Por Román Ganuza

A Star Is Born (Nace una estrella) es un relato de apariencia sencilla. Cruza las órbitas de una figura artística femenina ascendente con la de un masculino que empieza a descender y se pierde en el alcoholismo. Ella es impulsada por él, se enamoran, y el contraste profesional destruye la relación. Cuatro películas llevan ese nombre, pero en realidad son cinco. La que inaugura la serie se llama What Price Hollywood (Hollywood al Desnudo) es de 1932, y la dirige George Cukor. La pareja protagónica la forman Constance Bennett y Lowell Sherman. Aquí la diferencia más gruesa es que los protagonistas no son una pareja amorosa. Ella es una aspirante a actriz sin talento. Logra el éxito por perseverancia y el resto lo hace el sistema. Él es un director de cine afianzado que decide ayudarla. Es interesante apuntar que en las siguientes versiones las cualidades de la estrella en ascenso se dan por descontadas. Incluso cuando la historia troque actrices por cantantes, recurrirá a excelentes interpretes reales. Esta versión inicial parece más dirigida a mostrar Hollywood y su sistema funcional de prensa como máquinas de triturar.

A partir de 1937, con la primera película titulada A Star is Born, dirigida por William Wellman, los personajes de la actriz novel Esther Blodgett (Janet Gaynor) y el actor estrella Norman Maine (Frederich March) se convierten en matrimonio. Esto empuja un desplazamiento de la centralidad que carga a los protagonistas con sus propias ambiciones y las consecuencias derivadas. La versión exhibe al comienzo una amonestación muy informativa. La protagonista le escucha decir a su abuela que llegará a la meta, pero lo pagará con dolor. Se lo dice la única persona que apoya a Esther en su arriesgado proyecto. La “fábrica de sueños” deja constancia de que tiene sus reglas de juego y quien entra allí sabe a lo que se expone. La crítica al sistema comienza a moderarse y la profecía de la abuela se cumple.

Elijo la cronología en vez del orden jerárquico, porque la troica Judy Garland – James Mason – George Cukor será igualada cuando el infierno se congele. Ellos hacen la gran versión de 1954. Aquí la estrella a nacer es una cantante y el guion es el más rico. Como ejemplo, el primer encuentro entre Esther Blodgett y quien será luego su mentor y compañero, es una accidentada irrupción de Norman Maine (James Mason), totalmente borracho en el escenario mientras la ignota Esther (Judy Garland) baila un número musical. Descolocada, ella improvisa unos movimientos para que las torpezas de Maine aparezcan como un gag preparado. Es un momento brillante. La condición de Garland le permite a Cukor desplegar zonas musicales con espectaculares escenografías. Se asoma el director que hará pocos años después My Fair Lady (1963), uno de los mejores musicales de la historia. Esta es la versión de mayor duración (175 minutos con un intermezzo) y se enriquece con ingredientes impensados. La elipse de Norman Maine guarda algún parecido con la propia suerte de Judy Garland.  A ella le toca dramatizar un tópico que conoce bien, salvo que al otro lado del drama. Otro atractivo es que Cukor retoma la dirección de aquella historia que fue el primero en filmar.  Este trabajo de 1954 es el más poderoso y el que se adueña definitivamente del nombre.

En 1976 se consolida el giro de A Star Is Born hacia el musical. Nuevamente hay una cantante en el femenino (Barbra Streisand) y su promotor es también un músico, Kris Kristofersson. Las décadas transcurridas desde la versión anterior, imponen un salto del género musical. Kris Kristofersson es el líder de una banda de rock que descubre casualmente a Barbra Streisand. La incorpora a su grupo en gira y comienza a cederle lugar en los escenarios. Este mismo vértigo desnuda el déficit de la película: pretextar la vieja historia para convertirla en un show de la cantante. Aquí la droga se acopla al alcohol para dar cumplimiento al desenlace. Kristofersson no es James Mason ni Frederich March, pero los segmentos a cargo de Streisand, vuelven soportable la película.

