Por Román Ganuza
Tres Veces Ana, 1961
Maria Vaner es una actriz muy presente en la filmografía de José David Kohon. Su gesto representa con facilidad la hondura y en el poder especial de su mirada late la receptividad con esa fuerza envolvente que el necio se apura a confundir con lo pasivo. Lleva inscripto en su gesto algo de lo primordial y lo fundante. Es un radio secretamente expandido que el cine fortalece incluso sin recurrir al primer plano. Si aparece serena en primera instancia, es solo porque domina su propia tempestad. María Vaner porta esta imagen singular que no encontró sucesora en el cine argentino. En el primer relato de la película interpreta a Ana, la joven que se entrega valientemente al amor y a la vida. El (Luis Medina Castro) se acercó a ella por una apuesta vulgar con amigos vulgares. Pero se encontró con una mujer y fue demasiado. La Ana encarnada por María Vaner atraviesa frontalmente la relación. Kohon se demora inteligentemente en una secuencia: La pareja contrata un hotel alojamiento. La cámara avanza por los pasillos hacia la habitación, siguiendo a estos dos trémulos protagonistas. El, que se adelanta, es tomado de espaldas. Ana, que lo sigue, es enfocada de frente. El embarazo no previsto de Ana adquiere cualidad de drama por imperio -otra vez- de lo social. Ambos tienen un empleo modesto y ayudan a sus respectivos padres. Pero la grieta fundamental entre ellos es la cobardía de él. Kohon introduce aquí el recurso al aborto, resolución que al principio no comparten. Ana lo repudia en el momento de consumar esta supuesta salida. El tiempo hace lo suyo y el personaje de Ana (María Vaner) redobla una superioridad anterior a esta aventura. Del tren al colectivo y del colectivo a la oficina, la rutina los vuelve a acercar. Él quiere hablarle y recuperarla. Ante ella, ha decrecido, se ha vuelto un hombre menor. Sin embargo, Ana todavía es capaz de intentar la continuidad de esta historia. Porque en la mujer -como reza aquella canción- el amor es más fuerte. Bello retrato trazado por Kohon, un feminista “avant la lettre”, no tanto en el disparo político y actual del término, sino en la astuta detección de ese poder simbólico casi sagrado que la mujer ostenta en la pantalla grande.
Prisioneros de una Noche, 1961
Otra vez María Vaner, aquí como Elsa, una mujer joven aparentemente común. De nuevo los trenes, recurrentes en la filmografía de Kohon. Afueras de la ciudad. Martín (Alfredo Alcon) es “groupier” en sórdidos remates de lotes de terreno. En esas circunstancias la conoce a Elsa. “Su trabajo no me gusta” le dice dos veces Elsa a Martín, como si la referencia la alcanzara. “De día duermo”, le avisa tempranamente ante una propuesta de Martín. Elsa es bailarina de tango en un bar donde sus funciones se acercan demasiado a las de acompañante. Pero Martín la quiere y va a pagar por ello. Ella pertenece a la noche y él quiere conducirla hacia el día. En esta película Vaner es misterio, arco de sombras y chispa de la vida. Algo de la madeja donde se encuentra atrapada se refleja en su hablar elíptico y acotado. Incluso en esta película, quizá la más argumental de las obras de Kohon, el espectro femenino es quien provee los móviles indispensables. La atracción, el sueño, el deseo, la libertad. La mujer conmueve el orden inmediato. Opera naturalmente sobre lo que está detenido o inerme. El semblante de Vaner sugiere y oculta la nocturnidad de su caso. Pero puja con tenacidad vegetal desde un subsuelo de la vida. Polo magnético, reflejo perturbador y grito saludable, María Vaner, bajo la perspicaz cámara de Kohon, potencia estos significados con una energía totémica. Completa una tensión histórica y genética. Es, a mi entender, la actriz más pertinente de su cine.
Así o de Otra Manera, 1964
Tremenda película. Beatriz Barbieri -una actriz que no he vuelto a encontrar en otros trabajos- es una suerte de Lolita vernácula. Encarna a la sobrina adolescente de un hombre maduro, áspero y violentamente voluptuoso (Mario Passano). Kohon hace circular aquí a la belleza juvenil bajo el equívoco interesado de la brutal mirada sexista. Un tío que acosa a su sobrina y un entorno que tiende a culparla por su belleza, juventud y desenfado. ¡Buscona! le grita la esposa de su tío (gran interpretación de Zulema Katz). La tormenta se desliza con fina apertura causal. Las derivaciones de esta tensa convivencia entre la sobrina y el tío, presentan una pluralidad de indicios suficiente como para que cada espectador enfrente las debilidades de su propio prisma. De este modo la película puede denunciar irónicamente a quien la mira. Esta joven sobrina demonizada se llama María, pero es realidad una Helena. Hará arder y llorar a Troya. El sincero enlace de este personaje y esta película con las otras mujeres de Kohon, en todo caso, es la centralidad protagónica, la gran fuerza del personaje, su volumen.
