Por Román Ganuza
En la mañana del 7 de Setiembre de 1951, en París, una niña de cinco años pierde a su madre. La encuentran muerta en la bañera. La pequeña se llama Marie Christine y será en el futuro una conocida actriz de cine. Por ese mismo episodio un actor francés de larga trayectoria pierde también a su esposa. Es Jean Pierre Aumont.
La mujer de 39 años que yace en la bañera víctima de un súbito infarto es María Montez. Y su nombre está más fuertemente ligado al cine que el de su viudo o su hija. Nació en 1912 como María África Gracia Vidal en Barahona, República Dominicana. Como Dolores del Rio o Lupe Vélez, se cuenta entre las escasas figuras latinas que pudieron abrirse paso en Hollywood. Con un agregado especial: María fue “la reina del technicolor”, lauro que muchas hubieran querido lucir.
El color en el cine era técnicamente posible desde 1916. Por razones de costos, su estreno se fue postergando. La primera experiencia fue “Becky Sharp”, dirigida por Rouben Mamoulian en 1935, aunque por su magnitud o por ser impensable en escala de grises se suele creer que “El Mago de Oz” (1939) de Víctor Fleming, constituye el primer antecedente. Son justamente esos los años en que María Montez madura su encanto y se va acercando a su oportunidad.
Esta transición técnica del cine jugó a su favor y ella supo aprovecharla. Tras varios papeles secundarios, en 1942 le ofrecen ser Sherezade en “Arabian Nights”, versión ligera de Las Mil y Una Noches dirigida por John Rawlins. La película reclamaba una belleza no anglosajona. Comienza así el liderazgo de la dominicana en este nuevo filón industrial. Su Sherezade fue un pretexto para exhibirla como bailarina árabe obsequiosa y furtiva. Recorre los encuadres con el vientre liberado entre las dos piezas del conjunto de danza. Muchas alhajas penden de su cabeza sumando brillo a un maquillaje teatral.
Algún rasgo latino le permite interpretar sucesivamente a odaliscas, raras princesas orientales y alguna adorable gitana. Frecuenta historias romantizadas en lugares ficcionales, siempre con el sello del exotismo sensual. Su película cumbre de esta etapa es “Cobra Woman”, de 1944. Aquí se cruza con el talentoso director alemán Robert Siodmak, quien filtra ironías en el género. En esta película María es Tollea, una novia enamorada en imprecisos mares del sur, próxima a casarse con Ramu (el siempre afeitado Jon Hall). Pero es raptada antes de la boda por su hermana gemela, la terrible Reina de Cobra, interpretada también por la propia María. El imperio del culto al reptil se esconde en el centro de una isla. En frenéticas ceremonias, la reina elije a modestos pobladores para entregarlos a la dentadura de la cobra.
Para estas macabras ocasiones la estrella dominicana viste de oscuro rojo luciendo una pronunciada diadema plateada. Unos esclavos traen la serpiente en una litera blanca mientras el pueblo observa aterrado. Primeros planos de la cobra, cuya gélida mirada trasunta ganas de atacar. Hay también un artefacto de doble punta untado con veneno, que deja en las victimas una huella similar a las que prodigaba el Conde Drácula. Pero nada supera a los cisnes del lago sagrado donde la reina retoza tibiamente. Noto que permanecen en la orilla y ninguno sumerge las patas en el agua. Vuelvo la película hacia atrás y verifico que ni siquiera se mueven, ¡¡Los cisnes son de utilería!!. Siodmak suelta sin complejos este producto a medio camino entre Tarzán y James Bond.
Pese a tratarse de un notable director de cine y computando su efectividad narrativa, “La Reina de Cobra” es una película que descuenta la complicidad del espectador. Pero incluso en su apremio de neto producto comercial, la película sirve un testimonio. Atestigua preferencias de un público frente al encantamiento de la novedad capaz de posponer o disimular los vicios de la trama. María, con su atractivo y su talento, es una clave central de esta estrategia. El lucimiento visual de la figura femenina libera ese último recato que le imponía el blanco y negro, completando el imaginario de la “diva” Hollywoodense.
En 1947 le llega la oportunidad de actuar bajo la dirección del gran Max Ophuls. Por paradoja, la mejor intervención de “la reina del technicolor” se desarrolla en blanco y negro. La película es “La Conquista de un Reino” y narra un idealizado exilio de Carlos II de Inglaterra. En 1646 su padre lo envió a Francia para protegerlo de la furia puritana que lo terminaría decapitando a él mismo en 1649. Carlos II opera políticamente desde el exterior para asegurar su regreso a Inglaterra como monarca y para ello se traslada a La Haya. Biznieto de María Estuardo y nieto de Jacobo VI, conseguirá terminar sus días con la cabeza junto al cuerpo, lo cual resulta venturoso para este linaje escocés. Ophuls enfoca con lente romántica los años del monarca lejos de Inglaterra, conjugándolos hábilmente con la intriga política. Emisarios del régimen de Lord Cromwell lo persiguen tenazmente por los Países Bajos mientras él, a bordo de un bote a remo, conquista a una bella granjera holandesa.
Douglas Fairbanks Jr es quien pone la piel para personificar a Carlos II. Y desde luego, Maria Montez es la granjera. Nunca estuvo más linda y radiante. Este papel no le pide maquillajes ni ornamentos. El pelo rubio se toma a su redondeada cabeza y confluye en un rodete clásico. Su sonrisa está luminosa y fácil. Ophuls le ha pedido que actúe la simpatía desafectada del tipo campesino y optimista. María lo hace muy bien. Es su mejor trabajo. Carlos II no revela su identidad y le pide a María que le dé un trabajo en su granja. Siembran hortalizas, esquilan ovejas y se aman al sol. La película desovilla el clásico romance entre la mujer sencilla y el príncipe de incognito. La cámara de Ophuls juega para darle a esta trama una gracia especial, entre tonos de aventura y de comedia bajo el pretexto histórico. Las escenas son armoniosas y efectivas. María está en las mejores manos y se nota.
Luego de “La Conquista de un Reino”, la estrella latina filmará algunas películas más, ninguna de gran jerarquía.1951, el año de su muerte, inaugura una década en la que el uso del color en el cine hará su avance más agresivo. La lucha con la televisión dará luz a formatos que no puedan proyectarse en la pantalla chica, que por entonces era cuadrada. El Cinerama (mucho más ancho que alto) nace precisamente en 1952. No es posible inferir como hubiera seguido la carrera de María Montez, pero se va justo en el momento en que su territorio deja de ser exclusivo. Silenciada tempranamente por la muerte, rodeada del dolor y la perplejidad de su familia, no verá crecer en Hollywood a peligrosas competidoras. Como ha ocurrido en otros casos, la tragedia personal quiso consolidar un mito artístico, confirmando cierta paradoja oscura de la popularidad.