Por Alison Fitzsimons
Kentukis es una novela que fusiona el realismo con la ciencia ficción. Muestra, a través de la mirada de sus protagonistas, biografías y realidades sociales dispares, en una suerte de “hibridación” con un mundo distópico.
Se trata -en una primera lectura rápida- de historias “aparentemente” inconexas, pero con un punto de convergencia: los Kentukis .
Un Kentuki es definido como un peluche provisto de un chip que le permite establecer conexión con su “amo”. Se trata de una mezcla de mascota y muñeco: un híbrido. Esta palabra fue introducida por Haraway en “Manifiesto para cyborgs”. Allí, define al cyborg como un “organismo cibernético, híbrido de máquina y organismo; de realidad social y ficción”. Su imagen debe construirse alrededor de dos conceptos: ironía y blasfemia, ejes de un mundo que ya no depende del género, raza, sexualidad y clase. El cyborg, o su mundo, nace en un contexto de rebelión, con tendencia a la difuminación de la separación hombre-animal y una frontera cada vez más estrecha entre organismos y máquinas, gracias a la adquisición de una autonomía progresiva y acelerada de lo artificial .
La obra de Schweblin aborda, justamente, los límites imprecisos entre el mundo físico y el no material. En ella, sus protagonistas deben elegir entre ser un Kentuki o ser “amo de uno”. Quien opte por la primera opción, tendrá el “poder” de ver y pasearse por la intimidad de su amo: la posibilidad de recorrer el espacio en el que su amo se mueve de manera casi ilimitada, siempre y cuando su “señor” no establezca límite entre lo que puede y no puede hacer: le otorga una autonomía relativa”.
Quien por el contrario haya decidido adquirir un Kentuki, será el observado, hallándose imposibilitado para conocer quién está del otro lado de la cámara del muñeco. Existe entre ambos un sistema de comunicación fallida: se halla restringido por la incapacidad del Kentuki de responder mediante el habla y hacerlo de manera deficiente a través de signos aislados.
Si no es posible que se establezca una comunicación efectiva entre ellos, ¿cuál es la finalidad real de la relación?, ¿cuáles son las motivaciones para que un ser humano elija “ser” o “tener”?
En cada uno de los relatos, nuestros protagonistas se enfrentan a su realidad más peligrosa: la falsa sensación de poder.
Con el correr de los capítulos, los personajes se ven invadidos por momentos de incertidumbre, al desconocer los límites (o querer romperlos) en su relación con el otro sujeto involucrado. Cuando el tiempo dedicado en la relación Kentuki-amo, supera el empleado en la llamada vida real, es cuando comienzan a desatarse los conflictos. Una involucración excesiva y hasta obsesiva, terminan por confirmar la idea de que lo digital se erige como una potencia supuestamente aletheica, como la manifestación de la realidad de los fenómenos más allá de sus apariencias.
Frases como “en el supermercado (…) ronroneó también en silencio (…)”y “tenía dos vidas y eso era mucho mejor que tener apenas media (…)” dan cuenta de la identidad como puro artificio y de cómo, la vida virtual, sustituye a la real con sus falencias. A pesar de su “caducidad programada”, viene a suplir la falta de afecto real.
Como bien expone Haraway, el cuerpo se “crea, reconstruye”, y el espacio virtual funciona como “prótesis” para la extensión y continuidad de nuestros cuerpos. Ser un Kentuki habilita esa prolongación corporal, y la noción de identidad cobra sentido en relación con otros: de ahí el concepto de hibridación.
“¿Cómo sería ser anónimo en la vida de otro?” se pregunta Alina.
“Poca gente estaba dispuesta a exponer su intimidad (…) y a todo el mundo le encantaba mirar”.
“La gente pagaba para que la siguieran como un perro el día entero,alguien mendigando su mirada.”
Los protagonistas de la obra de Schweblin, se sumergen y refugian en la vida virtual, ante las presiones e insatisfacciones en la real. No son juzgados, pero tampoco comprendidos. Desaparece el discurso dualista tradicional del cual habla Haraway..¿placer?, ¿displacer?, ¿culpa?, ¿morbo?, ¿perversión?, ¿desconfianza?
Emociones por las que podríamos ser juzgados, se transforman en el eje de la virtualidad Kentuki.
Las tecnologías digitales dictan el tempo de nuestras existencias. Dan ritmo a la época. vuelven marginal el tiempo humano de la comprensión y la reflexión, de nuestro derecho de decidir. Los límites son tan imprecisos, que el género y el sexo sufren transformaciones, como resultado de la ilusión de libertad que ofrece la red.
En reiteradas ocasiones, personajes como Emilia y Marvin, experimentan traspiés emocionales al no lograr identificar o establecer qué es lo real: si la monotonía y depresión de la vida humana, o la falsa sensación de placer, afecto y poder otorgada por el mundo virtual del Kentuki.
“Sabía que la libertad en el mundo Kentuki no era la misma que en el mundo real…”.
“De su propia vida y de su hijo se ocuparía más tarde, tenía todo el tiempo del mundo”.
Por otro lado, Alina, Eva y Enzo, experimentan la perversión, la obsesión y la frustración.
“se había obsesionado”, “necesitaba esa compañía”.
“será lo más parecido a tener una hija”.
“Pasaba más de diez horas por día frente a su computadora”.
No existe nada cien por ciento natural, ni tecnológico. Existe un ser humano que intenta corresponderse con lo ética y moralmente correcto, siempre dentro de los parámetros establecidos por la sociedad. En nombre de la integridad humana, se propaga una “libertad negativa”, defensiva, que únicamente protege el derecho de los sujetos frente a las pretensiones potencialmente abusivas de poder. Eso no es libertad, dirán quienes experimenten detrás de la cámara de un Kentuki, la sexualidad, corporeidad y supuesta inmunidad.