Por Román Ganuza
Dos tópicos infalibles aseguran a priori la ingeniosa y confesada fábula que Pablo Larraín construye a partir de algunos datos y unos pocos días en la vida de Diana Spencer: El canto a la ternura maternal y la leyenda de la princesa que procura “liberarse”. Spencer, su reciente película de 2021, es una sinfonía apoyada en estos tonos. De manera sigilosa, Larraín se roba algún espíritu de aquella princesa que “quería vivir” (Roman Holiday, 1953, de William Wyler). Personaje clausurado por Audrey Hepburn, la jovencita que escapaba del protocolo para amanecer -sin pecado- en el dormitorio de Gregory Peck, era leve y graciosa como una ardilla furtiva. En Spencer, la Diana de Larraín, a cargo de Kristen Stewart, es el correlato dramático de aquella turista feliz. Bulímica y prisionera, evoca mejor a un pájaro apedreado que no puede volar. Ella también necesita escapar, pero en forma definitiva. Hepburn brillaba en la travesura, Kristen Stewart se agrieta en la colisión. Pese al fuerte contraste ambas comparten un tesoro superior a la dote o el título. Son rebeldes y no atienden a las formas. Eso las condena a ser amadas porque siendo tan altas pujan por pisar la llanura donde vive el público que las venera. Quieren andar en motoneta por las calles de Roma o comer una hamburguesa con fritas en las rutas del sur de Inglaterra. Diana, además, es una madre dulce y presente. Larraín no toma riesgos en procura de la empatía, pero es un verdadero maestro del artificio.
La película pisa el inicio de los años 90 y el final del joven matrimonio real. Diana, junto a los pequeños príncipes William y Harry huye de la residencia real de Sandrigham en el Porsche Carrera con techo retráctil. Es un bonito día de invierno en Norfolk. En la radio del auto suena con fuerza “All You Need is a Miracle” (Todo lo que necesitas es un milagro) de Mike & The Mechanics. Contagiosa, la canción es acompañada con entusiasmo por los tres ocupantes del tronante bólido alemán. Dejan atrás las agobiantes formalidades y rituales de la Inglaterra simbólica. Jaurías de perros en los robustos Land Rover acompañando la caza de faisanes indefensos. Vestuarios y cocinas militarizados. Personas que adoran no hablar durante la comida y a quienes el amplio lienzo de Enrique VIII que gobierna el salón no les genera escozor en el cuello. Diana es narrativamente superior a esos tediosos parientes políticos. Incluso sus propias inconsistencias levantan rápidamente el vuelo. Larraín sabe que puede ofrecer una víctima adorable y no pierde el tiempo. Explotándolo, la película ratifica el potencial mítico de Diana Frances Spencer, largamente abonado por su conocido final. Lo central de esta escalada literaria es la negativa de Diana al desdoblamiento funcional. A ambos lados de la mesa de billar de paño rojo, ella y Carlos cambian reproches en tono discreto (la monarquía no grita). Él, que no es tan malo como Diana necesita creer, le explica que el pueblo inglés les pide a los miembros de la familia real que sean algo más que personas. Es curioso, pero el cine reclama exactamente lo mismo.
La película elude resolver en clave maniquea las tensiones inherentes entre Carlos y Diana, pero carga sobre ella el caudal opresivo. Hay algo distintivo, quizá imperial, en el gusto inglés por esos colores al límite de su curva de calidez. Son demasiado electrizantes para la natural delicadeza de Diana. En esos diálogos visuales, Larraín explora con agudeza el alma de su heroína. La casa Chanel es un activo esencial de esta producción. Blazer azul cruzado con botones dorados, pollera y medias negras. El cabello rubio de Diana y el de Kristen Stewart coronan la combinación compartiendo una melancólica elegancia. Abrigo largo de color rojo, blusa negra brillante con moño y sombrero. Diana trata de juntar sus hombros como si se escondiera dentro de la ropa, como si tuviera pudor de su estatura o su situación sentimental. Tras la rejilla negra que pende del sombrero dándole intimidad al rostro, su mirada destella espasmos de inseguridad sin declinar belleza. Kristen Stewart lo hace igual o mejor que el original. Cruza las manos a la altura de la pelvis como si se protegiera. Esta vez luce un saco de amplificada trama escocesa en rojo y verde con audaces vivos azules. O la sugestiva imagen de la carátula: Diana en el baño -donde suele ir a vomitar- tendida en el piso entre los amplios volantes de tul plisado del vestido, como si se hundiera entre ellos. La sinfonía gestual de Stewart coloca a Diana en un punto justo entre la timidez y el extravío. Trasluce una fragilidad infectada de paranoia. La princesa cree -y el tiempo le dará la razón- que la muerte la persigue. Un hermoso travelling la acompaña mientras cruza el campo a pie buscando un espantapájaros vestido con un saco de su padre. Con ese paso desajustado, Diana se debilita en la corte, pero va sembrando la leyenda que Pablo Larraín cosecha sin desperdicio.
Si los desencantos de su vida matrimonial le traen el eco de Jane Seymour – reemplazante de Ana Bolena en el trono y en el dormitorio- es porque Diana ve el fantasma de la consorte decapitada cada vez que se mira al espejo. Con este recurso impactante y sombrío, Larraín organiza visualmente los miedos que ahogan a la protagonista. El oportuno injerto de este fantasma deja resonar la impiedad en el celo oficial por la observancia de las “tradiciones”. Su cancerbero en la residencia es el mayor Alistair Gregory (un intachable Timothy Spall). Militar de carrera, intenta conmover a la princesa rebelde evocando la muerte de un camarada en Belfast. Le confiesa que él también se preguntó aquel día para qué ofrendaban la vida. Un acierto de la película es el fracaso de esta tentativa de cooptación moral que Gregory cierra recordando su juramento de lealtad a la corona: “Yo no quiero que nadie muera por mí” le contesta Diana en el ápice de su disonancia estética y política. Larraín consolida así la fábula que prometió al inicio: Diana Spencer, que lo tiene todo, quiere también la inocencia.
Un elaborado túnel de recuerdos, temores y representaciones le inyecta a la película un exquisito juego de imágenes. Larraín no solo quiere contar, necesita pintar a la Diana Spencer que inventó. El itinerario espectral que introduce, apoyado en una banda sonora que enfatiza las distancias, eleva la estética de la película y confirma la fecunda libertad formal del director chileno. Debo añadir que su seductora construcción de Diana Spencer encuentra en el natural misterio y en el adquirido oficio de Kristen Stewart un porcentaje de veracidad que clava una disyuntiva sobre el antecedente histórico: o bien la película se independiza totalmente, completándose de sentido propio más allá de la referencia, o bien convoca intuitivamente los hechos aludidos por el poder envolvente y permeable de su poético tratamiento. Prodigiosamente, Spencer acaricia ambas posibilidades.