Por Román Ganuza

Gracias a las dóciles herramientas del Google Map, consigo ubicarme a la altura del edificio The Campanile, a la vera del East River. La perspectiva desde allí funde el verde de la isla Roosevelt con las torres del barrio de Queen´s, altas, pero no tan abigarradas como las que hay de este lado del río, en Manhattan. La aplicación me posiciona a nivel de la calle. Supongo que desde el décimo piso de ese edificio se puede apreciar el contorno completo de la breve isla y la bifurcación que hace el río para rodearla. Girando hacia a la izquierda de la pantalla aparece el Queensboro Bridge (puente de Queensboro). Levantado a pocas cuadras, salta sobre el río y la isla uniendo esta rutilante urbe con el barrio de Queen´s, en Long Island. Escalando el mapa compruebo que el East River es un brazo del Hudson, el río que vertebra a Nueva York. Manhattan queda aprisionada entre su curso madre y este desprendimiento. Ambos nervios de agua la separan de New Jersey, hacia el Oeste continental y de Long Island, hacia el mar. De acuerdo a esta ilusión visual me encuentro en la orilla oriental (East Side), cerca del Times Square o el Carnegie Hall. Una sobria calle muere aquí luego de cruzar la 7ª y 5ª Avenida. Veo la entrada -nada ostentosa- del señorial The Campanile. La herramienta electrónica llega hasta aquí, no me permite subir al piso 10. A esa secuencia la tengo que imaginar: Salgo del ascensor -que debe ser suntuoso- y ya en el departamento corro las cortinas del gran ventanal que da al río. Emocionado, creo estar viendo todo tal cual lo describí. Tengo por fin el punto de vista que tuvo ella. Aquí se recluyó durante 49 años Greta Lovisa Gustafsson, desde aquel día de 1941 en que dejó de ser Greta Garbo hasta el final de su vida.

Con justeza imponente, Federico Fellini dijo que “Greta Garbo convirtió el cine en religión”. El director Sidney Lumet seguramente compartía la idea y Garbo Talks, su película de 1984, en cierto modo la desarrolla. Su personaje central, Estelle (Anne Bancroft), pertenece a la grey que venera a la deidad sueca. Mujer de unos 55 años, divorciada, llora en su cama viendo por enésima vez el final de La Dama de las Camelias (1936, dirigida por George Cukor). En plano abismado veo en colores cómo Estelle la ve a Greta Garbo en blanco y negro. Está bien que así sea porque el color podría desmentir o degradar el icono de Greta Garbo. Esto puede contrariar al sentido común si no se comprende que su especie no depende de lo real. Justamente Estelle, que sigue llorando y se pasa un pañuelo bajo los párpados, mueve la cabeza enfatizando el carácter increíble de lo que está viendo. Tísica y agotada, Margarita Gautier (Garbo), desfallece en los brazos de Armand Duval (un lozano Robert Taylor). Su fuga de la vida no afecta a su belleza que, por el contrario, crece en clave poética. Armand le promete a Margarita que ella volverá a ponerse bien y que regresará la dicha entre ambos. Garbo sonríe con languidez porque sabe que eso no es cierto. Pero se ilumina porque adora escucharlo. Es tan romántica como Estelle, que tiembla por la salud de Margarita conociendo de sobra el final. Garbo deja caer su cabeza con moribunda elegancia, dándole tiempo a Estelle para que testimonie su agonía con esa forma gozosa de sufrir que solo el cine puede obsequiar. Estelle llora de tristeza por Margarita y de felicidad por haber visto otra vez a la gran Garbo. Este curioso poder, esta doble naturaleza de un personaje, es lo que distingue a una “estrella” de un actor.

