Por Román Ganuza

No soy capaz de imaginar -como Horacio Ferrer- a la luna rodando por Callao. Desde este bar enclavado en Corrientes y Talcahuano, apenas me animo a sugerir que la última luz del día se mueve hacia el sudoeste porteño, Villa del Parque, Colegiales, vaya a saber. Lo que deja aquí es un respiro de cielo próximo a fundirse con la oscuridad. Más como preocupación perceptiva que como embestida poética, escribo ahora que la gran avenida viene a desembocar en esta mesa donde tengo apoyada la notebook. Su encadenado de marquesinas y luces color ámbar se adentra en Buenos Aires como si partiera desde mi punto de vista. Debe ser el perspectivismo, aquella enfermedad oriunda del quattrocento. Las personas que caminan en dirección al bajo seguramente están viendo otra avenida y otra ciudad ¿Será la mirada un ladino bastón del ego? Sospecho que no es una limitación inocente. Del mismo modo, tampoco debe haber mundos convergentes entre los seres que veo pasar y la infinita cantidad de aquellos que quedan fuera de mi alcance. Probablemente, cada uno habita su propia esfera de opiniones, recuerdos, consumos, omisiones e intereses. A todos, el tiempo nos ha ido tejiendo cierta ilusión de realidad imposible de permutar. Mientras pienso en todo esto pido un café, aunque nunca me gustó el café. Debo regresar en auto y temo el control de alcoholemia. Mientras añoro el trago que me niego, pienso cómo volcar por escrito que mi mundo, por caso, es bastante arbitrario. Bebo un sorbo de esto porque ya lo pagué y recuerdo que, para mí, durante años y hasta esta misma tarde, el suceso central del pasado siglo XX había sido el encuentro de 1949 entre Ingrid Bergman y Roberto Rossellini. No debe ser una idea demasiado extendida. Siento ganas de exponerla ante quienes toman algo en las otras mesas para ver qué oponen, aunque lo imagino: las dos grandes guerras, el surgimiento de los mass media, la revolución rusa, la informática, el calentamiento global, el gol de Diego, etc. ¡Qué maravilla! Lo que logra el exceso de información es que todos estemos cada vez más lejos.

      Como no lo sé disfrutar, el café me sabe frustrante y breve. Mirando la taza vacía, archivo el temor a los controles policiales y elijo quedarme un rato más. En definitiva, me he sentado aquí para cambiar de opinión y para hacerlo constar. Comprendo ahora que he vivido en el error: el gran acontecimiento de aquel siglo tuvo lugar en Londres en 1957. ¿A qué se debe este giro? Vi en la semana el reciente estreno en Netflix del documental “The Mistery of Marilyn Monroe: The Unheart Tapes” (El Misterio de Marilyn Monroe: Las Cintas Inéditas”) producto británico de 2022. Lo viví, lo vivo, como una nueva extensión de un radio que no ha dejado de crecer: el de su vida, su drama y su arte. No pude sustraerme y volví a proyectar “My Week with Marilyn” (Mi semana con Marilyn), una película de 2011, dirigida por Simon Curtis y basada en las cuestionadas memorias de Colin Clark. Trata del breve romance que habría tenido este asistente de dirección de Laurence Olivier durante la filmación de una película en Inglaterra. Ya no hay taza ni café sobre la mesa mientras suelto una confesión: Lo primero que advertí viendo nuevamente “My Week with Marilyn” es la omisión de mi primer visionado. Lo importante de esa película -maravillosa incluso si fuera falaz- no es el romance entre Colin y Marilyn. Eso es solo un pretexto, pero ella gravita tanto y su fantasma es tan tenaz que me confunde. Aquella vez, me puse a espiar qué representaría para un joven de 23 años ser invitado al dormitorio de la mujer más deseada del mundo. Y en esto la película no me defraudó, ya que Colin (felizmente interpretado por Eddie Redmayne) durante aquellos días más agrios que dichosos, se deslumbra con la mujer, pero se abre generosamente hacia la persona. Eso fluye bien en pantalla porque en esta película Marilyn encarnó en la notable sensibilidad de Michelle Williams. La expectativa más vulgar respecto al encuentro, decae porque además de atraer al joven asistente, Marilyn lo humaniza. Su belleza es tan amplia que resulta finalmente sutil. Tal vez por eso, sesenta años después de morir, sobrevuela este vago anochecer de la capital argentina.   

