Por Román Ganuza
Se me perdonará el sexismo, pero para mí Katharine Hepburn es propiedad de Spencer Tracy. Claro que esto es apenas una cuestión de enfoque, porque sobran evidencias de que es exactamente al revés. Difícil, irascible, bebedor y de magra salud, es él quien depende fuertemente de la emperatriz hollywoodense. Recurrentemente, ella interviene para que Spencer -de cuyo talento nadie duda- no se quede sin trabajo ni compañía. Son la mayor pareja del cine y los mejores comediantes que yo conozca. Para 1956 acumulan cinco películas juntos y harán todavía dos más: una para Walter Lang, el año siguiente y mucho más adelante, en 1967, la osada película sobre el matrimonio interracial de Stanley Kramer para cerrar el ciclo. Incurablemente imaginaria, mi vida me estaciona en 1956, momento en que la entrañable pareja divide sus rumbos profesionales. Por separado brillan tanto o más que cuando el set los reúne. Kate viene de hacer Locuras de Verano (Summertime), dirigida por David Lean y dichosamente filmada en Venecia. Spencer, por su parte, acaba de servir otra actuación descollante en Conspiración del Silencio (Bad Day at Black Rock) de John Sturges. Ella marcha bien por la vida y por la escena. A su compañero sentimental, ni el éxito ni el dinero le pueden proveer el equilibrio faltante. Me preocupo. Kate es talentosa, bella y, además, rica desde el nacimiento. Temo que los excesos de Spencer la agoten y ella se marche. No me inquieta una cuestión de fidelidad, Kate sabe darse los gustos. Se trata de la lealtad, de que no lo abandone a Spencer. Hoy se cierne una amenaza: Katharine Hepburn comparte un proyecto cinematográfico con el señor Burt Lancaster.
Las edades de ambos son cercanas, ambos han pasado los 40 y Katharine es apenas 6 años mayor que Burt. Ella ha comenzado a hacer papeles de mujer madura mientras él se viene erigiendo como un tipo de galán diferente, que suma al buen inventario expresivo un despliegue atlético infrecuente. Es un Kirk Douglas con crema. Acróbata y gimnasta desde la niñez, ha sido sucesivamente un divertido pirata, un valiente detective, un marinero náufrago, un nativo apache, una estrella del fútbol americano o un rudo y atractivo camionero. En la ficción, han sucumbido a su doble encanto mujeres de la talla de Bárbara Stanwyck, Yvonne De Carlo, Virginia Mayo y la apasionada Anna Magnani. Realidad y ficción -esto se ha dicho- mantienen fronteras inestables. Temo que Katharine se enamore de Burt. Ese es mi problema. Para peor, la película trata de un timador. Burt Lancaster encarna a un estafador que seduce con planes y objetivos. Cuesta imaginarla a ella sucumbiendo a sus artilugios, pero esto es cine y aquí todo es posible. Habrá besos, horas compartidas, quizá confidencias. El lector podrá preguntar qué me importa a mí lo que suceda en el corazón de estos dos notables. No sé qué responder, salvo que necesito espiar en esta película que para colmo se llama Rainmaker, el “hacedor de lluvia”, y entre nosotros El Farsante. Para mi tranquilidad, la Paramount, por pedido de Kate, autorizó que Spencer la acompañe durante la filmación. Ella quiere tenerlo cerca para cuidarlo. Pero también está exultante porque trabajará a las órdenes de Joseph Anthonny –su director en el teatro donde interpreta esta misma pieza- y por este coprotagonista con quien va a compartir pantalla por primera y última vez.
