Por Román Ganuza

Si existiera, el diablo no tendría mucho de qué quejarse. Guerra, hambre, deshumanización, destrucción del planeta. Agresividad, lucha despiadada por el dinero y la fama. Naturalización del engaño y su provecho en la prensa, en la publicidad, en la política. Maltrato, discriminación, desprecio, individualismo extremo, falta de empatía. Antiguo bufón al que alguna vez llamaron “el oponente”, el diablo podría presumir de ser la ficción más gravitante, auténtico “influencer” que, en términos del “couching” empresarial, parece más “proactivo” que su rival. Personalmente, dado que mi agnosticismo es genérico, preferiría que no exista y que no me elija para alguno de sus avatares. Llegado el caso, aunque ignoro los márgenes que se manejan bajo la posesión diabólica, me gustaría preguntarle: ¿Por qué necesita manifestarse y hacerse más visible en esos casos que reclaman la intervención de un exorcista? ¿Para qué quiere insinuar un indicio individual si le está yendo muy bien como fuerza, como organización solapada y general? Cuando pensar no intimidaba, había un programa de televisión donde el periodista Raúl Urtizberea cruzaba con el padre Lombardero la oposición entre creyentes y ateos. Se llamaba “El abogado del diablo”. Hoy el Diablo (la mayúscula es por las dudas) parece andar más necesitado de un primer ministro que de un representante legal.  Con excelsa lucidez, el crítico musical Mark Fisher hace la siguiente distinción: El capitalismo no necesita “incorporar” -en el sentido de cooptar o apropiarse- materiales que se le opongan, como los supuestos espacios alternativos, ya fagocitados y explotados comercialmente. Hoy se ha alcanzado la fase de lo que Fisher denomina “pre corporación a través del modelado preventivo de los deseos y las esperanzas por parte de la cultura”. Páginas después, en su texto “Realismo Capitalista” explica cómo el hip hop -encargado de dar sepultura al rock- presupone esta lógica, ya que “sustituye cualquier esperanza ingenua en que la cultura joven pueda cambiar algo por una aceptación dura de la versión más brutalmente reduccionista de la realidad”. Triunfa el apotegma de nuestra recordada “Maggie” Thatcher: “No hay alternativa” (evocando su protagonismo y su rostro, mi prolongado agnosticismo vacila un poco). Fisher cita finalmente a Simon Reynolds, para quien la nueva música refleja resignadamente un mundo “en el que solo se puede ganar o perder y en el que la mayoría va a perder”. Agregaría que el “homini homo lupus” (hombre lobo del hombre) de Hobbes se ha soltado del pudor, se ha vuelto explícito y orgulloso. La marcha pasa por el cadáver del prójimo. Resulta ilustrativo enumerar las formas que traban o ralentizan este desarrollo exitoso del gen predador. En esa fila se anotan: la solidaridad, la protección del más débil, la asociación de tipo cooperativo, la genuina acción gremial, la distribución equitativa o al menos tutelar de los bienes y beneficios, en definitiva, la hermandad entre los seres humanos. Pero para los nuevos mandatos lo comunitario es justamente el anatema. De lo cual se infiere que la dinámica del presente, en una palabra, puede sintetizarse como apasionadamente anticristiana. Decir que ha triunfado un olvido del bien -como quiere cierta teología- es otorgar demasiada entidad a la omisión. Tal vez el mal sea un efecto, la resultante de las acciones humanas, pero tanta coordinación y eficacia invitan a pensar en alguien o algo operando sin descanso a favor de todo esto. ¿Será él? 

Entre los caprichos de la historia, lo accesorio puede llegar fundar lo principal. Borges decía que, si usted acepta el puesto de verdugo, a alguien tendrá que matar, al menos para no quedarse sin empleo. El Código de Derecho Canónico de 1917 ordenó que cada obispo nombre un exorcista oficial. ¿La institución del exorcista prueba la existencia de aquello que debe ser exorcizado? No, pero cuando menos la sugiere. El jefe de la Iglesia Católica, naturalmente -y con más motivos- también tiene el suyo. Hoy se está ofreciendo en las salas argentinas la película “El Exorcista del Papa”, de Julius Avery, parcialmente basada en las memorias de Gabriele Amorth (1925-2016), quien ocupó realmente ese puesto desde 1986 hasta su muerte. En la introducción a su libro “Habla un Exorcista” Amorth traza con amargura la situación de quienes practican el oficio: Son mal vistos y combatidos por los propios párrocos: “vivir tranquilo y evitar cualquier griterío vale más que la caridad de curar a los poseídos” También lamenta la soledad de su libro, incluso dentro de la Iglesia, y lo atribuye a “un inexplicable desinterés o, quizá, auténtica incredulidad”. A su entender la segunda causa reviste mayor gravedad ya que de acuerdo a su pensamiento lo que hace más fuerte al Diablo es que casi nadie crea en él. En reivindicación de su arte, invita a recordar que Cristo les dijo a sus discípulos durante los primeros días que “expulsarán demonios en mi nombre”. Pero el camino no tiene nada de mágico. Advierte que “uno no se convierte en exorcista por sí solo, sino con grandes dificultades y a costa de inevitables errores en perjuicio de los fieles” y prefiere, en lo posible, recibir los casos derivados por profesionales que se dan por vencidos. En su inventario del mal Amorth reúne previsiones razonables con prejuicios obtusos. Le atribuye a Satán un concreto protagonismo histórico, para el cual habría reclutado una dupla de alta efectividad: Hitler y Stalin. Respecto a este último, me suena perturbadoramente el relato que hace su hija Svétlana sobre la horrenda deformación del rostro de su padre en el lecho de muerte. Ella afirma haber visto al Mal saliendo de ese cuerpo.

