Por Román Ganuza

Hace pocos días, el querido amigo Ángel complicó mis tardes infligiéndome la palabra “serendipia”. La expresión refiere al hecho de encontrar una cosa mientras se busca otra. Advierto entonces que vivo en estado de “serendipia”, quizá desde la lactancia. En este caso, encontré el atractivo documental, Leonardo: The Works, mientras rastreaba sin suerte una comedia con Jack Lemmon y Walter Mathau. No sé explicar cómo llegué hasta allí, pero no descarto que el inagotable radio del gran hombre haya aprovechado mi desorden para insertarse. ¿Será la película que por fin me explique a Leonardo? ¿Tendrá las distinciones necesarias para identificarlo como artista? Al cabo de la proyección fue fácil responder afirmativamente. Leonardo: The Works, es un documental de 2019 realizado en el marco del proyecto Exhibition on Screen, de origen británico, que ya ha abordado a Monet, Picasso, Van Gogh, Cezanne y muchos artistas más.  El director, en todos los casos, es el también británico Phill Grasbky, dueño de la productora Seventh Art, la misma que impulsa el ciclo. Mientras devoro este poderoso trabajo, recuerdo que en la biblioteca de mi padre descansa un viejo libro de tapas duras color lacre con inscripciones doradas. Es el “Tratado de la Pintura” de Leonardo Da Vinci. Pongo pausa con el remoto para ubicarlo y al abrirlo por primera vez luego de tantos años, descubro que el texto está precedido por la “Vida de Leonardo da Vinci” de Giorgio Vasari y prologado por el poeta Paul Valery, quien realiza una ardua y fina comparación entre Leonardo y los filósofos. Todo tiene su tiempo y es evidente que sobre mi tiempo acaba de aterrizar la impronta de Leonardo da Vinci.

        Lisa Gherardini dal Giocondo, nacida en 1479, era la esposa de un próspero empresario florentino. Nunca lo supo, pero reflejada sobre una tela, llegó a ser mucho más. Inspiró la imagen más difundida de la historia: La Mona Lisa, o La Gioconda. Hay quien se paga un viaje a París tan solo para contar que, durante algunos segundos, estuvo contemplándola en el Louvre, aunque lo más probable es solo haya visto su valor publicitado. Ni siquiera hace falta gustar o conocer artes plásticas para saber quién es el autor de ese retrato. Probablemente, no tengo la sensibilidad necesaria para apreciar las bondades de la pintura. Agravado esto por una dificultad respecto a la cultura del llamado “Renacimiento”, que según buenos autores fue una continuidad entusiasmada con la idea de ser otra cosa. Presencié siempre sus imágenes mayores -Gozzoli, Mantegna, Ghirlandaio- como enfrentando una insinceridad, una deslumbrante impostura. Si fue el momento en que los artistas convirtieron la tradición cristológica en un pretexto para desarrollar la pintura con pulso casi científico, bienvenido sea, pero el resultado delata esa tensión y la padece. A la dulce luz del icono bizantino, le creo. Al dramático contraste del barroco, le creo. También le creo al arrebato perceptivo del impresionismo o hasta puedo encontrar empatías con la síntesis intelectual del cubismo y el arte abstracto. Frente a la afectada pintura del Renacimiento, me preservo. En primer lugar, porque allí no hay nada que “renazca”. En la denominación se entromete el deseo italiano de recuperar la regencia del mundo. El antiguo fervor griego por la naturaleza, lejos de encontrarse de regreso en la prolífica gesta del “quattrocento”, queda definitivamente sepultado. El griego celebraba la unidad cósmica que lo incluía. El renacentista documenta el desarrollo de una conciencia divisora. El mundo deviene objetividad, materia de conquista y dominio. Y su representación artística es un artificio -como es cierto que sucede con cualquier otra pintura- salvo que en este caso se ufana de serlo. Su coincidencia con lo clásico es tan solo formal. El propio Leonardo, explica los movimientos de sus figuras por el vasto conocimiento que ha adquirido sobre la función de los tendones y las articulaciones del cuerpo humano. Fue ingeniero, músico, escultor, dibujante y arquitecto. Pero en cierto modo también fue fisiólogo y compruebo que en cualquiera de sus modos fue un personaje perturbadoramente eterno.

