Por Román Ganuza
Llamar “estrella” a un actor de cine es una desproporción irresistible y peligrosa. Invierte las categorías que evocan nuestra condición. Quien contempla las luminarias del cielo en plena noche tiene la posibilidad de dimensionar el cosmos y su propio peso en él. Aquel que se siente estrella -o a quien le imponen ese lugar- se convierte él mismo en un cosmos y reduce todo lo demás al rango accesorio. ¿Cuál es el atractivo de semejante locura? ¿Por qué me interesan estos iconos enfermizos? ¿Qué hay de atractivo en ese desfase? Los griegos denominaban “Hybris” al intento humano de violentar el límite impuesto por los Dioses, a la idea misma de “endiosarse”. El castigo para ese exceso era el dictamen de “Némesis”, diosa a la que es fácil asociar con la venganza, pero que también portaba el don de la justicia redistributiva. Némesis le descontará de algún modo al que tuvo mucho, pero su función no es social ni colectiva pese al sonido politizado del atributo. Su jurisdicción es el destino personal y su acción ecualizadora es imperceptible y oblicua.
Las dos puntas, Hybris y Némesis, hacen que algunas personas resulten literarias y cautivantes. Sus vidas suelen columpiarse entre el éxtasis y la destrucción. Quienes consumimos sus historias personales casi sin distinguirlas de sus actuaciones, somos tan prescindentes como morbosos. Los obligamos a dar un espectáculo que no cesa cuando la pantalla se oscurece. Por eso Umberto Eco entendía como natural nuestra familiaridad con estos personajes que no saben nada de nosotros y a quienes seguramente no les interesamos. Pero han entrado a nuestra casa por obra del milagro tecnológico. Queremos saber con quién se casan, qué auto tienen, cómo les está yendo. Somos sus esclavos, en primera instancia. Pero somos de algún modo sus dueños, si se lo mira un poco más. Joan Crawford fue una de las heroínas más incisivas de ese sistema desbalanceado. Para bien y para mal, fue a fondo en su atrevimiento. Una agresiva publicidad del cine norteamericano de los años 30 rezaba: “Toda la emoción que falta en tu vida, está en las películas”. Pese a lo humillante de la invitación, hay una seductora promesa de deslinde. “Venga y siéntese tranquilo, que aquí los problemas los tendrá otro”, podría ser el mensaje subterráneo. Con su itinerario, Joan es un producto jugoso para estos fines.
Joan Crawford no pudo tener hijos sanguíneos. Solucionó el déficit con dinero. Si alguien hubiera imaginado el peor castigo para la diva, seguramente hubiera pensado en alguna forma de escarnio público. Su personaje es esencialmente público, por vocación y por exigencia de una industria que fabrica “estrellas”. En Hollywood, el lujo es parte carnal del ídolo. Lo vuelve interesante antes de que diga una sola línea frente a la cámara. Para eso se le paga en demasía. Pero el ocaso de una estrella también puede integrar el espectáculo. Tal vez aporte el sesgo más interesante y apetecible con un triple rendimiento: atiende el chisme, la ficción y la secreta venganza del consumidor de éxitos ajenos. ¿Habrá sido ésta la táctica de Némesis en la vida de Joan Crawford? Desde su preocupación por una apariencia de solidez profesional y personal, a la filmación de una historia en la que aparece tratando de ahorcar a su propia hija, Hollywood agota en ella los servicios que una figura puede prestarle. El público también se sacia con un arco tan amplio y entretenido. El dinero, razón de ser del “star system”, le recuerda a Joan Crawford que sigue su propio rumbo. Pasa indiferente y se dirige con velocidad a la construcción de la contra imagen que la nueva hora reclama. Mommie Dearest (Queridísima Mamá) de 1981, dirigida por Frank Perry, es una película que se centra en la conflictiva relación de Joan Crawford con su hija Christine. En este giro, la actriz es una víctima.
Mommie Dearest (1981) cosechó, entre otros, el adjetivo de película “vergonzosa”. Se basa en el libro escrito en 1978 por Christine, hija de Joan Crawford, apenas después que su madre muriera y la desheredara por completo. Christine fue obtenida ilegalmente por Crawford, a quien el Servicio Social no consideró apta para ejercer la maternidad. La diva temía que un mundo de facilidades atrofiara las aptitudes de su hija. Pero Christine, en una de las primeras discusiones le enrostra a su madre que esa “familia” es una impostura más de las que Crawford suele sostener en el set. Por paradoja, Joan logró su único Oscar interpretando a una madre que lucha por su hija en Mildred Pierce, una película de 1946, dirigida por Michael Curtiz. Como madre, le fue mejor en la ficción.
Una escena de Mommie Dearest: La radio anuncia el premio para Joan Crawford (interpretada aquí con enjundia por Faye Dunaway). Los periodistas se abalanzan a las puertas de su mansión de Brentwood. Ella abre la puerta y saluda. Detrás, la pequeña Christine observa ese entorno halagüeño. Luego de varias fotos, Joan se retira e ingresa a la casa. Christine se demora. Se queda un instante frente a los focos y las cámaras. Consume esa droga y sueña. Encolerizada por el vodka, Joan Crawford suele aterrar a Christine. Pero es Hollywood. Idílicas, madre e hija (foto de portada) posan para la TV junto al árbol de navidad. Christine recita que donará sus incontables regalos a los pobres. La nochebuena americana recibe esta bendición televisada. Quedan fuera de campo las peleas entre ambas que suelen terminar con llanto y en el piso.
En modo grueso, a Mommie Dearest se le escapa su adecuación a las pretensiones de Christine, quien aparece con una estoica devoción por su madre pese a las heridas abiertas. El propio libro, casi difamatorio, desmiente en algún grado ese perfil conveniente. Pero ni siquiera esta suspicacia puede revertir algo que claramente no salió bien. Ajustado o inexacto, ese libro y esa película no eran el homenaje póstumo que Joan Crawford hubiera esperado. La polémica, las dudas, las confirmaciones y las desmentidas, engrosan un caldo que la butaca sigue paladeando fuera de cualquier rigor. El tan adulado público solo le es fiel al consumo. La persona del actor se quiebra y se inmola en el altar de ese servicio fascinante. Se ha hecho tarde para que Joan Crawford lo sepa: ella fue una luz central, una ilusión fulgurante. Pero también fue un fantasma devorado con dentadura implacable por el mismo cine que jugó a elevarla.