Por Román Ganuza

Vicente Monroy, en un buen libro que se llama “Contra la Cinefilia”, sanciona -entre otras cosas- mi debilidad por los fantasmas: “…Para el cinéfilo, el cine es mucho más que una serie de películas aisladas: es un gran mundo que se traslada de película en película, dentro y fuera del campo de lo visible, y que está dotado de consistencia propia. Un mundo mejorado, fabuloso, que comparte algunas cosas con el nuestro, pero también lo excede…” Los enlaces entre una figura del cine y los personajes que encarnó es siempre una débil conjetura, quizá un juego vano. Por caso, es probable que Joan Crawford sea solo un nombre. Pero no puedo -y tampoco quiero- dejar de perderme con gusto en el encadenamiento de esos reflejos. Le admitiría a Monroy que, en cierto modo, allí es donde vivo y de allí viene lo que comparto:

Tenía 18 años en 1922, cuando se llamaba Lucille Le Sueur y -de acuerdo a notas que no me negué a leer- lucraba con sus encantos. Ya en 1927 la pantalla la mostraba huyendo de un horrible Lon Chaney que le lanzaba cuchillos con el pie. En 1933 provocaba suspiros besando a Clark Gable y en 1946 ganaba un Oscar después de hacerse echar de la Metro. Hacia 1971 encabezaba el directorio de Pepsi Cola y en 1977 abandonaba el mundo. Su mito le sobrevive con salud. Recientemente, en 2017, se da a conocer una miniserie dirigida por Ryan Murphy, Feud, que se centra en su legendaria rivalidad con la gran Bette Davis.

Feud me lleva a 1960. Gala de premiación. Marilyn Monroe gana el Globo de Oro y Joan Crawford (interpretada por Jessica Lange) contiene el llanto en su mesa. La rubia que entre vítores y aplausos sube al escenario la está enterrando en vida. Es 22 años menor. Joan sabe que ese triunfo no se debe solamente a la belleza –que ella todavía conserva- sino a la juventud y a la novedad, sustantivos que la están abandonando. Ahora Marilyn es la más deseada, ocupa ese lugar que Joan siente suyo. La obra erosiva del tiempo es un tema en sus actuaciones y en las versiones ficcionales de su propia vida. Una película de 1956, Autumn Leaves, dirigida por Robert Aldrich, me muestra a Joan Crawford (Millie) temblando desde aquellos ojos imponentes. Quiere creerle a Clift Robertson (Burt) cuando él le jura que la quiere. Ella tiene 52 y él 33. Se prueba con pudor un traje de baño negro que destaca su indudable belleza madura. Un descuido la delata, olvida retirar la etiqueta. Millie desborda de ilusión y de temor.

Vuelvo a Feud. Llega 1963. Convencido el imperial Jack Warner (Stanley Tucci) de producir ¿What Ever Happened To Baby Jane? (¿Qué fue de Baby Jane?) le pide al director Robert Aldrich (Alfred Molina) que no se deje seducir por Joan Crawford como ocurrió en Autumn Leaves. Firmados los contratos, Joan lo visita a Warner en su oficina. Con teatral cortesía le expresa su felicidad por el proyecto. Coquetea y se estira a lo largo de un sofá. Jack Warner sonríe y ordena que cancelen su agenda. Joan ha invertido la secuencia. Si antes sedujo para alcanzar un objetivo profesional, ahora lo hace para celebrar lo que le llega por mérito. El sexo ya se sirve como postre. En 1955 Joan se casa con Alfred Steele, presidente de la Pepsi Cola, quien fallece en 1959. En la primera reunión de directorio que presencia como heredera accionaria, su expulsión está sellada. Acostumbrada a luchar con hombres poderosos, Joan Crawford despliega una de sus mejores actuaciones: “una palabra mía sobre la empresa bastaría para hundirlos”. Algunos se indignan mientras los sensatos piensan: La reintegran con honores a la junta directiva.

“No importa cómo lo conseguí” le dice Vienna (Joan Crawford) a su viejo amante que reaparece luego de varios años (escena de Johnny Guitar, película de 1954, dirigida por Nicholas Ray). Vienna regentea ahora un casino en las hostiles soledades de Arizona y es la primera gran heroína del western. Lleva armas y les da órdenes a los hombres. Hay una porción de Joan Crawford en Vienna. Es una empresaria a contramano, una feminista de facto. Como en la vida, le harán pagar el precio.

Finalmente, en 1962 se destraba la filmación de ¿Qué fue de Baby Jane? Drama apropiado para las crepusculares enemigas Joan Crawford y Bette Davis. No les cuesta nada odiarse en esta ficción donde encarnan a las terribles hermanas Hudson. Blanche (Joan Crawford) y Baby Jane (Bette Davis), comparten el olvido, la vejez y la pobreza en una atmosfera de patetismo. Baby Jane fue la niña prodigio del cine. Su desproporcionado éxito -se llegaron a fabricar industrialmente muñecas con su imagen- postergó y resintió tempranamente a Blanche. La lucha entre las hermanas por la atención ajena comenzó con los padres y se extendió luego al difuso y arbitrario “público”. Pero de todo aquello solo ha quedado el rencor. Un oscuro accidente dejó en silla de ruedas a Blanche. La crueldad de Baby Jane con su hermana es refinada y tenaz. Entre ambas, el pasado no descansa ni las deja descansar. Se parece demasiado a la relación personal que sostienen las actrices.  

De acuerdo a lo que propone la miniserie (8 capítulos) Joan Crawford fue quien encontró el libro de Henry Farrell (¿Qué fue de Baby Jane?) y quien propuso a Bette Davis (encarnada en la serie por Susan Sarandon) para compartir cartel. Un presente en el que los grandes estudios las eluden o les ofrecen papeles secundarios, las convierte inesperadamente en aliadas. Llevan 20 años odiándose por un hombre robado. ¿Qué fue de Baby Jane? puede hacerlas renacer, como lo hizo Billy Wilder con Gloria Swanson en Sunset Boulevard de 1950. Pero Crawford esconde una segunda intención. Quiere medirse, tener un mano a mano con esa rival tan prestigiada. Igualarla. Las feroces contendientes se permiten una tregua: “Bette ¿Que se sintió, ser la mejor actriz del mundo?”. Honesta, Davis admite que no fue suficiente, pero hiere de todos modos a Joan que nunca pudo superarla en este punto. ¿Qué fue de Baby Jane? tampoco le sirvió porque allí las jerarquías se confirmaron. Fue una buena idea y una amarga experiencia.

Joan Crawford dejó atrás la pobreza, obtuvo notoriedad. Cruzó bien el paso del cine mudo al sonoro que hundió a varios de los mejores. Obtuvo premios, riqueza, y llegó a ser una buena actriz. Doblegó a hombres con poder. Recuperó el primer plano cuando la daban por terminada. Pero no pudo con algunos estigmas de Hollywood. Las dichas y los triunfos en la ficción suelen negar su correlato en la vida. Aquella noche de transparencia, Bette Davis quiso extrapolar la pregunta “¿Qué se sintió, ser la mujer más hermosa del mundo?” Joan le confiesa que tampoco alcanzó y barrunta que el saldo del intercambio no la equipara. El cetro de Bette resiste mejor el paso del tiempo. La gloria de Joan Crawford en Hollywood se pareció a una estafa: lo más importante en esa cima fue el lacerante temor de empezar a caer.

 

 

 

 

4 thoughts on “Joan Crawford y las ficciones de la ficción”

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