Por Román Ganuza
“Las imágenes del cine mantienen su contacto con la realidad transfigurándola en magia”
León Moussinac
En el año 1972 se estrenó “The Getaway” (La Huida) del entonces ya reconocido director californiano “Sam” Peckinpah (1925-1984). Cincuenta años después vuelvo a verla para pensarla en detalle. Ocurre que en el reciente libro de Quentin Tarantino “Meditaciones de Cine” (2022 Reservoir Books), donde evoca los filmes que animaron su infancia, me encontré con un nutrido capítulo dedicado a esta película. Allí el autor traza una elipse tan amplia del ejercicio crítico, que me acerca de manera aleccionadora a la naturaleza final del cine. Elijo comenzar por la novela de origen, que leí con atención. Del mismo nombre que la película, “The Getaway” fue escrita en 1958 por Jim Thompson, un autor de ficciones policiales. Es un relato sintético, despojado de introspecciones o injertos ensayísticos. Con escasos detalles de entorno, se centra en la secuencia de los hechos, un robo, unos crímenes y una fuga. Thompson desarrolla con ingenio las complicaciones, giros, desencuentros y reencuentros de una trama que no aburre. Es la historia de Doc McCoy, un buen asaltante de bancos que sale de prisión gracias al oscuro abogado Jack Beynon, ante quien ha mediado Carol, la bella esposa de Doc. Apenas puesto en libertad -y para pagarle una alta deuda a Beynon- Doc McCoy organiza un nuevo asalto en un pueblo del oeste junto a Rudy, un socio brutal. La operación es exitosa pero tres relaciones de Doc embarran la “huida”. Con Rudy, quien acepta sus órdenes porque se sabe menos inteligente para planificar, pero recela de su jefe; con Carol, porque sospecha que ella le ha dado a Beynon algo más que promesas de dinero para que lo saque de la cárcel; y con el propio Beynon, por la misma razón. Muertes que no fueron, otras que no estaban previstas, venganzas al acecho y hasta un robo al ladrón, abonan una fuga plena de obstáculos desde Kansas City hasta la frontera con México. Queriendo imprimirle a la historia un final moralizante, Thompson abandona el registro realista y construye una suerte de purgatorio terrenal, una villa mexicana donde los delincuentes obtienen la impunidad a cambio de ir gastando el dinero robado hasta que los alcance la pobreza, la enfermedad y el canibalismo. Allí llegan Doc y Carol, convirtiendo su exitosa fuga en una caída mucho peor que la muerte en un tiroteo. Los únicos segmentos donde se asoma mejor cada personaje, están en los diálogos entre estos cónyuges que se reencuentran para delinquir luego de cuatro años de forzada separación. Thompson los tiñe de suspicacia y desconfianza recíprocas sugiriendo que el espanto une a Carol y a Doc tanto o más que el amor: “…Cada uno conocía muy bien al otro y vivían tomando lo que querían y eliminando a quien dejaba de serle útil. Esa era su norma de conducta y llegado el caso no hubieran tenido entre ellos más misericordia que la que tenían con extraños…” Pero el amor, incluso traducido como búsqueda de amparo propia de una vida azarosa, dice presente en un gesto definitorio de Carol: cuando Doc llega a la casa de Beynon con la maleta repleta de dólares, estaba acordado que ella matara a su esposo. Sin embargo, en ese momento Carol gira el arma hacia el abogado y lo liquida. Se queda con Doc exponiéndose a riesgos que no hubiera corrido si cumplía el acuerdo previo. Hasta aquí el libro de Thompson.
Quentin Tarantino
En la versión filmada tengo coincidencias y diferencias con respecto al libro. Peckinpah y Hill han suprimido todo el segmento del purgatorio no solo para que la película guarde unidad estilística, sino también en dirección a asegurar un éxito comercial que tanto el director como Steve McQueen necesitaban con urgencia. Podando un poco los diálogos concebidos por Thompson -afirma Tarantino- el de Doc era un papel ideal para una estrella como Steve, que sobreponía la presencia a la actuación. Es fácil recordar cómo ganaba pantalla con su estilo hecho de calculados silencios y aquella hipnótica mirada azul. Pese a la amputación del final, la película de Peckinpah tiene más elementos narrativos que el libro. Comienza con un exquisito montaje de planos que confronta el tedio y el fastidio de Doc en la cárcel con recuerdos de su intimidad con Carol. Luego, entre el asalto y la fuga, los segmentos de violencia le permiten a Peckinpah lucir su impecable técnica. Pero el desarrollo de las tensiones en la pareja protagónica central hasta su resolución, es la constante que le permitirá a Tarantino revertir su propio punto de vista luego de haber visto la película cinco veces, cuatro de ellas en el término de dos años. Viendo “The Getaway”, ahora bajo su tutela intelectual, advierto la importancia de la diferencia que se le impuso al desenlace de la película, donde los fugitivos no terminan como en la versión escrita. Esto implica casi un cambio de género y es la razón por la que Tarantino acomete su tardío rescate de Ali McGraw. Ya se había grabado en mi memoria esa escena imborrable en la que Doc y Carol, después de tantas peripecias, encuentran un dulce paso hacia la libertad y la paz. Allí Peckinpah procura -y obtiene- la empatía con un “happy end” para los personajes. Me invita a olvidar que son asesinos despiadados y cuando entran a México en una desvencijada camioneta la cámara se fija al borde la ruta mientras el vehículo se va extinguiendo en la pantalla. La banda sonora sirve una melodía juguetona y amable de Quincy Jones para que Steve McQueen se quede con Ali McGraw y Ali McGraw con Steve McQueen. Premio al deseo del espectador que perfectamente podría haber sido también la conclusión de una comedia o, como dice Tarantino, de una historia de amor.