En la película de Avery, el muy idóneo Russell Crowe es quien interpreta a Amorth. El comienzo es auspicioso: El exorcista papal y el Cardenal africano Bishop Lumumba (Cornell John) observan juntos el fresco de Guido Reni donde el Arcángel Miguel derrota a Satanás caído, pero no le da muerte. Amorth dice a propósito de esto que “Lo único que detiene el amor de Dios es la libertad de elección de la persona, pero Dios no puede ser Dios a menos que permita esta elección”. En la escena siguiente, el exorcista comparece ante un tribunal hostil. Es la Congregación para la Doctrina de la Fe, originalmente llamada Sagrada Congregación de la Romana y Universal Inquisición, cuya tarea es “tutelar” la pureza teologal, o, dicho con franqueza, detectar la herejía. Al joven Cardenal Sullivan (Ryan O’Grady), que preside la comisión, no le gusta la actividad relativamente autónoma de Amorth. Lo ataca incluso desde el lateral científico. Lo acusa de no atenerse a los principios de la medicina y la psiquiatría sosteniendo que el puesto de exorcista papal debe quedar vacante para ir dejando atrás “creencias anticuadas”. Acto seguido Amorth le pregunta a Sullivan para qué está la Iglesia si el mal no existe. En derredor del libre albedrío personal y la misión religiosa en lo institucional -bien planteado por estas dos escenas- el tópico le abre al director de la película, Julius Avery, un fecundo camino. 

Sin embargo, la actualidad técnica del cine lo desvía a Avery de aquella interesante posibilidad. Con todo derecho y sin perjuicio de la irreprochable factura técnica, “El Exorcista del Papa” se zambulle en una trama más preocupada por lo intenso y lo espectacular. Comisionado por el Papa en persona (Franco Nero) Amorth debe viajar a España para abordar a un poseído especialmente peligroso. Henry (Peter de Souza Feighoney) es el niño elegido por Satán para atraer a Amorth, elevado aquí a blanco preferencial en una lucha de territorios, una especie de TEG ultramundano. Escondido en las profundidades de un pozo de la Abadía de San Sebastián, el Diablo lo aguarda a Amorth para trabarse en lucha con él y, luego de vencerlo, dirigirse a Roma para tomar el Papado. La narración presenta este objetivo estratégico casi en tren de recuperación, sugiriendo que las fogatas de la inquisición fueron obra del maligno, infiltrado por entonces en la casa de Dios. Esta coartada performativa según la cual la Iglesia solo es mala cuando no es ella misma, marca el punto donde la película tira por la borda sus mejores posibilidades. Para enfrentar a Amorth, el diablo esgrime la exhumación fantástica de personas muertas que activan las peores culpas del exorcista y su ocasional asistente. Pero el enfrentamiento va girando hacia una dimensión épica que se va a resolver dentro de un laberinto subterráneo. Las secuencias del enfrentamiento final bullen de efectos especiales, luces, llamaradas, temblores y anomalías. Levitaciones, transformaciones monstruosas e impredecibles. El exorcista reza y golpea con la palabra mientras recibe una andanada de adversidades aberrantes. No falta la dentadura reptil y romboidal del Alien que, fundida en un magma de fuego, ataca y se esfuma al conjuro del amuleto sagrado. El arte digital sirve en pantalla un demonio holgado de talentos supranormales y llamativos. Ya casi extinguido bajo el dominio adversario, el exorcista reacciona y da vuelta el resultado desatando la algarabía del espectador. El buen Russell Crowe, que comienza la película componiendo una especie de Van Helsing fatigado, se va convirtiendo a su pesar en un arrojado Bruce Willis o un resiliente Rocky Balboa. 

Es probable que el verdadero problema con el Diablo sea ese amplio espectro simbólico, que facilita su avistamiento en las inocuas aventuras sensuales y lo disimula en las tropelías sociales. Este punto correlaciona lo que sucede en la Iglesia con lo que ocurre fuera de ella. A ambos márgenes la lenidad es lo que reina. De admitir a Satán como real, quedaría en jaque el ejercicio burocrático y mecánico del ministerio eclesial. Habría que tomar posiciones dentro de un antagonismo imposible de soslayar, algo a lo que la humanidad actual es bien renuente, incluidos los hombres de fe. Amorth cuenta que en uno de sus enfrentamientos cara a cara con el Diablo, éste le dijo que en la creación del infierno “todos hemos contribuido”. La negación, con su estética aggiornada, tal vez aporta un sutil alivio de las responsabilidades. En lo que concierne a la película, el recurso al derrame técnico la termina asimilando involuntariamente a lo que esgrime el altivo comité encargado de descabezar a Amorth. La banalización del Diablo y su sentido, late en ese exceso pese a las promesas contenidas en las primeras escenas. Si, como lo cree el verdadero exorcista del Papa, el gran activo del maligno -y todo lo que su nombre implique- está en la dificultad para digerirlo como real, el muy buen trabajo de Julius Avery y su equipo abona finalmente la inverosimilitud de este enemigo clásico y a la vez proteico.   

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