    El documental me acerca a Leonardo a través de la geografía: plano profundo y desenfocado del Castello dei Conti Guidi, en las verdes afueras de Vinci, corazón de la Toscana entre Florencia y Pisa. Allí, a metros de su casa natal, descansa una parte de sus trabajos.  Una locución breve y necesaria me recuerda que juntas, la omnipresencia de la antigüedad y el auge del capitalismo mercantil, animaron en la Florencia del siglo XV un brote de artistas magistrales e inspiradores: Brunelleschi, Donatello, Masaccio. Ahora veo lucirse en la pantalla la famosa cúpula, emblema de la ciudad, y una bella sucesión de puentes bajos cruzando el Arno. El documental abrevia lo biográfico y me zambulle de golpe en la obra del genio italiano. Museos de Londres, París, Munich, Cracovia, San Petersburgo, Washington, Milán. Con lentos avances en el eje, la cámara de Grabsky -que privilegia disciplinadamente su objeto- me conduce por la evolución de Da Vinci. Notables investigaciones acreditan la mano de Leonardo en las pinturas surgidas del taller de Andrea del Verrochio, su maestro hasta 1472. El documental selecciona campos y detalles dentro de cada cuadro para apoyar los conceptos que vierte. A partir de 1474, el sello del autor en sus obras empieza a resultar más claro y visible. Luego el documental me abre los ojos respecto de dos prolongadas ignorancias respecto a “La Ultima Cena”: a menudo he confundido la imagen del original de 1496 -bastante deteriorado- con la copia realizada por Giovanni Boltraffio, discípulo de Leonardo, unos 40 años después. Mi segundo error, más importante, era no saber que el original fue pintado sobre el muro final del comedor de Santa María de la Gracia, en Milán. Allí simula una continuidad espacial con la presencia de Jesús y los apóstoles compartiendo el mismo ambiente donde cenan los monjes. Impactante y en su tiempo, seguramente revolucionario

    En su conocida Historia del Arte, Ernest Gombrich titula “La Conquista de la Realidad” al capítulo 12, dedicado al periodo conocido como el “Quattrocento”.  A propósito de la invención de la perspectiva, dice también que esta técnica en el arte “aumentó aún más la sensación de realidad”. Esta duplicidad irresoluble entre dato e ilusión deja pendiente una problematización de la noción de realidad, y la pertinencia de una posibilidad de representación bajo la estricta sujeción a lo visual. Sin perjuicio de que en el Renacimiento se verifica la obtención de libertades temáticas respecto al cuerpo y al paisaje, o innovaciones en la modulación de la luz, sigo pensando que lo condiciona un complicado equilibrio entre lo natural y lo sagrado que suele desembocar en el hieratismo de sus figuras. Lo que aprendo en este buen documental es que hay en Leonardo, además de una increíble aptitud técnica que supera a toda referencia, cierta universalidad que él se exige a sí mismo. Eso late en el misterio de los gestos de sus personajes, que parecen salir con facilidad de su instante y su lugar. Toda la pericia está puesta al servicio de un resultado que escapa a la mera reproducción, y conmueve a la imagen desde lo profundo, desde lo no visible, como ese toque que hace sonreír a la Gioconda más con los ojos que con la boca. Leonardo es una cima donde se equilibran el cálculo geométrico y la sensibilidad emotiva. Su diferencia, me parece ahora, es esa reunión, esa vastedad que lo eleva sobre su propio tiempo cultural. Él tiene una visión y una misión. Quiere asimilarse a aquella condición que distingue a la pintura. En sus propias palabras: “… aquellas ciencias que son imitables tienen la característica de que en ellas el discípulo se hace semejante al autor, y de la misma manera obtiene su fruto; éstas son útiles al imitador, pero no tienen la excelsitud de aquellas que, a diferencia de las otras materias, no pueden dejarse en herencia. Y de entre ellas, la pintura es la primera…” Esta sentencia de Leonardo se ubica con precisión renancentista entre el excelente documental de Grabsky y las menesterosas preguntas de quien suscribe.

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