Por Román Ganuza

“Tengo la gran ventaja de que yo solo puedo ver el mundo como debería ser, y cuando no lo es, la imperfección resalta igual que una nariz a la mitad de la cara.  Y a veces vuelve la vida insoportable, pero resulta útil en la detección del delito”. Estoy escuchando y viendo al más reciente Hércules Poirot, esa criatura central de Agatha Christie traída nuevamente al cine. Sus dos aventuras más famosas ya habían sido filmadas, pero en estos últimos años, el artista irlandés Kenneth Branagh me ofrece sus propias versiones en las que dirige y actúa: Murder on the Orient Express (Asesinato en el Expreso de Oriente) en 2017, y Death on the Nile (Muerte en el Nilo) en 2022.

      En un más que recomendable podcast de Radio Cicuta (https://open.spotify.com/episode/7rytjOgEeV1lLwzdeNXRb9?si=Vgaf5Hb4ROay6LQThPsfmQ) Alvaro Fuentes Lenci compartió con Mariano Colalongo y Javier Bonafina el tema de la adaptación al cine de los textos literarios. Justamente, las versiones realizadas por Branagh de estas dos novelas de Agatha Christie, fueron de algún modo el disparador del encuentro. Alvaro soltó un concepto que le hace justicia a estas películas: la idea de regresión con transgresión. Efectivamente, hay en el cine actual, una tendencia a repetir tramas introduciendo alteraciones que ponen en crisis la relación del libro con su versión filmada. Justamente, el héroe de esta saga, Hercule Poirot, asume en manos de Branagh una dimensión que me ha impactado. Si el precio de esta construcción ficcional fue una traición al texto, absuelvo desde ya al actor y director irlandés.

      En esta renovada presentación, el infalible inspector de bigote alambicado no ha perdido las mañas: reclama sin falta que su nombre correcto es “Hercule” sin la ese y que no es francés, sino belga, diferencia que no considera menor. Sigue siendo un profesional reconocido, admirado y temido. Sin embargo, por la particular puesta en escena y actuación de Branagh, advierto que la palabra éxito no se termina de acomodar a la textura del personaje. En lo profundo, la eficacia se le vuelve una especie de maldición, no hace otra cosa que obligarlo a confirmar lo que aborrece. Lo que el curioso detective belga padece es una nostalgia metafísica. No añora un tiempo histórico, como el Stefan Zweig de “El Mundo de Ayer”, ni un lugar geográfico como W. Hudson en “Allá lejos y hace tiempo”. Lo entrañable, para él, es un estado utópico de las cosas y los hombres. Su reino no parece ser este mundo. Por eso quiere tomar vacaciones, leer a Dickens, contemplar pintura, y recordar a su adorada esposa muerta. Su pasión perfeccionista lo lleva a comparar con una regla la altura de dos huevos servidos en copa o amonestar a quien viste una corbata que no cae a plomo. Pero estas obsesiones son apenas la punta del iceberg. Como le dijo al agente israelí, él tiene naturalmente a la vista lo que debería ser y el contraste con la precariedad de lo real le estalla en los ojos.

    También mantiene intacto su nervio literario ambicioso y desmesurado. Los casos que le toca investigar ocurren frente a la Esfinge de Guiza, en las ruinas de Karnak, o en los tramos ulteriores del río donde se amaron Cleopatra y Antonio. Analiza crímenes en el muro de los lamentos de Jerusalén o en el tren que va de Estambul a París y queda varado en la azulada nieve de los Balcanes. Se planta en el umbral mismo de la humanidad relatada. Y desde esta remisión al origen narrativo de Poirot, Kenneth Branagh ensaya una doble expansión del inspector. Si a este Poirot le preocupa menos la resolución técnica que el viraje redentor, es porque se ubica más allá del héroe correccional.

    En Death on the Nile, historia de un crimen motivado por la ambición y ejecutado mediante engaños y traiciones, el personaje de Andrew Katchadourian (Ali Fazal), contador de la potentada y bellísima Linnet Ridgeway Doyle (Gal Gadot), intenta asesinarla para tapar sus oscuros manejos financieros. Por milímetros, fracasa. En Murder on the Orient Express, secuencia de una conspiración criminal urdida con hambre de venganza, el personaje de Arbuthnot (Leslie Odom) le dispara a Poirot y lo hiere en un brazo por temor a que descubra la responsabilidad de su novia en el asesinato del detestable Ratchot (Johnny Deep). No alcanza a matarlo. En ambos casos, Poirot se muestra magnánimo. Desiste de la denuncia y apela a la conciencia de estos hombres. En este rasgo, el atildado inspector metaforiza a las palabras supremas de la filosofía y la religión. Pero se torna muy próximo porque lleva enclavada en el alma una tristeza que procede del amor a la mujer que ha perdido en un accidente. Aquí es emotivo y terrenal. Su clave transformativa se refleja cabalmente en el legendario bigote romantizado por Brannagh. Tiene ahora el vuelo y el largo propios de una cabellera, suma una segunda curva y un final menos puntilloso que el de sus más conocidos predecesores (Philippe Noiret o David Suchet).

       Veo las versiones de Murder on the Orient Express y Death on the Nile justamente en este cierre de Marzo e inicio de Abril, lastrado por fechas punzantes. Branagh diseña y encarna aquí un nuevo Poirot que me divierte y me conmueve. No tengo su agudeza, su prestigio, ni su elegancia, pero no estoy demasiado lejos de su nostalgia. Recuerdo bien que hasta cierta altura, la vida nos prometía una vida. Después, hubo que empujar la ilusión de vivir en el hábito de sobrevivir. En aquella infancia y adolescencia, un mundo de colectivo candor y fácil fraternidad, era imaginable. Pero tal como cantaba Lito Nebbia, “la humanidad no fue lo que yo esperaba”. Un poco a la manera de Poirot, suelo computar con frecuencia ese doloroso faltante.    

       Confirmo entonces que lo propio del arte es constelar, tender los puentes que no parecen posibles. Lograr, sin ir más lejos, que me reconozca en la ternura de este pintoresco detective que resuelve disparatados casos en lugares exóticos. El arte es un brote de la vida capaz de cruzar el tiempo y el espacio, la muerte y el olvido. La difícil construcción ficcional de Kenneth Brannagh, su constante apelación a la inteligencia y a la sensibilidad, me han llegado con justicia estética. Los ojos humedecidos del inspector, sus silencios, su reclusión en la lectura y su estoica negación al odio, me han traído una porción de belleza suficiente para sentir cierto abrigo en el alma. Lo más propio de Poirot, aquello que lo hace digno del mundo que idealiza, no es un secreto sofisticado como los crímenes que le toca escrutar, sino una evidencia que Branagh supo ir desgranando con fluidez amable: este Hércule Poirot es un hombre bueno. 

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