Breve Cielo, 1969:
Las calles, las “ávidas calles” de Borges y de Buenos Aires, también son de la mujer en la filmografía de David José Kohon. Ana María Picchio interpreta a Delia, personaje del desamparo urbano y joven. Procedente de la eterna pobreza argentina, entra a la Capital intentando iniciarse en la prostitución. Ensaya en la plaza del Congreso. Espera una oportunidad balanceándose en una hamaca. Por allí pasa Paquito (Alberto Fernández de Rosa), alguien ideal para intentarlo. Es un muchacho retenido y melindroso. Delia lo aborda, consigue su atención. “Sos linda”, le dice Paquito antes de advertir que enfrenta una oferta comercial. Juguetona y ambigua, Delia es una nena con tarifa. Paquito entiende, pero no comprende. Esto no estaba en su representación de las cosas. Cree que Delia está un poco loca. No imaginaba que el mundo se cierra para algunos. Ni siquiera ve lo escueto de su propio espacio. Es el dependiente de un almacén de propiedad de sus tíos. Tempranamente huérfano, tiene casa y comida a cambio de tiempo y trabajo. Los tíos se van a la costa, Paquito se queda a cuidar. La casa y las estanterías repletas del almacén quedan libres. Delia está en la calle y se prostituye, entre otros motivos, porque no tiene donde ir. Rígido pero tentado, Paquito le ofrece un techo por pocos días. Ana María Picchio sirve en esta ficción un precioso derrame de duplicidad. Un pájaro herido con giros de serpiente. Insulta a Paquito, la exaspera su temor a la infracción, su renuencia a una porción de libertad. Lo ve anotando cada mercadería que retira de los estantes. Una lata de duraznos -la mayor fiesta que compartieron Delia y Paquito- debe quedar registrada el inflexible cuaderno de los tíos. De la dulzura a la acritud, nuevamente la mujer es el eje. De su infancia despojada, Delia trae a la vida de Paquito la misma ternura que soterradamente demanda. Suelta la alegría cuando puede y también devuelve con frecuencia una dureza largamente asimilada. La ajenidad de Delia para Paquito es la historia que prevalece. La última escena coagula este fallido insoluble. La herida social -otra constante en el cine de Kohon- clava la distancia y la diferencia. Por aquellos momentos libres del dolor, tan entrañables, Delia será para Paquito el significado vasto de la mujer, el indicador de una vida que es más vida porque se expone, se lastima o se deleita. La dirección de Kohon florece en esta imagen de Ana María Picchio. Con poesía visual, la vincula a las plazas y los empedrados porteños de aquella década del 60, confusamente promisoria.
El Agujero en la Pared, 1982:
Alfredo Alcon, en esta película, es el frustrado fotógrafo Bruno. Llega al domicilio que promete la “posibilidad”. Es un secreto que Mefistófeles le confió para acercarlo a donde siempre quiso llegar. La puerta de esa casa es también un pasaje al “otro lado”. Lo reciben unos bufones, hay una fiesta enrarecida. Lo hacen beber, le dan droga, se burlan de él. La visita tiene algo de alucinación y mucho de advertencia. Bruno se marea, se quiere ir. De repente, aparece ella en la reunión. Es Thelma Casares (María Noel), la modelo y actriz de sus sueños. Radiante, espigada, rubia. Lo mira decididamente a Bruno. La escena comienza a disolverse para centrarse sobre ellos dos. Los participantes de la fiesta los apuntan con un gran foco, como si los estuvieran filmando. De frente a Bruno, Thelma se detiene frete a él y aguarda a que dos de los bufones le quiten el vestido desde los hombros. Es una potente oferta tendida como clave de un plan. El vestido azul cae. El torso ya desnudo de María Noel cobra brillo en el entorno oscurecido. Un contraste propio del barroco en una imagen publicitaria. Con ese plano medio, el director José David Kohon obtiene un verdadero avatar de Venus. Empina esa belleza imperativa y anhelante. Es un icono en una mujer. Bruno se acerca a Thelma temblando, boquiabierto. Cruzado de deseo y temor, extiende hacia adelante ambas palmas de las manos para recorrerla, para confirmarla. Kohon dibuja esta curva del deseo hasta el punto donde lo intenso converge con lo inconsistente.
