Por Román Ganuza 

Era, pues,  Francisco Ramírez, 

El General, sí señor

Que en su Provincia elevaron 

A jefe y Gobernador 

(1)

Crecido a la sombra de José Gervasio Artigas cuando entre las provincias no era fácil distinguir cuáles eran las unidas -y en todo caso con cuáles- la saga de Francisco Ramírez es en sí misma un salto hacia el mito. Nacido hacia 1785 en Arroyo de la China, hoy Concepción del Uruguay, su aparición militar en nuestra historia es como la de Jesús en Jericó, de donde salió sin haber entrado. Un crecimiento político tan veloz que produjo colisiones inevitables. Figura clave en la llamada Liga del Litoral, no tarda en deponer a su mentor y jefe, Artigas, quien debe retirarse definitivamente a Paraguay. Junto al caudillo santefecino Estanislao López -cuando fueron aliados- Ramírez gana la decisiva “batalla de los diez minutos”. Así se tituló al encuentro de Cepeda de febrero de 1820, donde la única maniobra del ejército del Directorio porteño fue girar rápidamente para iniciar la huida. Este punto histórico se suele enseñar como “el comienzo de la anarquía”. En el saludable proceso de desaprender lo que nos enseñaron, resulta sencillo ver a Cepeda como la reacción del interior ante una arrogancia centralista peor que la del virreinato. El jefe entrerriano entra triunfante a Buenos Aires en 1820 derrumbando la sorda Constitución de 1819 y los devaneos monárquicos de sus inspiradores. Ata su caballo en la Pirámide de Mayo para escándalo de la “gente bien”, pero contra todas las previsiones, no ordena masacres, no permite excesos o saqueos. Ramírez domina una tropa disciplinada, pero no podrá evitar su afiliación narrativa al bando de la barbarie, donde la historiografía ganadora confina a todo aquel que le incomode. Más inteligente y culto que la mayoría de sus prosélitos, Bartolomé Mitre lo calificará de “asiático” por su tendencia imperial, invitando a imaginarlo como un Gengis Kan de la mesopotamia. Algún material le cede Ramírez al adjetivo con sus constantes idas y vueltas que parecen apuntar exclusivamente a ese proyecto altamente personal que dio en llamarse “República de Entre Ríos”.  

Porque a su lado en el grupo

Va la Delfina, esa hermosa

Que en todas las correrías

Junto a él peligra animosa 

(2)

Si la ironía de Mitre suena excesiva, no se le puede negar a Ramírez el halo romántico y medieval. Lo tiene por guerrero, pero no menos por una mujer. Se discute aún si era rubia o pelirroja, lo que nunca estuvo en duda fue su rotunda hermosura. Delfina Menchaca, probablemente portuguesa, fue una cautiva de Ramírez, un botín de guerra obtenido en la batalla de Las Guachas, donde el entrerriano vence a Artigas y hace propios a sus prisioneros. Delfina, de 18 años, había sido reclutada por el jefe oriental en Rio Grande do Sul. Surge así el amor entre Francisco y “la Delfina”, volcánico y novelesco. Él es Zeus y ella es Europa, pero las turbulencias del corazón convierten rápidamente a la raptada en jefa. Ramírez declina su compromiso formal con Norberta Calvento y suma a Delfina a sus huestes. La toma por amor para conducirla a la guerra. Delfina es la contrapartida de Norberta. La portuguesa no es mujer de salones, saraos y naranjines servidos en vajilla de plata. Ella es de tropa, pero no una soldadera sino una “coronela” y más exactamente una “federala”. Viste una chaqueta militar roja con jinetas doradas y sombrero chambergo con dos plumas de avestruz. Lleva la lanza, la usa bien, y monta a caballo mejor que cualquiera. Por paradoja, en las manos de su raptor, Delfina se torna más mujer que las mujeres. No es la amanerada directora -y a la vez prisionera- de una casa. Entre batalla y batalla, duerme y ama a cielo abierto, cabalga días enteros y enfrenta sin quejarse las adversidades y las carencias de la vida de campaña. Tuerce el destino sentimental de su jefe, pero no se salva de la talla sexista. Junto a ella, o más bien por ella, es que el entrerriano cae trágicamente en el sur de Córdoba. La reprobación que Ramírez supo echar por la puerta, se cuela por la ventana. 

