Por Román Ganuza
Finaliza la presidencia de Sarmiento, asoma la de Nicolás Avellaneda. Es 1874 y la acción transcurre en los alrededores de Buenos Aires, probablemente en Lobos. El alcalde, encargado de dictar justicia de primera y definitiva instancia, escucha a dos actores en controversia, pero monta una farsa. A uno de ellos, Sardetti, dueño del almacén y presunto deudor de Moreira, lo asiste la razón antes de haber dicho una sola palabra porque es europeo, comerciante y mucho más interesante para el alcalde que ese mestizo indignado que demanda la devolución de su dinero. Sin dedicarle al asunto demasiado tiempo y sin exponer fundamento alguno, el alcalde resuelve que Sardetti dice la verdad y que por lo tanto no le debe un peso a Moreira, a quien amenaza con mandarlo engrillado a la frontera por “desacato”. Esta novela, folletín y obra de teatro fue escrita por Eduardo Gutiérrez justamente entre la “Ida” (1872) y la “Vuelta” de un pariente histórico y social de Juan Moreira, el gaucho Martín Fierro. Si la obra de José Hernández es una construcción literaria mayor y más trascendente, el personaje de Gutiérrez aventaja en un aspecto al primer “payador perseguido”: Juan Moreira no consentirá su propia “vuelta”, entendida no solo como prolongación narrativa sino -y especialmente- como conversión cultural. Moreira no tiene donde volver porque extrema y radicaliza su ilegalidad. Para la comodidad intelectual que impuso entre nosotros la disyuntiva “civilización o barbarie”, será un personaje siempre fácil de ubicar. Cierta incisión de su vigencia podría ser el hecho de que, a 150 años de aquella invención literaria, la reciente evocación cinematográfica del juicio a las Juntas resuena casi unánimemente como nostalgia de un espasmo institucional entrañable y fugaz. De modo que volver a ver “Juan Moreira”, la película de 1973, tiene tanto de actualización afectiva como de vigilia crítica. Para mi suerte, eso sucederá mañana en el marco de una retrospectiva de Leonardo Favio organizada por el 37 Festival de Mar del Plata. Paladeo en un bar esta grata espera.
Dos mujeres, madre e hija, se sientan en una mesa contigua. Creo saber quiénes son. Las conocí aquí en Mar del Plata justamente durante aquel año de 1973 en que las salas argentinas estrenaron “Juan Moreira”. Por cortesía, saludaron antes de sentarse, pero si son ellas, no me han reconocido. Mi pelo es ahora totalmente ceniciento, mis comisuras se ahondaron demasiado y junto con los anteojos han sepultado mi mocedad. Recuerdo que fueron generosas. Dudo en abordarlas y presentarme porque tal vez no sean quienes creo que son. Pero se suman indicios. Cuando hacen el pedido le cuentan al mozo que son de La Plata y sueltan el nombre de la hermana que no vino. Son ellas. Están muy cambiadas, están bien, pero no dejo de evocar lo jóvenes y bellas que fueron. Necesariamente, la madre debe tener más de 80 años y me consta que la hija comparte mi edad. Beben vino blanco con hielo, sonríen y se tratan con ternura. Las observo y las escucho mientras simulo que escribo. Finalmente, no intento hablarles. No sé si me recuerdan, no sé si les interesa dialogar con alguien que trataron hace 50 años. Pienso entonces que volver a ver el Moreira no será estrictamente una recuperación. Tal vez sea esto lo que me viene a decir la urticante coincidencia: Que 1973 ya no está. Y parece necesario que me lo recuerden porque la vida, para mí, suele transcurrir más verazmente en el cine que fuera de él. Desde 2012 no lo tenemos a Leonardo Favio. Busco en Google a Rodolfo Beban y me entero que murió hace tres meses en Buenos Aires. Mañana, desde el comienzo hasta el final de “Juan Moreira” podré eludir certezas similares, sugeridas por este mudo encuentro con personas que en otro tiempo me conocieron y tal vez me apreciaron.
