Por Roberto Ciafardo

Conocí la nieve a los 17. Viaje de fin de curso: culopatín y primeras noches sin dormir. Eso era para mí la nieve, no me pertenecía, era un paisaje lejano…Todo fue así hasta el mediodía del lunes 9 de julio de 2007. En medio de la monotonía de un feriado sucedió lo inesperado: nevaba en La Plata.

Apuramos el almuerzo, había que salir a la calle para ver los lugares cotidianos, que  nevados, prometían un espectáculo casi de ciencia ficción. Alguien recordó que no era la primera vez que nevaba en La Plata.  Después supe que fue la noche del sábado 22 de junio de 1918.

Parece que esa vez fue fuerte la cosa, en el bosque platense llegaron a acumularse hasta 70 u 80 centímetros de nieve.
Un cronista del diario El Día señalaba, en relación al domingo:

“Hasta se animaron en alguna calle jóvenes y niñas, a plagiar las batallas de nieve que habían hecho reír en los biógrafos. Se improvisaron artistas en muchos hogares”.
“Bajo un viento sur arrachado -agregaba la crónica-, la nieve arremolinaba en turbiones en las calles y plazas. En la San Martín, por ejemplo, y en el inmenso descampado de la Moreno, los viandantes se hundían hasta la cintura. Las construcciones de la Catedral habían tomado el aspecto de una decoración fantasmagórica”

A pesar de las bajas temperaturas el ritmo de la ciudad era el de cualquier sábado. Por la tarde el Hipódromo local desarrolló su reunión hípica habitual. Pasado el mediodía llegaban los trenes repletos de sueños ganadores y zafadas milagrosas. Algunos, los menos, arribaban en coches particulares formando procesión por avenida 1.

Como era su costumbre Agustín Bardi no falto a la reunión acompañado por sus amigos, Francisco Castello y Alfredo Briant. Terminada la jornada, la charla los demoró cenando en una parrilla de diagonal 80. Al finalizar emprendieron el viaje de regreso a Buenos Aires a bordo de un Ford a Bigote.
Saliendo de la ciudad llegando al Arco de Pereyra, el automóvil se descompuso y los tres pasajeros quedaron varados ante la imposibilidad, debido a la hora, de conseguir un taller mecánico que los socorriera.
Para colmo de los males, al rato empezaron a caer los primeros copos de nieve. En medio de la noche, aquellos viajeros deberían estar entre deslumbrados por el inusitado espectáculo y, a la vez, molestos por el frío y “embroncados” con el automóvil que no mostraba la mínima voluntad de volver a arrancar.
Tras la sorpresa “el Chino”, pareció abstraerse, aislarse de lo que sucedía a su alrededor. Sus amigos lo miraron extrañados, pero sabían que era un personaje particular. A veces, en los lugares menos pensados, se ensimismaba en una soledad creativa hecha de notas y de arpegios. Solo se le escuchaba, muy bajito, tararear unas notas que, según parecía, se le acababan de ocurrir.
Agustín Bardi nació en la localidad bonaerense de Las Flores, un 13 de agosto de 1884. Quienes lo conocieron siempre reconocieron en él una enorme capacidad para abstraerse sumada a un fuerte sentido de la autocrítica.

Se había ganado cierta fama de soberbio y obsesivo, pero no era otra cosa que la expresión de una inagotable ansia de aprender y mejorarse permanente en su labor musical.
La historia sigue en el bar T.V.O de avenida Montes de oca en Barracas. Agustín Bardi y Eduardo Arolas. Clientes casi con asistencia perfecta, compartían una mesa cuando comentan lo ocurrido durante la nevada camino a la Capital, sin excluir el detalle del nuevo tango que se le había ocurrido y que aún no le había encontrado título.
Bardi le tarareó las notas que, durante el temporal, se le habían ocurrido. Arolas, tras escucharlas, se mostró entusiasta.

Escribílas, Chino, que te va a salir un tango fenomenal.
¿Y qué nombre le pondría?.
Ponele “¡Qué noche!”, Chino.

 

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