En la guerra federal

Y entre esos hombres impíos

Perdió la vida Ramírez

Tirano del Entre Ríos 

(3)

Rota la alianza con López por los acuerdos con Buenos Aires, y fiel a su intransigencia, el “Supremo” decide una temeraria invasión a Santa Fe que le sale mal. Bloqueado y traicionado, no puede regresar a Entre Ríos y debe huir hacia Córdoba. Escapando en desventaja, sin víveres y con los caballos agotados, una partida enemiga lo alcanza en las inmediaciones del Río Seco. Tres soldados rodean a Delfina, que iba retrasada, y la atrapan. Burlas y acoso. Ramírez escucha los gritos, vuelve sobre sus pasos, los enfrenta valerosamente y consigue liberarla. Pero lo reducen a él y sin saberlo, abonan su leyenda definitiva: había ganado todas sus batallas y en la única que perdió, lo perdió todo para siempre. Tenía 35 años. Así cuenta el desenlace su lugarteniente irlandés John Anthony King “… en un instante nos encontramos combatiendo por todo el perímetro de un círculo común, pues el enemigo nos había rodeado completamente. Durante la refriega recibí un golpe en el pecho, con el mango de un mosquete, que me fracturó las costillas y me derribó en tierra. Al intentar levantarme, fui amarrado por dos personas, y al mirar a mí alrededor, vi a varios compañeros nuestros prisioneros como yo, y entre ellos al general Ramírez. La pelea duró sólo algunos momentos, y sin embargo a mí alrededor estaba la tierra sembrada de muertos y agonizantes, pues el hombre que era encontrado en actitud de resistir era degollado. ¡Pobre Ramírez! Todos presenciamos su suerte. Aquellos carniceros no necesitaron ceremonia alguna. Se lo condujo al frente de los pequeños restos de su propio ejército, con los brazos atados, se le colocó un centinela a su lado y una hilera de soldados que marchaba a su retaguardia. Levanté mis manos al cielo y murmuré una oración por su alma. No pronunció palabra; pero cuando el valiente se arrodilló delante de sus asesinos, me dirigió tan larga y ardiente mirada que jamás la olvidaré, y un instante después cayó frente a mí ejecutado por una bala. El degüello del bizarro oficial se llevó a cabo, pero el designio de su asesino no estaba cumplido. La cabeza de Ramírez fue separada del tronco en ese mismo lugar”. Por su parte, el muy leal Anacleto Medina, uno de los militares de más larga trayectoria (a los 80 años montaba para ir a la batalla) es quien completa la larga y agónica fuga de la Delfina desde Córdoba hasta Entre Ríos pasando por Santiago y el Chaco para sortear el territorio hostil de Santa Fe. Esta es su versión: “Yo no podía saber cuál había sido la suerte del general, la persecución de los enemigos sobre mí cesó y me interné en un algarrobal. En seguida aparecieron cuatro soldados más de los nuestros, que traían a la mujer que acompañaba al general, a la que habían salvado de entre los enemigos”. 

