Por Román Ganuza
Luego de pasar la noche con el escritor, Adriana Astarelli, envuelta en una sábana blanca, se levanta de la cama y retira la hoja trabada en la máquina de escribir. Lee en voz alta: “Hoy he conocido a Milena, una muchacha hermosa, excitante…” El escritor le quita la hoja, pero Adriana insiste en preguntarle por Milena. Él recita entonces de memoria lo que había volcado sobre el papel: “…con gente como ella no hay problema, el hecho es que todo le va bien, siempre está contenta. No quiere nada, no envidia a nadie, no es curiosa. No se sorprende de nada, no siente las humillaciones. Sin embargo, pobre niña, le pasan cosas todos los días. Le resbala todo…sin dejar huella como en ciertos tejidos impermeables. Ambición, cero. Moral, ninguna. Ni tan solo dinero porque ni siquiera es una puta. Para ella el ayer y el mañana no existen. Ni siquiera vive el día a día…porque se vería obligada a hacer planes demasiado complicados. Por lo tanto, vive el minuto a minuto. Tomar el sol, escuchar discos y bailar, son sus únicas actividades. En lo demás es voluble, inconstante, siempre necesitada de encuentros nuevos y breves, no importa con quien…jamás consigo misma.” Adriana, que lo escuchaba estirada sobre la cama, cambia el humor y la postura. Abandona el gesto despreocupado y gira levantando levemente el torso. Le dirige al escritor la pregunta inexorable: “¿Milena soy yo verdad? … ¿Así soy? ¿Una especie de deficiente?”. Él, al responderle, orilla el objeto final de su texto: “No, al contrario, tal vez seas la más sabia de todos”
La notable actriz italiana Stefanía Sandrelli es quien interpreta a Adriana Astarelli en Io la Conoscevo Bene, película del año 1965, dirigida por Antonio Pietrángeli. En una entrevista mucho más cercana en el tiempo, ella evoca con afecto a este director fallecido en 1968. Lo define como un hombre que adoraba a las mujeres. De extrema sensibilidad, se sentía seducido y a la vez intimidado por ellas. Estas notas con referencia a Pietrángeli se pueden escrutar nítidamente en Io la Conoscevo Bene. La sensibilidad desborda el retrato de Adriana Astarelli, en cuya vida resuena inercialmente una jugosa serie de miserias humanas. Adriana, que viene huyendo del campo y la pobreza, intenta alcanzar otra vida en la ciudad. Peluquera, acomodadora de cine, modelo publicitaria en peleas de box, actriz de reparto en películas flojas, pisa sin demasiada convicción cada uno de estos roles. Como dijo el escritor, no tiene ambición, ni eso que los discursos preocupados por disfrazar el opaco destino de millones de seres denominan “sueño”. Adriana solo sabe de lo que huye y en el camino va confirmando que el mundo en el que busca guarecerse no es necesariamente preferible.
El dueño de la peluquería en Ostia, donde Adriana hace con desgano su trabajo, repugna. Cianfanna, el fotógrafo vendedor de ilusiones que encarna Nino Manfredi, no es mucho mejor. Dario, el estafador amigo de Cianfanna (Jean Claude Brialy), la abandona en un hotel y desaparece sin pagar. Otros tres personajes dibujan los límites dentro de los cuales se va hundiendo la marcha de Adriana Astarelli por la vida. En una de esas fiestas faranduleras a la que es invitada por su atractivo, está presente un viejo actor en decadencia. Es Gigi Baggini (un formidable Ugo Tognazzi) que busca agradar especialmente a Roberto (Enrico María Salerno) la figura del momento a quien todos adulan y procuran acercarse. Ante la impiadosa risa de sus colegas, Gigi hace un número que ya no puede sostener físicamente. Pero no alcanza, Roberto no se interesa por él ni por sus apremios. Agotado y patético, Gigi intenta entonces mediar para que Adriana termine la noche en la cama de Roberto. Otro seductor, Antonio Marais (Robert Hoffman) parece cumplir la fantasía del joven guapo, rico y protector. La velada es perfecta, pero por la mañana Antonio le pide consejos a Adriana para recuperar a su novia. Con violenta elegancia le hace saber cuál es el lugar que ella no va a ocupar nunca. Otra noche, furiosa por una trampa de Cianfanna para atraparla, Adriana se pierde por las calles de un pueblo buscando la estación de tren. Coincide con el boxeador apodado “Bietolone” (por lo lento). El también acaba de ser derrotado y lleva en el rostro las marcas de una paliza. Ambos salieron a la vida por la misma puerta y hacen cosas desagradables por dinero. Eso la hermana con este hombre sencillo y respetuoso. Lo besa antes de subir al tren que la devuelve a Florencia. Para el despiadado código que moviliza los intereses y las disputas, Adriana y Bietolone son dos perdedores. Si se suman, restan.
