Andreas Kartak (Rutger Hauer) es definido por ese título que lo tensa entre el contrasentido de apariencia graciosa y la incidencia levemente sacrílega. Andreas es uno de esos “clochard” de París. Un hombre que duerme bajo los puentes y come cuando puede lo que encuentra o le regalan. Ha llegado a ello luego de cometer involuntariamente un crimen por defender a alguien. Extranjero probando suerte bajo cielo francés, pierde la ciudadanía y es expulsado. Se queda en París como indigente e ilegal, pero en medio de la pobreza tiene algo que lo distingue. Un extraño mediador -interpretado por el notable actor inglés Anthony Quayle- le entrega una suma de dinero a cambio de una promesa que debe cumplir ante Santa Teresa de Lisieux, (Santa Teresita).
Naturalmente, Andreas no puede honrar ese compromiso que consiste en una devolución del dinero a la Santa, encarnada en la película por una niña de mirada triste y profunda. Se lo gasta en la barra. Como si hubiera un propósito superior e insondable, empiezan a desfilar por su vida situaciones propicias. Ofertas de trabajo, encuentros con un viejo amigo exitoso e incluso la aparición de buenas sumas en su flamante billetera. Aquí se disparan y se abren los significados de la rara fortuna que lo persigue a Andreas. No solo se dividen las opiniones entre los amigos del foro, también noto, en mi propio caso, una doble recepción del tema no muy fácil de armonizar.
Claramente -quizá a la espera de que Andreas se recupere y deje el alcohol- coincidimos todos en lamentar que no aproveche estas mediaciones o milagros que leemos en términos de “oportunidades”. Un compañero señala con acierto que la profunda bondad de Andreas es, curiosamente, uno de los obstáculos que le impiden subirse a su suerte. Le entrega sus billetes a otro amigo que está peor que él; se deja robar ingenuamente por una chica con la que compartió un par de días o simplemente se lo bebe. Pero todo ese dinero que fluye hacia él se esfuma sin que haya en Andreas la más mínima especulación. Porque advertimos, casi sin excepción, que incluso en su debilidad Andreas tiene mucho sentido del honor. Lo avergüenza y le duele el no poder cumplir con la Santa presuntamente acreedora sin perder nuestra empatía. Consensuamos que es “un hombre bueno”.
Sobre el final de la reunión alguien plantea con agudeza la centralidad de la relación entre el dinero y la espiritualidad en este Andreas que nos entrega la película de Olmi. Es aventurado ver en una obra de arte más de lo que allí se muestra. Asumo el riesgo de la interpretación (abuso bien castigado por Susan Sontag). Pero resulta que Teresa de Lisieux fue beatificada, entre otras cosas, por lograr la sincera conversión de un homicida. En la película, la última intervención de la santa es una sorpresa cohesiva con el ruego de absolución que late en esta historia. A su vez, el vino es la metáfora de la sangre de Cristo y quien la bebe, sabemos, se acerca a la vida eterna. Andreas Kartak practica una forma que desdibuja lo sagrado, pero mantiene con vida una parte de lo ritual. Se mueve entre culpa y redención. La circulación del dinero frente a la “deuda”, configura la elipse con la que Olmi nos informa su radicalizada y quizá incómoda pulsión cristiana.
Cuando le reprochamos a Andreas su inhabilidad para acumular e intercambiar el dinero, cuando lamentamos en definitiva su deserción de la dinámica productiva ¿Estamos hablando de él? El desprendimiento, casi el desprecio por los billetes que exhibe Andreas, es algo que podemos imputarle fácilmente a su inclinación a demorarse en los bares. Por el mismo precio, nos permite explicar su “fracaso”. La generosidad como atributo, suele ser atendida en forma endogámica (“la caridad bien entendida empieza por casa”). Sobran sofisticadas excusas para relegar el mandato fraternal que aguarda ser atendido desde el sermón del Monte. No es frecuente “dar hasta que duela” como pedía la otra Teresa, la de Calcuta. Hay un hermano en el otro siempre y cuando obtenga ciertas aprobaciones. De lo contrario, Andreas será para los más piadosos un “enfermo”, para los más técnicos un “alcohólico” y para los más expeditivos -y quizá sinceros- un “borracho”.
Un Santo Bebedor, en cambio, es una persona que se encuentra en estado de abierto, tanto en el alma como en el bolsillo. A propósito de esto, en plena discusión sobre la película fue atinadamente invocada la gran invitación de Charles Baudelaire: “Embriagaos de algo”. Aquí el péndulo giró a positivo. La embriaguez de Andreas es una diagonal mística, es cierto. Desde nuestra comodidad hecha de calefactores y celulares sabremos advertirle con petulancia que la exploración espiritual no requiere consumos compulsivos. Pero lo que no podemos cambiar es que él nos supera en profundidad contemplativa y viaja bien por debajo nuestro en capacidad de daño. Es genuinamente manso. No compite ni querella. Con Discépolo, Andreas también podría cantar “bebí mis años y me entregué sin luchar”. Resulta revelador pensar esta dulzura suya en términos de defección. Bajo el disfraz de la aptitud económica y social llevamos inscripto al guerrero. Queda claro que Ermanno Olmi jaquea entonces nuestra mirada y nuestra posición a través de un personaje en el que vicio y virtud ensayan una sutil convergencia. “La Leyenda del Santo Bebedor” sella una simbología del dinero y una poética de la derrota. Si, como decía Jung, “el adicto busca a Dios sin saberlo”, la película de Olmi insinúa en Andreas la validación de su accidentado camino. Nosotros nos apuramos a compadecerlo.
Impecable, me encanto tu análisis.
muchas gracias Rodrigo !!