No en vano, Tarantino sazona el análisis de “The Getaway” con fragmentos de sus charlas con Walter Hill, quien tuvo a su cargo el guión de la película. Desgranan un sinfín de detalles que suenan como accesorios por lo anecdóticos, pero confluyen en un sentido claro: aquella fue una obra afortunada. La dirección recayó en Peckinpah luego de haberse descartado a otros dos directores más afianzados (valga decir que este trabajo lo consagró para siempre) La productora cambió de manos tres veces por desacuerdos presupuestarios. El propio Steve McQueen dudó ante la perspectiva de interpretar nuevamente a un hombre duro, pero esta vez engañado por una mujer, dato que dañaba a su promocionada tipificación de arquetipo viril. Curiosamente, fue su esposa quien lo convenció. El papel de Carol -tema de Tarantino- pasó por varios nombres bien cotizados: Faye Dunaway, Stella Stevens, Angie Dickinson, Cybill Sheperd. Por detalles, todas fueron quedando fuera del proyecto. El caso más interesante es el de Genevieve Bujold, que concurrió a la entrevista con McQueen acompañada por un actor que había sido un fugaz amante de su mujer. El encuentro terminó a trompadas. Conforme al libro, el papel de Carol requería el cinismo aventurero que en otros tiempos hubiera encarnado sin transpirar una Bárbara Stanwyck. Si bien las caracterizaciones no son irrevocables, cualquiera sabe que es más fácil representar un “malo” con Lee Marvin o Jack Palance que con Cary Grant. Como también se sabe que hay interpretaciones minimalistas que han apostado al sesgo de actores que no ostentan gran potencia dramática: Delon en “Le Samurai”, Bronson dirigido por Leone, o Carlos Monzón en “La Mary”. Cuenta Tarantino que en la elección final de la actriz gravitó decisivamente la tenacidad de Robert Evans, gerente de producción de la Paramount y esposo de Ali McGraw. Logró su propósito al precio de perderla ya que, en un correlato de la película, ella se fascinó con McQueen iniciando un sonado romance. Pese al éxito de “The Getaway”, masacrar el desempeño de Ali McGraw fue un casi un deporte de los especialistas muy parecido a la tropelía que se cometió décadas después con Sofía Coppola por su Mary Corleone en “El Padrino III”. Al respecto, leo con agrado a Tarantino, para quien, el largo error cometido por la crítica -y por él mismo- respecto de la actriz neoyorquina proviene de haber visto y juzgado “The Getaway” como un ejemplar puro del género “noir”, cosa que no es. Una subtrama del libro -en este caso la relación entre Doc y Carol- asalta el primer plano en la película. Tarantino acepta que McGraw no es la ideal para encarnar a una atracadora de bancos, pero sostiene que se la ha calificado sólo por lo que no es. Luego le atribuye nada menos que haber sido artífice de una de las mayores historias de amor del cine negro. Ahí estaba McGraw y no la vieron. Dice luego que ella: “…minuto a minuto, escena a escena, presenta la realidad emocional de una mujer que intenta evitar que una relación se rompa”. Aquí Tarantino es irrebatible. Acepto que no supe recorrer por mí mismo esta inteligente parábola. Tenía 16 años cuando vi la película por primera vez ¿Fue mi inevitable encantamiento con McGraw lo que me impidió hacer el camino de ida, o sea, la crítica negativa de su actuación? O siendo más indulgente: ¿Será que vi la película sin formación teórica, pero también sin prejuicios? Tal vez la vi como había que verla, pero condicionado por una disposición previa a lo que iba a ver, lo cual me priva de hacer el fecundo camino de regreso, el de una buena crítica de la propia visión.