La resolución formal de Io la Conoscevo Bene es un delicado correlato del propio paso de Adriana. El montaje funciona como un collage de imágenes y situaciones que profieren sentido en forma subyacente a ese rostro mediterráneo y oval que indefectiblemente sonríe. La edulcorada música de la época -que evoca los tiempos más glamorosos del Festival de San Remo- sostiene el tránsito evasivo de Adriana. Peppino de Capri, Mina, Sergio Endrigo. Cantos al amor, promesas de verano. La película de Pietrángeli adquiere una fluida circularidad. Voy viendo y reuniendo los abismos de Adriana. Su dulce sonrisa, su figura grácil, sus ojos penetrantes, su significativa pereza física. Y comienzo a percibir lo que dijo Sandrelli porque el tratamiento de su personaje se apoya en la entrega casi enamorada a los encuadres de su rostro entre las sábanas, de su espalda desnuda o de sus pies bailando descalzos cerca de un tocadiscos apoyado en el suelo. Ratifico allí la seducción confesa y también noto lo intimidante: la distraída temeridad de quien no sabe qué será de ella misma al día siguiente. Sus relegados padres que no saben dónde hallarla para comunicarle que ha muerto su hermana. Los promotores artísticos que la empujan a prostituirse. El abominable médico que para hacerle un aborto solo necesita “una mesa”. Su entrega erótica resignada al vulgar egoísmo del varón. Su permanente exposición, ante una cámara, ante el acoso o ante las escasas facilitaciones de una vida socialmente marcada a fuego.
De allí que la escena donde el escritor monologa la radiografía de Adriana, ocupa el lugar transparente de la película. Se sitúa justo en la mitad de su transcurso e insinúa que frivolidad y sabiduría podrían ser extremos cercanos que se ignoran entre sí para soportarse. En esto Pietrángeli ha sido tan permeable y Stefanía Sandrelli tan efectiva, que Io la Conoscevo Bene consigue licuar en lo visual estas incisivas pretensiones conceptuales. No necesito más palabras ni vínculos más explícitos entre las secuencias. La película exhibe una rara facilidad para alumbrar momentos sublimes en lo estético y lo dramático. Personalmente me quedo con una conmovedora toma en la que el director también se acredita como maestro de la técnica. Durante un buen recorrido urbano, bajo la incipiente luz de un amanecer poblado de nubes, la cámara retrocede encuadrando el parabrisas del pequeño Fiat 500 color blanco. Copia cadenciosamente su avance. La veo a Adriana sola conduciendo. Se está yendo otra vez de alguna parte. Ese plano es poético y sugerente. El gracioso Fiat se cuela por las calles desiertas de la madrugada romana mientras Gilbert Becaud canta “Toi” con su voz raspada y maravillosa. Adriana maneja y se acomoda en los hombros un vestido de noche. El parabrisas trasluce su rostro vaciado y atento a la marcha. El segmento se encuentra entre lo más bello y terrible que he visto en la pantalla. Podría clausurar por sí solo el debate sobre la naturaleza artística del cine. Quisiera ser más personal pero solo me queda decir que Io la Conoscevo Bene es la obra maestra de un director postergado tras el brillo cegador de los colosos italianos. Esta película planta su firma en ese vibrante Olimpo del cine.