Por Román Ganuza
“Hacía ya mucho tiempo
que yo rumiaba el pensamiento
de ir tierra adentro”
Lucio V. Mansilla
(“Una excursión a los Indios Ranqueles”)
Leubucó o Leuvucó. Así se llamaba la laguna que dejó de serlo. Trato de ubicarla en Google Maps y me equivoco. Doy con una estación urbana del mismo nombre en el partido de Adolfo Alsina, esquina del suroeste bonaerense. Un dato alimenta mi confusión: en esa localidad una escuela lleva el nombre de “Lucio V. Mansilla”. Parece, pero no puede ser. Lo que estoy buscando tiene que estar a unos 500 kilómetros de la ciudad cordobesa de Río Cuarto, hacia el sur y hacia el oeste. Encuentro un oportuno video del motociclista rutero Gino Valentini, quien se propuso llegar hasta el lugar en dos ruedas. Ahora sí me estoy asomando por Youtube a la verdadera Leubucó, en el departamento de Victorica, extremo norte de La Pampa en el límite con San Luis. El camino es un arenal. Valentini se arriesga y lo encara con su moto tipo “custom”, difícil de dominar en esas condiciones. Se por mi lectura que a ese tipo de terreno se lo denominaba “guadal” y lo que estoy viendo ahora apenas si mejora “la rastrillada”, surco que rielaba las arenas por el paso de los indios, según cuenta Mansilla en su crónica. Era una huella imprescindible en el desierto, condenada a borrarse por obra del viento y el tiempo. También hubo allí un breve monte de caldenes que anunciaba la proximidad de la toldería. Ya no están. Son metáforas perfectas de este enclave pampeano. El motociclista explorador persevera, quiere honrar una historia acechada por el olvido. Se desorienta, pasa de largo, pero finalmente encuentra el objeto de su viaje. Celebro el acierto y devoro unas imágenes terminantes. Leubucó es hoy un nombre fantasmal, el sonido de una soledad crecida en el espacio y en el tiempo. Viento, lomadas leves y escasos colores. Se necesita inventar el eco de un murmullo o un griterío para creer que alguna vez 8000 almas amaron y pelearon en ese paraje. Solo unos chañares bajos escoltan el austero mausoleo del cacique, mientras Valentini lucha para mantener el audio en medio del vendaval. Filma y describe el cuadrilátero basal de troncos entrelazados con una pirámide superior de cuatro caras que simboliza en cada una los linajes más importantes del pueblo ranquel. Quien allí yace, luego de haber recuperado su cabeza profanada durante más de un siglo, es Panghetruz Güor, uno de los hijos más descuidados por nuestra madre historia.
“Nadie bolea, ni piala, ni sujeta un potro como él”
Lucio V. Mansilla
(“Una excursión a los Indios Ranqueles”)
En 1834, cuando tenía nueve años de edad, el destino sacudió la vida de Panghetruz y lo colocó en ese lado del mundo que finalmente arrasaría con él y con los suyos. Una partida del ejército de línea lo capturó en Melincué y lo trasladó a Buenos Aires. Lejos de la pampa honda y su solitaria laguna, el niño ranquel cambió el nombre por el apellido y un prematuro cautiverio por un futuro cacicazgo. Lo llevaron ante Juan Manuel de Rosas. Patriarcal y político, el Gobernador, enterado de que era un hijo del cacique Painé, tomó a Panghetruz, lo empleó en su estancia “El Pino” de Santos Lugares, lo apadrinó y lo hizo bautizar: su nombre de cristiano a la fuerza fue desde entonces Mariano Rosas. Un privilegio para el momento y un problema para después. Bien considerado por sus habilidades -y muy mimado por Manuelita Rosas- Panghetruz Mariano nunca dejó de añorar el origen. Luego de varios años en la estancia de Rosas (entre 7 y 13 según las versiones), una noche tomó buenos caballos y emprendió el riesgoso regreso a su pueblo. Pese al paso del tiempo, supo orientarse en aquella marcha que le llevó varios días. Gran jinete y buen rastreador, se escondió entre los montes cada vez que divisó una partida. Sorteó con éxito el fuerte Federación (Junín) y llegó sano y salvo a Leubucó. Todo lo aprendido en la estancia, incluido el idioma de los “huincas”, lo convirtieron rápidamente en “lonko”, gran cacique ranquel, investidura que Mariano lució hasta su muerte en 1874. Lejos de ofenderse por la deserción, su pariente adoptivo le hizo llegar un tropel de 200 yeguas jóvenes junto a una reveladora misiva: “Mi querido ahijado: no crea usted que estoy enojado por su partida, aunque debió habérmelo prevenido para evitarme el disgusto de no saber qué se había hecho. Nada más natural que usted quisiera ver a sus padres, sin embargo, nunca me lo manifestó. Yo le habría ayudado en el viaje haciéndolo acompañar. Dígale a Painé que tengo mucho cariño por él, que le deseo todo bien, lo mismo que a sus capitanejos e indiadas. Reciba este pequeño obsequio que es cuanto por ahora le puedo mandar. Ocurra a mí siempre que esté pobre. No olvide mis consejos porque son los de un padrino cariñoso y que Dios le dé mucha salud y larga vida. Cuando se desocupe, vengase a visitarme” Firma Juan Manuel de Rosas. Panghetruz Mariano siempre habló con veneración de su padrino, de quien se reconocía deudor. Pero la gratitud no le oxidó la desconfianza: Nunca volvió a salir de Leubucó.
