Por Román Ganuza
Fue un caprichoso encadenamiento causal lo que condujo a Maximiliano de Habsburgo, archiduque de Austria, hermano menor del emperador Francisco José, a las costas mexicanas de Veracruz en mayo de 1864. Dos años antes, la Francia dirigida por Napoleón III (“el pequeño”) -acompañado al principio por Gran Bretaña y España- organizó una expedición militar punitiva a México con motivo de que el presidente Benito Juárez había suspendido el pago de la deuda externa. El pretexto resultó excelente para las ambiciones del hombre que quería emular a su tío Napoleón I (“el grande”) extendiendo los dominios de Francia. Por entonces se libraba en los EEUU la guerra de Secesión y Napoleón III apostaba al triunfo de los Confederados del Sur, lo cual le aseguraría un aliado al otro lado del Río Bravo. Consecuente con otros fallidos cálculos de su último decenio de gobierno, en plena invasión de México recibe la noticia de que la causa del norte se ha impuesto definitivamente. Triunfante, el presidente norteamericano Ulysses Grant no aprobará un dominio francés en el país vecino ya que, conforme la doctrina Monroe, el continente sólo podía ser saqueado por el vecino mayor, principio que ya le había permitido a los EEUU quitarle a México la mitad de su territorio hacia 1847. En la corte de Napoleón III alguien que se creyó inteligente propuso implantar un monarca europeo en México para disfrazar y legitimar la ocupación. Descartados otros candidatos, se pensó en el archiduque Maximiliano, quien había concluido su fugaz gobierno de Lombardía y Venecia cuando se independizaron de Austria en 1860. Maximiliano transitaba unos tediosos días en su castillo de Miramar, situado en las afueras de Trieste, acompañado estoicamente por su esposa Carlota de Bélgica.
En una gesta poco honrosa y menos original, aristócratas y terratenientes mexicanos alarmados por los giros sociales de Benito Juárez acudieron a Trieste para rogarle al archiduque que tome la conducción del país. Maximiliano se interesó, pero pidió el consentimiento expreso de los propios habitantes de México. Se organizó un plebiscito según el cual la abrumadora mayoría de los mexicanos quería a este Habsburgo desempleado como emperador. Todo conspiró para que la peligrosa empresa prosperara. Napoleón III necesitaba un suicida que ponga la cabeza para su proyecto. Francisco José, que también recelaba de la empresa, vio en ella la posibilidad de alejar de Viena al hermano menor, su inmediato en la línea sucesoria del relevante trono austrohúngaro. El Vaticano apoyó la iniciativa interesado en recuperar para la iglesia mexicana los bienes confiscados por el “indio impío” (Juárez). Inglaterra, fiel a su practicismo, consideró alocado el proyecto pero no hizo nada para detenerlo. Solo España, más leal, y con larga experiencia en aquellas latitudes, les advirtió a Francia y a Austria que los mexicanos pelearían hasta morir para expulsarlos. Desde luego, tuvieron razón los agoreros. Maximiliano fue progresivamente abandonado por los franceses, quienes retiraron sus tropas de México en 1867. Carlota, desesperada, también se embarcó rumbo a Europa para protestar en la corte francesa por esta deserción y pedir ayuda en todas partes para su esposo, sitiado en México por la avanzada juarista. El final, mucho más trágico que romántico, nos muestra a Maximiliano fusilado en el cerro de las Campanas de Querétaro y a la pobre Carlota, a quien nadie ayudó, sobreviviendo 60 años a la muerte de su esposo, recluida y con su salud mental definitivamente extraviada.