Le cortaron la cabeza

Que es lo que voy a contar

Cerca del pueblo llamado

San Francisco del Chañar

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Oriundo de la Coruña, arribado a estas costas hacia fines del siglo XVIII y afincado en Santa Fe, Manuel Rodríguez fue un reconocido médico que llegó a asistir personalmente al General San Martín luego del combate de San Lorenzo y tuvo a su cargo la creación del primer leprosario argentino. Solícito y dispuesto, solía regresar a su casa portando generosos regalos que le hacían los enfermos para contento de su hija Manuela. Sobre ese brazo del Paraná que también se llama Santa Fe, caía la tarde del invierno pocos días después del desenlace de Rio Seco que la provincia toda había celebrado. Como siempre a esa hora, la niña vio llegar a su padre portando una canasta. Se entusiasmó pensando en dulces o tortas, pero la curiosidad le costó terminar desplomada en el suelo. Encontró, envuelta en un cuero de oveja, una cabeza humana degollada. Era la de Francisco “Pancho” Ramírez, otrora poderoso creador y tumbador de repúblicas. La orden de embalsamarla para su exhibición pública provenía del Gobernador Estanislao López. Cuenta Félix Luna en uno de sus retratos que el santafecino se anota entre los más compasivos de su tiempo. Si no era particularmente afecto a la crueldad ¿Por qué hizo eso? Sin llegar a justificarlo, el historiador explica que en el itinerario de López este acto es tan excepcional como el propio Ramírez, quien -como ocurrirá luego con Quiroga- había alcanzado la estatura mítica. Vencedor perpetuo, la suya fue la única montonera reconocida en su eficacia militar hasta por el propio José María Paz. López debe haber creído necesario darle al pueblo de su provincia una prueba fehaciente -y algo macabra- de que los días del “Supremo” habían concluido. La factura que presenta el Doctor Rodríguez a la Gobernación detalla: “20 pesos de mi trabajo personal por las operaciones que he ejecutado, con la expresada cabeza, como son la del trépano y demás quirúrgicas cuyo valor es sumamente ínfimo como lo decantará cualquier facultativo de dicho ramo. Los otros 22 fueron por espíritu de vino rectificado y 10 por el espíritu de vino alcanforado”.

 

Atiendan señores míos

Pues quizá les interesa

Cómo acabó sus andanzas

                                                                                                              Delfina, la portuguesa

 (5)

 

López intentó infructuosamente colocar la cabeza en una jaula a la entrada de la iglesia matriz. Ante la férrea oposición del cura párroco, finalmente la testa del caudillo lució sobre una pica en el Cabildo de Santa Fe. Poco tiempo después el propio religioso convenció al Gobernador de dar sepultura a la famosa cabeza, cuyo rastro, desde entonces, se ha perdido definitivamente. Delfina, por su parte, se quedó a vivir sus últimos años en Concepción del Uruguay, a donde consiguió regresar gracias al temple inaudito de Medina. Pero esta misma gesta, glorificada en Ente Ríos, prueba que Ramírez también pudo haber sobrevivido si no regresaba para salvar a su amante, a quien el escritor entrerriano Bourband Torrent denominó “el divino tormento” del General. En medio de un respeto sobrevolado por esta recriminación, Delfina vivió en el pueblo hasta 1837, cuando muere joven y enferma. Norberta Calvento, a su vez, los sobrevive a ambos hasta 1880, llegando a la edad de 90 años. Norberta exige ser enterrada con el vestido blanco que guardaba para su frustrada boda con Ramírez. Novia enviudada y esposa pendiente, urde esta tenebrosa recuperación del lugar que le birlara “La Delfina”, luego de seis décadas. Hoy todo ha quedado muy lejos. Causas y pasiones simulan mantenerse vivas en algunas esquinas coloniales convertidas en museo o en una serie de banderas argentinas cruzadas por la banda roja diagonal, emblema federal de la República Entrerriana. No hay forma de saber si Delfina y Norberta se cruzaron alguna vez por las calles del pueblo. De haber ocurrido ¿Cuál de ellas habrá bajado la cabeza? ¿Se habrán enfrentado o se habrán ignorado? Una obra de teatro imagina el encuentro y un contrapunto entre ambas. Tampoco consta que esto haya sucedido. Quedan los monumentos y las placas. Ya en 1827, Justo José de Urquiza ordenó la erección de una pirámide central en honor del “Supremo”. Para el relato provincial la tentativa local de Ramírez se abraza con la proyección nacional de Urquiza. 1853 tendría su origen en 1820. El presente ordena como una línea lo que bien visto se parece más a un árbol. Incesantes conflictos argentinos lucen una vocación convergente en esta síntesis de bronce. La historia, entonces, se asoma como una serie de adopciones selectivas, una imposición de sentido mucho más relacionada con necesidades actuales que con cualquier otra verdad. Esa línea que pretende atravesar el tiempo, acalla pulsos disociados, contrastes e innumerables contingencias. Como el propio Ramírez, que hizo de Entre Ríos su sueño, o como la propia Delfina, que hizo de Ramírez su patria.

 

(1-5) “Romance del Rio Seco” de Leopoldo Lugones

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