El año 1973 parece ideal para activar la saga de un rebelde que se vuelve malo o de un malo moralmente esculpido por la injusticia pública. Y en lo de malo va incluida la atribución de empuñar el arma para ejecutar con mano propia las reparaciones que le negaron los estrados. De modo que, de manera sutil, a los dos Moreira de la dicotomía clásica -el delincuente irredimible y la víctima social del sistema- se suma un tercero insinuado por el entorno en que aparece la película. Una suerte de Moreira épico, políticamente redentor, apropiado por un discurso que para apalancar su imaginario no desdeña ni a la literatura gauchesca ni al archivo policial. Se lo mire como se lo mire, Moreira no sirve para el caso. No solo porque su gesta es individual, sino, y fundamentalmente, porque el personaje completa y ejemplifica con su historia personal la génesis de la construcción social retentiva. Cuando se convierte en guardaespaldas, Moreira consolida las mismas condiciones que lo convirtieron en prófugo y excluido. Pero hay un punto de su saga que podría complacer el ansia contestataria: El recurso al matón por parte los “dotores” que encarnaban envaradamente el republicanismo, el reclutamiento de estos seres que ellos mismos en los salones denominaban “bandidos”, desmiente que ciertos males sean una originalidad del presente. Cuando, huyendo después del incidente en la pulpería, el compadre le dice a Moreira que acaba de matar a un “pez gordo” del mitrismo, el personaje contesta con rapidez: “Entonces que viva Alsina”. La ubicuidad de Moreira suena cínica y reprobable, salvo que se revise el fondo de aquella opción: No es tan sencillo distinguir diferencias significativas entre Nacionales (Mitre) y Autonomistas (Alsina), al menos para peones y troperos como lo eran el propio Moreira y sus compañeros antes de convertirse en violentos soportes partidarios. Moreira, entonces, antes que un tránsfuga de la política, es ya un profesional. Justamente cae en desgracia cuando uno de los emblemas de la “civilización”, desconforme con el resultado electoral de 1874, recurre incluso a las huestes del cacique Cipriano Catriel para promover una revuelta que la historiografía oficial no se esmera en recordar.
Pero Leonardo Favio, el director de cine, está antes y después de cualquiera de estas connotaciones. Su película arrolla todo direccionamiento que haya tenido previamente el autor o que le hayan atribuido los espectadores. Tengo esa obra suya otra vez frente a mí: Se apagan las luces, comienza a sonar el delicado coro de Jorge Armesto entonando la música de Luis María Serra. Esa sensible melodía le da ingreso a Moreira por el camino del mito. La fotografía de Juan Carlos de Sanzo sirve un marco ambicioso y distante. Moreira se asoma a su propia historia con un paso entre fantástico y metafísico. Amaneceres y atardeceres se reparten la fuga del personaje, pretexto para un juego de luces y sombras digno del barroco. Favio recurre a primeros planos fuertes y decididos. Opta por un montaje que cambia las velocidades, su cámara pasa con frecuencia de la quietud al frenetismo. Me meto con emoción en la épica del Moreira faviano y agradezco a la oscuridad de la sala que no me delate un par de lágrimas genuinas. Favio no es epígono de nadie, pero destellan en este trabajo luces del Caravaggio, ironías visuales propias de Fellini y oscuros giros familiares al cine de mafiosos de Coppola o Scorsese. No sé si lloro de tristeza por el arte fenecido o de alegría por la ilusión de presencia que me tiende esta copia justicieramente restaurada. Se va terminando la belleza. El sargento Andrés Chirino clava su bayoneta en los riñones de Moreira cuando este trata de trepar un tapial para escapar de la partida. La sinfonía progresiva de Serra extrema la lírica del momento. Moreira se vuelve pictórico. Brilla la dirección de actores de Favio a tal punto que Rodolfo Bebán merece un párrafo. Su boca va concentrando la ira en el labio inferior mientras su mirada denota la pérdida y la lejanía. Esa disputa interior arde en su gesto durante toda la película. La delectada escena final, refinadamente sangrienta, le exige la furia de la venganza junto al júbilo liberador de la muerte ya reconocible e inminente. Aplaudo de pie. Se encienden las luces y me permiten confirmar una platea mayormente joven. Eso me reconforta. Quizá ellos lo estén disfrutando a Favio en su pleno candor artístico, libres de mandatos estéticos y paradigmas pretenciosos. Bajo los escalones de la sala y me pierdo en la galería del shopping pensando que posiblemente vuelva a ver alguna vez esta película, pero que ya no me volveré a cruzar ni con las mujeres del bar ni con tantas situaciones y personas que alguna vez me resultaron próximas. El cine me ha dado y me sigue dando mucho, pero no le debo pedir que me devuelva nada.