“Puede ser que los indios me maten, es difícil;
pero no lo es que quieran retenerme,
con la ilusión de un gran rescate”
Lucio V. Mansilla
(“Una excursión a los Indios Ranqueles”)
Tampoco imaginó Mariano Rosas que la historia lo iba a ir a buscar a su toldería para retratarlo en un libro indeleble: “Una Excursión a los Indios Ranqueles”. El autor, Lucio Victorio Mansilla, era su exacto antípoda cultural. Era hijo del héroe de la vuelta de Obligado y rico estanciero, el General Lucio Norberto Mansilla y de Agustina Ortiz de Rozas, hermana de Juan Manuel y una de las mujeres más bellas del Plata. Su hermana “Eduardita” Mansilla era una notable novelista y una de las primeras escritoras argentinas. Siendo sobrino de Rosas, Lucio V. fue admirador y amigo de Domingo F. Sarmiento. Excéntrico viajero que recorrió África y llegó hasta la India, se lo recuerda como el gran “dandy” argentino. Afecto a los duelos, las capas rojas y la moda parisina, Lucio V. dominaba el arte de la escritura, como lo demuestra su testimonio que incluye hermosos relatos y anécdotas de la guerra de la Triple Alianza y descripciones brillantes de la geografía pampeana, la toldería, sus costumbres, ritos y detalles cotidianos. Con grado de Coronel, el presidente Sarmiento lo designó a cargo de la frontera sur de Córdoba en 1869. Mansilla esperaba mucho más, pero su carácter imprevisible y su controversial estilo lo condenaron a una función poco notoria. Fiel a su temperamento inquieto, convirtió rápidamente ese opaco destino en una aventura. Para 1870 la política de fronteras había dado un gran giro. El padrino de Mariano -que llegó a vacunarse contra la viruela delante de los caciques para persuadirlos- envejecía en la lejana Southampton y ya no volvería a la patria. Su sistema de transacciones para mantener la paz de las fronteras era calificado como soborno y predominaba una visión más agresiva y radicalizada. La necesidad de ganar territorio para el desarrollo exportador presionaba sobre la autoridad política, y ésta sobre el ejército. Mansilla formaba parte de esa embestida y su adhesión al pensamiento ilustrado era indudable y manifiesta, pero su impronta personal le reservaba a la historia nacional una sorpresa que, si no alcanzó a cambiar el curso de los hechos, legó al menos a la posteridad un documento valioso por la amplitud de su enfoque. Mansilla resolvió ir en persona a entrevistar a Mariano Rosas. En marzo de 1870, haciéndose acompañar por solo 17 soldados y el cura franciscano Donati, partió de Río Cuarto para realizar la temeraria travesía de tres semanas que lo arrimó a la toldería de Leubucó.
“¿Lograremos exterminar a los indios?
Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia
sin poderlo remediar. Incapaces de progreso,
su exterminio es providencial y útil,
sublime y grande. Se los debe exterminar
sin ni siquiera perdonar al pequeño,
que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado”
Domingo F. Sarmiento. Chile, 1844. (1)
No es fácil escrutar los móviles últimos o únicos de Mansilla. Tratándose de él no puede descartarse el componente frívolo, la sed de incursiones exóticas. En su propio relato, nacido en forma epistolar, le anuncia al destinatario de aquellas cartas -el chileno Santiago Arcos- que ha ganado el desafío por ver quien probaba primero una tortilla hecha con huevos de avestruz. También irrita al cura Donati contándole que en este peligroso viaje se siente como Hernán Cortés marchando a encontrarse con Moctezuma. Sin embargo, es en esa dimensión del juego donde Mansilla se abre al otro de sí mismo. Quizá el extremo de sus excentricidades lo deje inesperadamente cerca de la comprensión y la compasión. Se desprenden del propio semblante los signos de una doble consistencia: algo del autoritarismo teatral de Napoleón III y algo de la poética inmadurez de Luis II de Baviera. Sus opiniones y actitudes, preocupadas por sostener la estética del hidalgo criollo, le permiten rondar la ironía y la disonancia. A los compañeros de armas que se aburren en la vigilia, Mansilla les recomienda abrir las piernas, bajar el torso y mirar entre ellas para ver las cosas al revés. Su opinión sobre el paradigma para el que trabaja y arriesga la vida es la que sigue: “La civilización consiste en que haya muchos médicos y muchos enfermos, muchos abogados y muchos pleitos, muchos soldados y muchas guerras, muchos ricos y muchos pobres. En que se impriman muchos periódicos y circulen muchas mentiras” El encuentro en Leubucó adquiere una profundidad imprevista. Mansilla, hombre con frecuencia abierto y capaz de dudar, sufre una derrota espiritual frente a Panghetruz Mariano Rosas. Llegado el momento de “parlamentar” el coronel le expresa al cacique la disposición de su gobierno por llegar a un acuerdo por los territorios. Munido de informantes y archivos, Mariano, sin dejar de enfatizar la buena voluntad personal de su visitante, le devuelve la verdadera ecuación que los condiciona a ambos: “Compadre, los dos sabemos que al final nos van a matar a todos”. Es entonces cuando Mansilla llora. Se echa a llorar en los hombros de Mariano Rosas que lo consuela. El coronel completa así su propia órbita interior y Mariano convierte en drama el juego del “dandy” que se lamenta por los ranqueles y también por él mismo, porque inevitablemente formará parte de la operación que en algún punto repudia. Sus contrastes permiten que, por primera vez, tratándose de los indios argentinos, sea escuchada la voz del otro. Pero Mansilla debe seguir siendo el coronel. Por ello el cura Donati lo evoca reprobatoriamente: “Mansilla ridículo, Mansilla cruel, Mansilla soberbio” (2). El propio Santiago Arcos repudia esas cartas que conformaron “Una Excursión a los Indios Ranqueles”: “Tú divagabas y escribías tus sesudas cartas desde la pampa, mientras te burlabas de los ranqueles, mientras los seducías y les prometías respeto y ayuda, pero mañosamente anotabas en tu cuaderno cada signo topográfico que después te permitirá entrar con cañones y soldados para masacrarlos” (4) Tras este azote irrefutable, en otro párrafo toca el nudo de la experiencia de Mansilla y su disyuntiva inherente: “Si tanto te entusiasmó la vida de los ranqueles de Mariano Rosas, te hubieras quedado ahí con ellos, hubieras desertado de ese ejército criminal que irá manchando de sangre todos los caminos que pise” (5). Exagera Arcos en su apremio moralizante porque Mansilla no puede convertirse en ranquel. Y aun cuando retome el lugar del perpetrador, ninguna narración vinculada a los pueblos de origen habrá abierto la propia elipse hasta el punto en que la empatía con Mariano -que Mansilla procuraba por conveniencia política- fluye como resultante de una observación fina y respetuosa de lo diferente. Allí el escritor Mansilla se sobrepone al militar. Incluso como profesional del arma, no ahorra una crítica explícita a lo que él representa. Les endilga a los gobiernos centralizados de Buenos Aires un brutal desconocimiento de la Argentina interior y sus necesidades. Lo redime en alguna medida su actuación pública final, reclamando contra la afrenta cometida con la sepultura de Mariano cuando en 1877, el coronel Racedo le cortó la cabeza para entregársela a Estanislao Zeballos, quien a fin del siglo la donó al Museo de La Plata. Mansilla fue de los primeros en abogar por la devolución de esos restos, claro que lo hizo desde París, donde concluyó sus días hacia 1913. Por encima de sus sinuosidades, el infatuado coronel será siempre un hombre construido en buena parte por su contracara eminente, Panghetruz Mariano Rosas. Lo prueban estas líneas de su excursión referidas a los hombres que conoció allende la frontera: “¿Les hemos enseñado algo nosotros, que revele la disposición generosa, humanitaria, cristiana de los gobiernos que rigen los destinos sociales?” O este párrafo aciago, que, movido tal vez por remordimiento, le envió en su vejez al escritor francés Romain Rolland: “¡El mundo entero yace bajo la impiedad y la crueldad más infinita!” (6).
- (1)(2) (3) (4) (5) (6) Documentos puestos a disposición del lector por Sergio Scmuchler, en su novela “La Cabeza de Mariano Rosas”