«Mi vida ha sido una travesía de escondites, puertas traseras, ascensores secretos, y todas las posibles maneras de pasar desapercibida para no ser molestada por nadie». Garbo dice y oculta. Su prematuro y abrupto retiro es aún más teatral que los mejores gestos de su Margarita Gautier, su Mata Hari, su Reina Cristina de Suecia, o su Anna Karenina. Fue la más inteligente y también la más egoísta. Huyó de Hollywood para afincarse en New York. Abandonó el mismo mundo en el que nos hizo creer, aumentando el volumen de su propio mito. Alguien debía interceptarla y violentar ese ruidoso anonimato. Sidney Lumet lo diseñó bien para su película: Resulta que a Estelle le descubren una enfermedad terminal y le pronostican poco tiempo de vida. Estelle es intransigente, utopista, resuelta. Enfrenta su suerte, pero pide un deseo: ¡Conocer a Greta Garbo! Corre el año 1984 y la diva lleva ya varias décadas confinada en The Campanile. Se le conocen escapadas a España, a Suecia, y escasas salidas a pie por algunos rincones de Manhattan. El encargado de cumplir el sueño de Estelle es su hijo Gilbert (Ron Silver). Desde luego, su nombre tributa a John Gilbert, el gran amor malogrado de la Garbo. La empresa es absurda e imposible para un ciudadano común. Sin embargo, o por eso mismo, es maravillosa. Con esto, Lumet mete el mundo heroico de Greta en el mundo profano de Estelle y Gilbert.

Me euforiza la película cuando el pobre Gilbert rodea las proximidades de The Campanile (foto de portada). Aguarda en la entrada, camina por sus veredas. Día y noche, Garbo no aparece. Pero Lumet me permite imaginar que quizá ella lo está viendo desde el piso 10. Restaurantes, ferias de antigüedades, una solitaria playa en Fire Island. Viejos fotógrafos y actrices, conserjes, dueños de selectas confiterías. La peregrinación de Gilbert es enriquecedora y transformativa. La encuentre o no la encuentre, no volverá a ser el mismo. Va al cine a ver Ninotchka (1939, de Ernst Lubitsch). Con su voz ambigua, Greta Garbo se burla de Melvyn Douglas. Risas y aplausos. Gilbert ahora entiende y alimenta su obstinación. Rompe y paga. Subrepticiamente, Lumet tributa al cine como hechizo espiritual.
Nadie consiguió de ella un autógrafo, un reportaje, ni un contrato para que vuelva. No asistió a ningún homenaje ni fue a recibir el Oscar honorario que le dieron en 1954. Un tenaz paparazzi, luego de perseguirla mucho tiempo, la sorprendió en plena calle. Garbo llevaba unos anteojos amplios y tonalizados que le ocultaban el rostro. A su clásico peinado lacio a dos aguas, ya ceniciento, le sumaba un desconcertante flequillo. Advirtiendo al cazador, cruzó un paraguas sobre su rostro. Esa foto la muestra dignamente envejecida, aunque reconcentrada y distante. Quizá lo que confunda en la vida de Greta Garbo es que ella no se confundió. No malgastaba, no hacía fiestas, no se casaba. Invertía en la vejez. Venció las reticencias del selecto consorcio del Campanile (no querían personas famosas) para ocultarse definitivamente.

Si Greta Garbo fue la diosa de su propia religión, Sidnety Lumet, con esta idea, bien podría ser un profeta. En 1990, seis años después del estreno de Garbo Talks, ella muere en New York de un síndrome renal. La forma elegida por el director para cerrar la película es fina y cuidadosa. Preserva la humanidad y la divinidad de Greta Garbo. Es justa y reparadora, atiende el registro escueto que la propia estrella ofreció desde el ostracismo. La sugiere como una señal o un fantasma visible. Garbo Talks, tierna humorada, honra las dos desmesuras de aquella mujer: su seducción poderosa y su arrogante silencio. El cine urde estas permanencias vulnerables, ese es su metier. La necrópolis de Skogskyrkogarden, en Estocolmo, conserva hoy las cenizas de Greta Lovisa Gustafsson. El departamento del piso 10 fue vendido por su sobrina.

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