La demora de Tarantino (40 años) en advertir que Peckinpah ha hecho en base al libro de Thompson “una historia de amor”, abre más lecturas. La forma en que lo dice es lo suficientemente sutil para no afirmar llanamente que, en realidad, y pese a que el guión de Walter Hill atiende al texto salvo en el final, Peckinpah pone en imagen algo significativamente distinto a lo que propone el texto con su atmósfera de creciente sordidez. (Su texto no me permite discernir si atribuye esta diferencia a un plan concebido por Peckinpah o a un efecto involuntario, pero es sugestivo que no sea preciso en este punto). Me atrevo ahora a imaginar algunas de las razones por las cuales este policial negro “degenera” en trama sentimental cuando pasa del papel al celuloide. Cito para ello a Jean Luc Godard: “Toda película es un documental del actor”. Efectivamente, en todo momento y a pesar del guión y la dirección dramática, estoy viendo a dos actores iconográficamente fuertes. McQueen, el recio de escondida ternura y McGraw, la indeleble heroína romántica de “Love Story” (1970). Es más, creo que eso me ata hoy en mayor medida que hace 50 años, porque se suma mi nostalgia por aquellas deidades del cine setentista. Cualquiera sea el rango que se les reconozca a ambos protagonistas, y tanto para bien como para mal, la materialidad de sus imágenes se abre camino, ensancha la trama llevándola no necesariamente hacia donde ellos quieren, pero sí hacia donde sus rostros y sus improntas sugieren. La naturaleza del cine, sin escapar completamente de sus autores o del corsé literario elegido, se apropia del texto para desplazar su eje. La libertad que el lector tiene para construir imaginariamente a los personajes, se la roban los actores para proveer al espectador de cine refracciones que un texto no contiene. Ese desfasaje es a veces moderado, y otras excesivo; y esto sucede sin que se pueda afirmar que alguna de estas alternativas garantice un resultado mejor que la otra. En este punto Tarantino reactiva con honestidad una cuestión tan fatal como natural para el cine. Leídos en el libro de Thompson, McCoy y Carol, no son nadie o son una “idea” dócil. Vistos en la pantalla, son mucho menos McCoy y Carol que las dos notorias figuras que ha elegido Peckinpah. Sumo ahora una sentencia del director mexicano Emilio “El Indio” Fernández: “Conseguir una buena pareja para una película es más difícil que organizar un buen matrimonio”. Justamente porque no lo puedo demostrar, tampoco puedo descartar la importancia que haya tenido para “The Getaway” la situación personal de Mc Queen y McGraw a la hora de filmarla. Se enamoraron fogosamente durante el rodaje abandonando a sus respectivas parejas e hijos.
Sam Peckinpah
Me resulta importante la discusión porque el artículo de Tarantino interpela subsidiariamente las categorías de clasificación cinematográfica. Si atiendo radicalmente a lo dicho hasta aquí, tratándose de cine me tendría que olvidar definitivamente de la oposición buena-mala, sea que remita en sus fundamentos a paradigmas artísticos o ideológicos. Tendría que aprender, en cambio, a pensar las películas solo en términos de adecuadas o inadecuadas para su propia factura, para su propósito inherente, y analizadas cada una de ellas como un universo distinto y altamente reacio a la comparación. Sé que esto me aproxima a la imposibilidad de la crítica sistematizada, pero no rehúyo la consecuencia. La mejor prueba es la propia “The Getaway”: es una feliz amalgama de aciertos con elementos fuera de control. Tuvo en su momento un gran éxito y cosechó una mayoría de aprobaciones salvo para la pobre Ali McGraw ¿Desde qué lugar se podría decir rigurosamente si la película es buena o mala? “The Getaway” se reiría de las dos posibilidades porque dejando a salvo la indiscutible jerarquía de Peckinpah, esta historia obtuvo -quizá con algo de fortuna- lo que el cine reclama de manera central: Es altamente efectiva. Es cautivante e inspirada, entre otras razones, porque sus actores principales no podían ser más ajustados. Ambos están en un momento de su historia profesional y afectiva que resulta ideal para lo que deben representar. Otras dos cuestiones surgen del escrito de Tarantino: la primera es que parte de su juicio previo a esta revisión proviene de asimilar la calidad de la película al grado de fidelidad que la misma guarde con el texto de origen. La segunda es que en este caso la suerte -tal como lo quería Maquiavelo para la política- le ha aportado mucho al resultado final. Curiosamente, el itinerario al que conduce este notable artículo, me devuelve armoniosamente al punto de partida. En su momento, adoré la presencia, la actitud, y por ende la actuación de Ali McGraw en “The Getaway”. Aquel entusiasmo juvenil recibe hoy este inesperado respaldo.