Tuvieron que pasar 94 minutos para que Burt Lancaster besara a Katharine Hepburn. Ocurrió de manera imprevista, en el galpón de una granja en Arizona. Fue un beso teatral pero resuelto. Burt acomodó a Katharine de costado y él, más alto, dominó ese cruce de deseos enfrentando a la cámara. El beso fue también solitario y prolongado. Coreográfico, como toda esta película en la que los personajes se disponen en diagonal o se escalonan y saltan para ritmar las escenas. Se nota que Joseph Anthonny es un director de teatro. El color es saturado y fuerte el contraste. Burt Lancaster es Starbuck, un prestidigitador que ha llegado hasta allí embaucando a la gente y huyendo del sherif. Vende su presunta capacidad de hacer llover acompañado de una estrafalaria carreta donde lleva falsos artefactos y suelta sus persuasivos discursos. Tiene algo de político, de mago, y de arlequín. Inserto en los años 20 del siglo pasado, aprovecha la nueva fe de la modernidad. Los pueblos quieren creerle y él es un impostor ambiguamente genial. Por su parte, Katharine Hepburn es Lizzie Curry, una mujer soltera a quien su padre y sus hermanos presionan para que se case como sea y con quien sea porque se hace tarde. Han conseguido hacerla dudar de su atractivo. Por no lograr lo que quiere, Lizzie ha dejado de quererse a sí misma. Claro que es una granjera especial, ingeniosa, que lee mucho y contesta con refinada ironía. Divierte a sus hermanos con geniales imitaciones y no le cree ni una palabra a Starbuck. Sin embargo, el personaje de Burt se va revelando como una intrusión metafórica. Sus engaños sacuden la chatura, animan la ensoñación. Representa el vuelo que necesita lo terrestre para volverse fecundo. Lizzie apalanca una nueva visión de sí misma en este hombre siempre envuelto en una camisa negra con estrellas estampadas, pañuelo azul al cuello, cinturón con apliques de plata y una figura a medias romántica y grecorromana. Lizzie es una flor sin agua y Starbuck un mentiroso necesario. The Rainmaker es una película con alma. Sencilla, lúdica y compacta.
Burt Lancaster ostenta una rara reunión de rusticidad y poesía. Su sonrisa nace agresivamente para culminar con un aire reflexivo. No es del todo recio ni del todo sutil. Es un enorme artista de cine. Katharine se carga la propia edad sin complejos. Los años están en alguna huella de su mentón y en esa mirada húmeda y brillante. Su fuerza permanece intacta. Sigue siendo luminosa, invasiva y sorprendente. No tiene sentido discutir si actúa o si ofrece su carisma. El resultado es uno solo y siempre efectivo. El final de The Rainmaker se contrae sobre sus dos figuras. Se vuelve un show de Katharine Hepburn y Burt Lancaster. La película luce en Kate a una mujer más cercana al renacimiento personal que al enamoramiento. Burt la ha rescatado del desprecio. El estafador se ha convertido en terapeuta. Lizzie computa ese logro, pero no se esclaviza, almacena el momento en su cuenta personal. Bajo la piel avasallante de la Hepburn, Lizzie nunca podría ser la campesina deslumbrada por el seductor. Al contrario, en el beso que rompe una larga frustración es Burt quien queda prendado. Sucede que Lizzie Curry ni por un momento ha dejado de ser Katharine Hepburn. La película se alimenta de este error. Ya no me preocupo. Sé que Kate seguirá fielmente a Spencer y será su sostén hasta el último día, pese a todo. Ya no es la niña traviesa que aturdía a Cary Grant. Se acercan los años 60 y en el cine que se aproxima las estrellas se irán apagando. Habrá incluso quien celebre este triste advenimiento de la llanura. Velar por los amores de Hollywood es un ejercicio vano que no sé cómo evitar. La relación de Katharine con Spencer no corre peligro porque se basa en la admiración. Nadie puede gobernar una escena con solo mover la boca, las cejas o los ojos como Spencer Tracy. Pero él debiera anotar que Burt Lancaster, en The Rainmaker, ha resultado una muy elevada referencia. Este histrión que besa pomposamente, retiene con fuerza el demonio de la juventud. Será un sello de Burt hasta muy entrado en años. Kate y Spencer, por su parte, sabrán mantener la dignidad profesional, pero no van a recuperar sus horas doradas. Con ellos comparto este tiempo de transición en el que algo llega y algo se va. Cierro mi nota desde este año de 1956, tan familiar como imposible. Déjenmelo disfrutar antes de que me alcance el presente.
Excelente nota, como nos tiene acostumbrado Román. Felicitaciones.