Por Roberto Ciafardo

Hoy se cumplen 118 años del nacimiento de Francisco López Merino, “Panchito”, como familiarmente lo reconocía la ciudad cuya atmósfera recogió a través de su poesía.

El propio poeta nos cuenta: “He nacido en La Plata, ciudad de silencio uniforme, de calles soleadas, de cielos claros, el 6 de julio de 1904. Bajo estos cielos he estudiado las cosas esenciales y he escrito versos desde niño. Amo de veras la paz remansada que se difunde por su atmósfera, y el dilatado ocio que convierte los días de la semana en un domingo perpetuo”.

A esta ciudad volverá una y otra vez en su poemario:

Amo el silencio humilde de esta calle
enoblecida de árboles serenos
por donde nunca pasó otra alma
que no sea la del viento…

Las nubes se detienen a mirarla
con sus ojos etéreos,
y saben, por la ausencia de las hojas,
si está en ella el otoño o el invierno.

Amo el silencio humilde de esta calle
ennoblecida de árboles serenos
por donde caminé tantos domingos
con mi pequeño huerto de recuerdos…

Cuando yo muera, amigo, habrá quedado
en esta calle lo mejor que tengo:
El rosal escondido de mis penas
y la música vaga de mis sueños …

                                                Calle Solitaria

 

 

Casa de la familia López Merino en calle 49 esquina 12

Pasó su infancia en la vieja casona de calle 49 esquina 12. Hijo mayor del matrimonio formado por  América Merino y del escribano Francisco Toribio López. Tuvo 6 hermanas, que junto con sus primas, conformaron su universo infantil. Juegos y música se alternaban con  representaciones teatrales en interminables tardes de domingo junto a su familia.

 

Por mi memoria pasan como estampas borrosas

los castos y tranquilos domingos de mi infancia:

ramo azul de glicinas y campanas tediosas

entre un viento que extiende dolorosa fragancia.

 

Rayos de sol que quiebran la limpia superficie

de los viejos espejos que nos conocen tanto.

Rosales que se vuelcan en fragante molicie

y rosas que prolongan dominical encanto.

 

Canción de los domingos de infancia” Fragmento

 

No realizó estudios sistemáticos. Durante la primera infancia asistió al Colegio San José, donde tomó su Primera Comunión el día 15 de junio de 1917.  Su biógrafa Marcela Ciruzzi lo relativiza afirmando que “cursó sus estudios primarios sin mayores sobresaltos bajo la conducción de maestros particulares, porque así lo decidió su padre, siguiendo una costumbre de la época. Por lo cual es muy probable que rindiera exámenes libres en el colegio de los Padres Bayoneses.

El Colegio Nacional lo tuvo entre sus alumnos, aunque por un breve período, ya que abandonó sus aulas antes de finalizar el primer ciclo. Sus inclinaciones literarias lo llevó a la Universidad, dónde asistió como “oyente”,  a las clases del profesor Rafael Alberto Arrieta, en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.

A pesar de esta educación fragmentaria Panchito era un excelente lector, de gustos exquisitos, notoriamente afrancesado. Siempre se lo veía con un libro bajo el brazo, dispuesto a saborearlo, cuentan sus amigos.

Con frecuencia leía en francés, idioma que aprendió a traducir y a hablar prácticamente solo. Reunió una biblioteca en ese idioma de valiosos volúmenes de sus escritores preferidos, los que convivían con cásicos como Virgilio, modernistas como Rubén Darío, Amado Nervo o Juan Ramón Jiménez y autores argentinos.

La poeta María de Villarino lo evoca: “Alto, enjuto, la cabeza un poco inclinada sobre su costado izquierdo, con aquella tristeza niña que se detenía en una sonrisa nítida, así es la imagen que guardo de su recuerdo, lo veo caminar por la avenida donde la Catedral ofrece los peldaños de su gradería.”

 “Minucioso, exigente con su propia apariencia, coleccionista de corbatas y sombreros, era amigo de charlas nocturnas de café y de club… También es alegre en su correspondencia, ingeniosa y comunicativa… Lo es en los folletos, que imprimía precariamente en algunas tradicionales y ya desaparecidas librerías con trastienda… Completa el retrato Estela Calvo, sobrina del poeta.

De trato afable y comunicativo, López Merino cultivo la amistad en interminables tertulias en el Jockey Club, en la París o en la Cosechera de 7 y 45.  Sus días de ocio en la joven capital de la Provincia apenas estuvieron matizados por poco exigentes trabajos administrativos: primero en el Ministerio de Hacienda y más tarde en la Comisión de Presupuesto de la Cámara de Diputados.

Desarrolló una vida social intensa lo que le permitió relacionarse rápidamente con los poetas vanguardistas de Buenos Aires nucleados en torno de la revista Martín Fierro, aunque mantuvo distancia respecto de sus parámetros estéticos.