El Agujero en la Pared, 1982:
Segunda escena: Fruto del pacto, Bruno despliega ese otro que portaba consigo. Ahora es un dueño, un triunfador. Almuerza con Thelma en una terraza más que exclusiva. Ella viste de rojo, el contraste con su piel forma un destello bien aprovechado por Kohon. Bruno (Alcon) come morbosamente las ostras mientras la mira. No habla, solo la mira y come. De pronto le dice: “Sos el juguete más lindo que tuve”. Su viejo sueño libidinal está en la cima. Con una sonrisa corta, la modelo responde “Soy tuya, patrón” a este diablo escondido en la falsa mansedumbre de la clase media. Thelma, inalcanzable antes de atravesar el “agujero”, se esclaviza para él. Pero es un espejismo, porque el verdadero esclavo es y será Bruno. En estas dos secuencias escenificadas por David Kohn, María Noel es el perfecto fulgor de lo ilusorio.
El Agujero en la Pared, 1982:
En esta misma película, Ingrid Pellicori es la contracara de Thelma Casares (María Noel). Es joven, fresca y resuelta. Tiene una mirada franca, cabellos castaños largos, tupidos y naturales. Es la vecina y amiga de Bruno que quiere ser más (lo quiere a él). Se sube a la medianera. Bruno está tomando mate en la antigua y raída galería de su casa. Ingrid le ofrece su sonrisa plena, su tiempo y una tonta revista de televisión en cuya portada -justamente- posa la sofisticada Thelma. Ingrid asienta el tópico angelical en esta construcción fáustica de Kohon. Mefistófeles -un brillante Mario Alarcón- le toma examen a Bruno. Fotógrafo al fin, lo asocia para estafar a cándidos aspirantes a estrellas de televisión. Pero impensadamente llega Ingrid a ese casting infame. Para el ominoso contratante de Bruno, es la prueba decisiva. Tras resistirse un poco, Bruno supera pruritos y ratifica el rumbo. Turbado, enfoca con la cámara fotográfica a una Ingrid decepcionada pero no sorprendida. Bruno le dice a Ingrid que se tiene que desvestir. Ella le pregunta si es necesario, aunque sabe muy bien que no. Ingrid también lo está probando a Bruno. David José Kohon resuelve el cuerpo desnudo de Ingrid Pellicori mediante un giro casi completo que concluye en un sombreado perfil. A diferencia del luminoso y casi agresivo desnudo de Thelma (Noel), esta imagen –de calma clásica- traduce un pudor libre de inocencia. Kohon añade un corte que da paso a la imagen de Ingrid atrapada en la lente de la cámara de Bruno. Esta alternancia denuncia una apropiación que a la vez es pérdida y renuncia. Las dos direcciones de sentido vibran con este preciso montaje. Humillada y traicionada, Ingrid deviene ganadora: a la arrogante corrupción de Bruno le ha opuesto el valor y la entrega. Se yergue mujer de un modo rotundo. Es sabia y generosa, un ángel, sí, pero sin purezas a vulnerar porque es cuerpo vivo y fecundo. Sutilmente invencible, existe detrás de la vieja medianera o en cualquier lugar donde el amor se abra camino. Cuando Bruno (Alfredo Alcón) yace muerto sobre la vereda, suicidado al cabo de su vertiginosa transacción, solo ella se inclina sobre ese abandonado cadáver. Lo besa sexualmente en la boca tiesa. Con ese gesto lo despide y lo recibe. Ambas escenas gozan de una condensada belleza, ambas son terribles y reveladoras.
Conclusión
Con nobleza formal, Kohon promueve la universalidad del personaje. El director argentino fue un verdadero maestro en la modulación artística de lo femenino. Dominó esa gama de significaciones rica y compleja, desde las objetivables hasta las imaginarias. Edifica la referencia de la mujer como categoría de posibles, llevándola con facilidad de las veredas al pedestal, de la oscuridad a la luz, de la vida al mito. Kohon fue sin duda un gran artista de la dirección cinematográfica. La contundencia en el diseño de estas mujeres de ficción, lo gravitante que resultan para cada inserción narrativa, y la natural belleza de cada una de ellas preservada y potenciada por mediación de su cine, así lo acreditan