La saga levanta y mucho en 2018. Lady Gaga y Bradley Cooper –este último también como director- entregan una A Star Is Born muy competente. La nueva heroína me sorprende. Gran cantante, bien aprovechada por Bradley Cooper, que también es músico en una versatilidad que no siempre lo favorece. Pero lo sabe y le cede a Stefani Germanotta -así se llama Lady Gaga- el mayor volumen de la película. Cooper pondera su material: el rockero conoce a la cantante en un oscuro bar donde ella entona maravillosamente “La vie en rose” de Edith Piaf. Lady Gaga acredita temperamento y carisma. Cooper actúa y dirige con gran equilibrio.

Queda flotando en esta historia la cuestión de género. Las ascendentes mujeres se enamoran siempre de quienes pueden llevarlas a la fama, con el poder formando parte del atractivo erótico. Pincelada sexista o visión de época, computa una inequidad en la distribución de las oportunidades que algunas resuelven mediante la seducción. Pero poseen talento autónomo y lo administran razonablemente. Aparecen más sólidas frente a las “tentaciones” de la fama, pero es solo una decisión ficcional. La propia Judy Garland, Whitney Houston, Amy Winehouse o tantas más prueban que la vulnerabilidad ante el dragón del éxito es universal.

Otras películas abordan la misma cuestión. Sin que se la pueda calificar como variante o derivado de A Star is Born, entiendo que New York New York (1977) de Martin Scorsese tiene ricas similitudes y diferencias. Una adorable Liza Minnelli salta al éxito de la mano del buen saxofonista interpretado por Robert De Niro. Separan sus rumbos. De Niro la deja sola con un hijo para privilegiar su carrera. Cuando regresa luego de varios años tratando de recuperarla, ella se siente atraída. En una bella escena, Liza Minnelli baja al hall del hotel para ir a cenar con De Niro. Se detiene, piensa, y finalmente retoma el ascensor con rumbo a su habitación. Elige mantener la distancia. Sola, ha consolidado un lugar en la vida y en la música. Scorsese me muestra una mujer en uso de su autonomía artística y sentimental.

Algo parecido ocurre en una película inglesa protagonizada por Charles Laughton y Vivien Liegh, The Sidewalk of London (Las Calles de Londres) de 1938, dirigida por Tim Welhan, donde él es un artista callejero en plena hambruna londinense. La suma a Vivien, que también improvisa en las calles, pero ella tiene mucho más que ofrecer y muy pronto lo abandona para progresar en las tablas de la mano de un empresario. Vivien Leigh no derrama gratitud, pero su independencia es indudable.

Otra referencia cercana es El Artista dirigida por Michel Hazanavicius en 2011 e inspirada en el real caso de Greta Garbo y John Gilbert. El (Jean Dujardin) la promueve a ella (Berenice Béjo) en pleno furor del cine mudo. Pero la aparición del sonoro lo deja fuera del circuito mientras que ella crece justamente a favor del cambio. Esta película invierte incluso la relación de poder. Es ella quien lo rescata a Dujardin de una caída total.

En La La Land (2016) de Damien Chazelle, Emma Stone y Ryan Gossling separan sus rumbos afectivos y profesionales. Sacrifican la pareja, pero apuntalan el camino artístico. Esta película moviliza el concepto de “éxito” ya que el personaje de Gossling no alcanza las alturas de su ex compañera, pero concreta su antiguo anhelo de administrar un bar de jazz. No es un gran negocio, pero es lo que ama.

Volviendo a A Star Is Born, ni siquiera su mas cándida versión omite que la búsqueda del triunfo artístico personal encaja con un ámbito genéticamente depredador. Los amores pródigos y los extremos renunciamientos para salvar la carrera del compañero, expresan contrastes poco verificables. Esta anotación tiende a aliviar el peso incriminatorio sobre la industria del cine. No es un sistema monstruoso poblado por ángeles indefensos. En este punto el espectador juega una suerte asimilable a la relación entre Hollywood y sus estrellas. Espiar en la trastienda es en definitiva lo que atrae y la caída no es menos convocante que la consagración. El espectáculo está siempre primero, no importan los costos.

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