Por Román Ganuza
¿Quién fue la Papisa Juana? ¿Existió? De acuerdo a la versión que más me gusta, Juana habría sido una mujer natural de Ingelheim, Maguncia, que llegó a convertirse en Papa a mediados del siglo IX. Verdadera o falsa, la leyenda es maravillosa por los significados que desprende. Tratando de creer más en la existencia de Juana veo una película que la retrata: “Die Päpstin” (La Pontífice) filmada en el año 2009 por el director alemán Sönke Wortmann. Luego de verla, lamenté advertir que “La Papisa”, arcano espejado que entre los denominados mayores lleva el número 2, es posterior a la leyenda de Juana. Conforme lo que he leído en diversos textos la creación del Tarot de Marsella tiene lugar unos 600 años después de aquellos hechos. Si la carta hubiera prefigurado al personaje, su veracidad provendría de algo muy superior al dato, la crónica o el testimonio. Tendría las espaldas de la certeza iluminada, como lo son el anuncio o la profecía. No pudo ser. Derrotado por la cronología, empiezo a buscar y elijo una buena manera de perderme: Internet.
Leo allí que el monje cronista Onofrio Panvinio escribió hacia 1562 una “Vida de los Papas” en la que descartó expresamente a esta encriptada heroína. Pero, así como Tácito y Virgilio intentaron romanizar a Germania y a Grecia, Isidoro de Sevilla tuvo que podar los textos para establecer el canon evangélico. En aquellos escritos la literatura -y tal vez la política- le ganaron con holgura a la verdad. El modesto Onofrio, quien probablemente haya escrito por encargo y bajo vigilancia, no me puede ofrecer demasiadas garantías.
Otro argumento en contra de la existencia de la Papisa es una anécdota de Martín Lutero. El volcánico fraile de Turingia, en una visita a Roma en 1510, se escandalizó frente a una estatua de la Papisa con un bebé en sus brazos. La nota del portal ABC Historia que me cuenta esto se cuida de no enfatizar dos hechos presentes en el propio texto. Una, que en pleno Vaticano -donde no es fácil obtener honores- había un tributo a la mujer pontífice. Segundo, la estatua, pese a sumarle a los “cismáticos” buen material misógino contra el papado, recién fue retirada por orden de Sixto V varias décadas después del episodio. El contenido de la nota desliza involuntariamente que en la confusa atmósfera del bajo medioevo tal vez hubiera más soltura para asimilar la idea de una mujer como cabeza de la Iglesia. El rigor teologal no perdió salud con la llegada de la modernidad.
Según el artículo autores protestantes confirieron veracidad a esta historia para acusar de sexismo a la tradición católica aprovechando que en su versión más extendida la Papisa muere lapidada por la multitud al ser descubierto su embarazo y su condición sexual en medio de una procesión. Si esto es cierto, han olvidado que ellos mismos quisieron ver en Juana al “Anticristo” o a la “Puta de Babilonia”, por lo que habrían sumado con gusto las propias pedradas. También el hecho de que se trate de un relato escrito originalmente en griego sirvió para adjudicar su invención a la malicia de la iglesia ortodoxa de Bizancio, por entonces en crisis terminal con Roma. El tercer argumento es sencillamente incomprensible salvo que se lo compute a favor de Juana y su discutida existencia. El columnista se pone suspicaz y resalta el hecho de que la leyenda haya sido recogida por el monje Jean de Mailly, un miembro de la orden dominica, “acusada” en aquel momento de acercarse a la filosofía.
Finalmente se refiere en tren de desmentida a la famosa función del “Palapati” (el palpador), funcionario eclesial encargado de verificar la masculinidad del Papa a través de la silla perforada. Aquí es más atendible el razonamiento del columnista: el tanteador de órganos pendientes, cuya tarea era evitar que anatomías privadas de pene ocupen el trono de Pedro, sería un invento funcional al mito de Juana. Por su parte, la indiscreta silla, antecedente del actual inodoro, obraría como pieza de museo exhibida para evocar sus prestaciones no celestiales. Se añade luego un argumento más sobrio, presente en diversas notas sobre la cuestión. Indica que el pontificado atribuido a Juana se suele asociar al de Juan VIII, a quien se lo habría retratado despectivamente como mujer por su supuesta debilidad frente a la Iglesia Ortodoxa rival y porque fue derrotado por los musulmanes que invadieron Italia, a quienes debió pagar tributo. Pero esta versión, para mantenerse firme, necesita que Juana haya sido la cabeza de la Iglesia Católica entre 872 y 882, contrastando con las anteriores, más numerosas, que la ubican unos treinta años antes en el papado el que fue ejercido bajo el nombre de Benedicto III
Prevenido, ingreso a un portal que se llama Espacio Misterio. Previsiblemente, aquí se escribe a favor de la realidad de Juana. Se recurre incluso a un giro vagamente policial afirmando que los documentos obrantes en la Iglesia referidos a los años del pontificado femenino estarían adulterados. No me asombro. Cita también un dato que parece más firme: La reciente investigación arqueológica de origen australiano que encontró antiguas monedas con el nombre de Johannes Anglicus, el mismo que usaba la papisa de incógnito en el monasterio de Fulda, donde se hacía pasar por hombre. Leo que en el juicio que culminó con la vida del reformador checo Jan Hus en 1415, el acusado defendió su tesis de que la iglesia no necesitaba un Papa. Abonó esta postura citando el breve pontificado -presuntamente nulo- de la papisa Juana. Los dignatarios eclesiásticos encargados de llevarlo a la hoguera le opusieron que eso no probaba nada, pero no desmintieron el hecho histórico expuesto por Hus. Verifico que la información sobre esta historia es inabarcable e imposible de cohonestar. Trato de reunir ciertas coincidencias para abreviar: son muchas las referencias al también dominico Martín Polonus cuya “Crónica de los Papas y Emperadores” de 1278 incluye claramente a la Papisa en contraste con la compilación de Panvinio, realizada en tiempos más apremiados para la sede romana.