       Aquel viaje a Londres de Marilyn supuso una doble bisagra: El quiebre de su matrimonio con el dramaturgo Arthur Miller -quizá su apuesta sentimental más fuerte- y una brava puesta a prueba personal al aceptar un contrapunto en escena con el gran Laurence Olivier. Choque entre la intuición y la academia, la ligereza de la pantalla y la severidad del teatro, el sex symbol americano y publicitario contra el gran intérprete inglés de Shakespeare. Como para desmentir a la casualidad, saco de mi bolso el libro que acabo de comprar a metros de aquí, hace algunos minutos. Es el segundo tomo de las entrevistas de Peter Bogdanovich a distintos directores del cine hollywoodense. Me pareció ver, cuando lo hojeé antes de adquirirlo, una mención a Marilyn por parte de George Cukor. Entusiasmado, la encuentro rápidamente y transcribo: “…Marilyn Monroe no tenía confianza en sí misma. Le costaba mucho concentrarse y no creía en el talento que efectivamente tenía. Se preocupaba de las cosas más peregrinas y hacía muy bien las cosas más complicadas. A veces se distraía y no conseguía mantener el ritmo, y había que hacer las cosas a trozos. A veces estaba en tal estado de nervios que solo podíamos rodar frases sueltas. Pero su magia era tal que cuando las juntábamos todas, parecía que las hubiese dicho de una sola vez. Era una auténtica personalidad cinematográfica, una auténtica diva…” Algo muy especial buscaba Marilyn allí. Fue a resolver una duda profunda.

     Publiqué una foto suya posando junto al exigente y altivo Laurence Olivier. La imagen es hermosa, increíble. Lozanía, brillo, talento, contraste. Alguien que sabe mucho de cine le pone un “like” y comenta: “Ella lo aplastó a Olivier en esa película”. Se refiere a “The Prince and the Showgirl” (El Príncipe y la Corista) de 1957, dirigida por el propio actor inglés. Busco algo más en la red. Según Vanity Fair, Olivier, al final de su carrera habría dicho: “Mi odio hacia ella fue una de las emociones más fuertes que he sentido, pero era maravillosa”. Marilyn Monroe le ganó al prejuicio para hacerse derrotar luego por la oscuridad. Lentamente, comenzó a despedirse de una vida enorme, sin filtro para la gloria o el desamparo. La evoco: Marilyn en un descapotable junto a Arthur Miller; Marilyn y un beso a Joe Di Maggio para la televisión; Marilyn en un Cadillac blanco llegando a un estreno; Marilyn en una premiación junto a Humphrey Bogart y Lauren Bacall; Marilyn saliendo del hospital; Marilyn asediada, llorando y sin peinarse; Marilyn que se divorcia otra vez; Marilyn junto a los hermanos Kennedy; Marilyn que amanece muerta en Malibú. Interminables, los automóviles siguen desfilando frente a esta esquina. El tiempo se acorta y quiero completar mi letanía. Recorto aquel trascendental cruce en mi memoria inmediata. Gran momento: La corista Marilyn Monroe baila con ironía en el palacio de estilo austrohúngaro del reticente príncipe Laurence Olivier. Me llena de orgullo la triunfal aventura inglesa de Marilyn Monroe, porque en su nombre estalla siempre la temible superioridad artística del cine. Voy cerrando la notebook y confirmo la hora en el celular. Pero unas palabras de aquella diosa frágil siguen sonando en la noche: “fama, fuiste mía…¡Adiós!”

 

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