Por Alison Fitzsimons
La figura femenina ha sido (re)interpretada a lo largo de la historia de las sociedades y la literatura, no está exenta de responsabilidades. Ella, junto con su vasto abanico de recursos, materializa la respuesta a la pregunta “¿cuál es el rol de la mujer?” instalada ya hace más de dos siglos en el imaginario colectivo. En esta primera parte, el artículo dará inicio a un análisis general acerca de la influencia cultural norteamericana en la conformación de la figura femenina representada en los cuentos El arroyo de la Llorona (Sandra Cisneros) e Historia de una hora (Kate Chopin). Dos relatos que tienen como autoras a mujeres pertenecientes a etnias diferentes: chicana y anglosajona, respectivamente.
Ambas historias contienen puntos de conexión y otros de divergencia, en íntima relación con el lugar de procedencia y el contexto en el que fueron escritos.
Chopin pertenece al grupo de escritoras feministas denominado “Mujer Nueva” en la segunda mitad del siglo XIX. Si bien el movimiento surge como la búsqueda de autonomía de la mujer en una sociedad marcada por el relego de sus deseos en pos del bienestar del marido y sus hijos, fue blanco de etiquetas peyorativas. Época regida por un mundo editorial machista, las mujeres sólo conseguían dinero de forma inmediata publicando en revistas. Esto no solo les aseguró una mayor accesibilidad al mercado y la llegada a un público más numeroso, sino también la posibilidad de tratar temas de su interés y representar el mundo femenino desde su interior. Chopin cuestiona los espacios y roles tradicionales asignados a las mujeres, y sus protagonistas se enfrentan y rompen con la carga de expectativas que les son impuestas por la sociedad. Es el cuento en donde se produce esta ruptura con la romantización e idealización de los vínculos matrimoniales y la maternidad.
En Historia de una hora, a la Sra. Mallard le anuncian la muerte de su esposo pero “no escuchó la noticia, como muchas mujeres la han oído, con una incapacidad paralizada de aceptar su significado” (p. 1). Ella, en contraposición a la concepción de mujer débil que imploraba protección, decide retirarse a la habitación en soledad, abandonada -en un primer momento- a la sensación de pena. El cuarto, lugar que actúa -en la mayoría de los relatos feministas de la época- como metáfora de reclusión, representación simbólica del confinamiento tanto físico como psicológico de las mujeres. Allí, la Sra. Mallard, frente a la ventana, podía sentir el “aliento delicioso de la lluvia”. (Aquí vemos otro elemento simbólico que, esta vez, representa a la libertad). Libertad que es concedida, por más contradictorio que pudiera sonar, por la muerte de su esposo. Ella repetía “¡Libre, libre, libre!” (p.1). Por primera vez se sentía de ese modo: había vivido por y para el hombre y estaba experimentando una “alegría monstruosa”(p.2), porque ahora “viviría para ella misma” (p.2). En su reflexión, podía vislumbrar que había soportado la imposición de la voluntad de otros sujetos frente a la propia pero, a partir de ese momento, los días iban a ser suyos: antagonismo puro en lo que respecta a lo que debía sentir una mujer frente a la muerte de su marido. El matrimonio representa en Chopin, la sofocación, y lo que la Sra. Mallard estaba experimentando era el vivir por y para ella.
Su hermana intenta socorrerla, por temor a que muriese de angustia. Su inevitable muerte al final del relato y el motivo de la misma, no son más que la desilusión al ver a su esposo cruzar la puerta, vivo. Un final abierto con una única interpretación de acuerdo a quién lo mire: para los personajes del relato, “la dicha que mata” (p.2); para los lectores, la libertad.