Fue la pantalla, como siempre, la que me tendió algún camino hacia el personaje. En su retrato cinematográfico, basado en la novela de Donna Woolfolk Cross, Juana es hija de un predicador católico alemán (no existía el celibato). Nace en 822 y crece en medio de la pobreza campesina mostrando tempranamente sus aptitudes para la memorización y comprensión de los textos sagrados. Le toca vivir en su propia casa a la religión como pretexto para el abuso y la violencia. Un obispo sabe apreciar los dones de la niña y se la lleva al monasterio de Meinz para apadrinar su educación. Intentan casarla contra su voluntad y en medio de la ceremonia, un asalto de los normandos invasores la salva de ese matrimonio no deseado. Se corta el pelo, toma las ropas y pertenencias de su hermano muerto en la masacre y se dirige al monasterio de Fulda. Allí se destaca por sus conocimientos de medicina y su piedad con los enfermos realizando curaciones casi milagrosas. Posteriormente se marcha a Roma acompañando a los peregrinos y apenas llegada, salva de la muerte por infección a León IV y se convierte en su secretaria en Letrán. Su prestigio y popularidad siguen en aumento y a la muerte de León es elegida Papa. En pleno pontificado se reencuentra con un antiguo amante llegado a Roma junto a las tropas del rey franco Lotario. Queda embarazada y su parto se adelanta mientras marchaba en procesión. La novela evita la lapidación y opta por el final según el cual Juana muere al dar a luz.
La película de Sönke Wortmann es sencillamente estupenda. Tiene una puesta en escena arrolladora y plena de autenticidad. La historia de Juana se va consolidando entre una vocación culturalmente cercenada y una serie de accidentes que eslabonan su raro paso hacia la cúspide de la Roma medieval. La resolución visual de su historia pone en juego el carácter de leyenda liberando una imprevista fuerza ficcional. Johanna Wokalek, la joven actriz alemana tiene el rostro ideal para darle vida a Juana. Su tipo no responde a la femineidad modélica porque es una belleza que anima en primera instancia los signos del sacrificio. Su actuación es perfecta por lo prudente. Guerra, hambre, pobreza, sanación, entrega, amor. Juana vive la dureza y los prodigios de su destino desde cierta ajenidad, con un fatalismo humilde. Es elegida y acepta lo que le llega, sin haber planificado nada. La obra de Wortmann complace mi deseo de que Juana exista y abona con fuerza el sobrevuelo de la posibilidad.
La película me inspira un sueño en la vigilia. En una sala amplia y fría del Vaticano, estoy absolutamente solo bajo un silencio que me aplasta. Cortando los brillos marmolados que destellan desde el fondo oscurecido, la estatua de la Papisa se yergue como una burla del tiempo. Está donde no debe estar. Irrumpe. Ocupa el centro de la gran sala como si hubiera llegado hasta allí caminando. De un modo mágico, ha sido repuesta, se le han vuelto a fundir los trozos esparcidos o una grúa insondable la ha rescatado intacta desde el lecho del Tíber, donde la arrojaron para negarla. Frente a ella siento que la hermosa disputa sobre su existencia no deja de potenciar al arte que la representa y al hondo significado de su arcano. Retomo el libro de Sally Nichols, ese exquisito estudio junguiano de las figuras del Tarot. Dice de la Papisa que ella viene para recordarnos que el espíritu necesita hacerse a través de la carne. Por eso Juana tuvo un parto en medio de la procesión y un amante que la embarazó. Ella mancha y humaniza la arrogante pulcritud de su investidura. Gesta la luz del cielo en la cavidad de la tierra. Toda su realidad nace en definitiva de esta imperativa necesidad simbólica. Juana ostenta una excepcionalidad propia del mito que la película ha sabido apropiar sin excesos. En su secuencia resuena un viejo grito de parto porque la Papisa -ahora lo entiendo- no ha dejado nunca de engendrar