Con solo 16 años publica sus primeros poemas en un folleto titulado Canciones interiores y otros poemas que luego saca de circulación por entender que los nueve poemas allí recopilados no tenían la calidad necesaria para ser publicados.

En 1921 trabajó en un  poemario dividido en tres partes,   «El espejo de mi interior» «Del eterno femenino» y «Cantos», que nunca llego a publicar.

En 1923 publica “Tono menor” que incluyera el poema “El alma se me llena de estrellas”

El alma se me llena de estrellas cuando pienso 
que moriré. Imagino espirales de incienso 
decorando la caja mortuoria; luego el canto 
triste de las campanas.  (Igual que en viernes
santo
llorarán las campanas porque yo fui creyente, 
porque yo hablé de Cristo melancólicamente.) 
Después, ese silencio divino que buscaba 
día a día en la vida, pero que no encontraba. 
Después, la paz profunda.

Y al poco tiempo, acaso, 
se esfumarán mis ojos en el pálido ocaso 
del recuerdo… Y entonces el compañero amado 
dirá que fui una llama de luz que se ha
apagado.
Y la amiga lejana de mis días adversos 
abrirá el cofrecillo lírico de los versos 
y volcará las hojas pálidas de las rosas 
que yo gusté ofrendarle en las tardes hermosas. 
Mientras tanto la muerte no llega…
Pienso en ella 
y en mi alma florece de emoción una estrella.

Tono Menor – Primera edición. 1923

Su último libro, “Las Tardes” se edita en 1925. En este tomo publica el poema “Mis primas, los domingos” en el que recoge nuevamente la atmosfera familiar que le era tan propicia.

Mis primas, los domingos, vienen a cortar rosas

y a pedirme algún libro de versos en francés.

Caminan sobre el césped del jardín, cortan flores,

y se van de la mano de Musset o Samain.

 

Aman las frases bellas y las mañanas claras.

Una estatua impasible las puede conmover.

Esperan la llegada de las tardes de otoño

porque, tras los cristales, todo de oro se ve…

 

Y vienen los domingos a cortar rosas. Saben

que el eco de sus voces para mí grato es.

Entre las hojas quedan sus risas armoniosas;

ellas seguramente se ríen sin saber.

 

Mis primas, cuando llueve, no vienen. Dulcemente

aparto los capullos que el viento hará caer;

hago un ramo con ellos y pongo bajo el ramo

un volumen de versos de Musset o Samain

Hombre comprometido con su época, en 1927 integra el “Comité Yrigoyenista de Intelectuales Jóvenes” presidido por Jorge Luis Borges y que integraban entre otros por Leopoldo Marechal, Enrique González Tuñón, Roberto Arlt y Macedonio Fernandez.

Con Jorge Luis Borges. Con él mantenía largas charlas en el bar El Rayo de 1 y 44

Integrante de la “Generación del 17” o “Primera Generación Platense”, también fue conocida como “Primavera Fúnebre” y “Primavera Trágica” debido a la muerte temprana de algunos de sus representantes, López Merino contribuyó a dar vida a la llamada “Escuela de La Plata”, caracterizada, principalmente, por el tono elegíaco, el equilibrio formal, la claridad y la economía expresivas; escuela que habrá de pervivir, con distintas modalidades, hasta la actualidad.

El martes 22 de mayo de 1928, cerca del mediodía “Panchito” compartía la charla con unos amigos en “la perrera” del Jockey Club, cuando se excusó para ir al baño. Segundos después se oyó una terrible detonación. Sus amigos corrieron hacia el lugar y encontraron al poeta tendido en el suelo, con la cabeza destrozada.

Según Juan Nicolás Rozos, uno de los testigos de la desgracia, después de la muerte de su hermana mayor, afectada de tuberculosis, se volvió taciturno. Al dolor por la pérdida de la hermana, a la que dedicó varios poemas, se unía la sospecha de que él también padecía el mismo mal. Tanto es así que cuando se palpaba la frente para detectar una fiebre imaginaria, sus amigos, en son de broma, se ponían a cantar.  Esos amigos habían consultado al médico de Panchito, el doctor Rodolfo Rossi, quien les aseguró que la única enfermedad del poeta era su hipocondría.

Así la ciudad perdía a su “poeta niño”. A nosotros, ante la pérdida irreparable, sólo nos queda compartir el lamento de Jorge Luis Borges:

es en vano que palabras rechazadas te soliciten,

predestinadas a imposibilidad y derrota.

Sólo nos queda entonces

decir el deshonor de las rosas que no supieron demorarte,

el oprobio del día que te permitió el balazo y el fin.

 

 

 

 

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