“Ejecución de Maximiliano” Edouard Manet
Imagino a Maximiliano y Carlota en la cima de aquella temeridad histórica: Embelesados por la vista que ofrecía el castillo de Chapultepec, tal vez trataban de dominar una fundada inquietud por su futura suerte. El mando, las comodidades y hasta la propia investidura no atemperaban la ajenidad de aquella tierra exuberante. Imperiales pero siempre extranjeros, recorrían el tramo que lleva de lo pintoresco a lo patético. Todavía enamorados, la emperatriz y el emperador transitaban aquel año de 1865 muy lejos de Bruselas y Viena, sus hogares de ultramar. Contemplar desde los balcones el valle de México, era un modo de no pensar cómo podría terminar esa aventura. Oculto tras el diáfano paisaje, un final de sangre se clavaba en el corazón de numerosos rostros tapizados de sol, anónimos e indescifrables bajo los sombreros de ala ancha. Eran los hombres y mujeres que ellos creían estar gobernando. Inquebrantable, un zapoteca ilustrado y libertador les estaba cocinando el escarmiento. Benito Juárez era más temible por la tenacidad de su república errante, que por el odio que no necesitaba tener. Con su indeclinable levita negra, el presidente indio llevaba en la carroza, junto a los documentos del gobierno, eso que Carlos Fuentes llamó “fatalismo indígena”, cualidad que le permitía sobreponerse a mil derrotas y traiciones. La intromisión europea en la misma plaza donde siglos antes Cortés y Moctezuma intercambiaron desconfianzas, animó este nuevo tono épico para la historia de México. El altivo Maximiliano no tuvo la astucia del conquistador extremeño, ni Juárez las vacilaciones del tlatoani azteca. Los breves años de la intervención francesa mostraron que en la antigua Tenochtitlán, un México naciente había tomado conciencia de sí mismo. Además del fracaso político y militar, la infortunada excursión evidenció los claros signos de un estertor. Vista desde el horizonte del tiempo, se adivina allí la caricatura de unas dinastías en su atardecer y la sombra de herederos desplazados apurando un destino funesto para sí mismos.
¿Qué lugar les cupo en este endemoniado cruce de factores al discernimiento y al ánimo personal de Maximiliano y Carlota? Sé dónde buscar una parte de la respuesta. Después de muchos años, retomo con regocijo “La Emperatriz del Adiós”, un libro cautivante que narra la historia bellamente triste de este matrimonio imperial. Su autor, Miguel de Grecia, descendiente de una casa real ya sin trono, es un prolífico historiador y novelista que a los 83 años sigue residiendo en París. Su libro me ofrece un amplio retrato de Maximiliano de Habsburgo. Con aplomo, deja entrever que la pasión de aquel hombre por servir al imperio austrohúngaro mediante un estilo que lo diferencie de su hermano el emperador Francisco José, no llega a la conspiración pero tiende a fundirse en la encendida rivalidad propia del menor resentido por los privilegios del primogénito. A su vez, la convicción de Francisco José respecto a la supuesta ineptitud de Maximiliano como estadista, es casi inseparable de su temor a una popularidad creciente del joven archiduque, más seductor por su perfil liberal y tolerante. En esas zonas de la íntima querella personal se pierden las claves que bifurcan sus respectivos destinos. Pese a abundantes consejos en contra -y no pocos augurios- Maximiliano acepta ir a México en parte para probar que él también es digno de un trono. A su vez, Francisco José lo autoriza porque de ese modo le puede imponer a su hermano la renuncia a los derechos de sucesión en Austria. Intereses y ambiciones pueden más que el afecto. El texto desgrana con maestría este momento especialmente desgarrador. Satisfecho con la renuncia obtenida, Francisco se está retirando de Miramar para regresar a Viena. Camina hacia el tren imperial estacionado en el propio parque del Castillo. Dolorido por lo que vive como una artera traición familiar, Maximiliano sale a despedirlo bajo una tristeza que no es el mejor estado para enfrentar su nuevo desafío. Aquí el autor imagina en Francisco José -o tal vez le consta- un arranque emotivo no exento de culpa o de presagios que lo hace volver sobre sus pasos para abrazar con dramatismo a Maximiliano. Será el último encuentro de los hermanos Habsburgo, quienes ya no volverán a verse.
Aunque el libro de Miguel de Grecia exhuma cierta nostalgia de clase, su tratamiento de la fugaz emperatriz Carlota es menos florido que aquellas biografías de Stefan Zweig que procuraban la empatía del lector con las desdichas de Antonieta o de María Estuardo. Con cautela, el autor destaca cierta inclinación de Carlota a la omisión o negación de los hechos, concretamente en la correspondencia enviada a su familia belga, donde enfatiza que la vida conyugal junto a su adorado “Max” marcha de maravillas. No aclara Miguel de Grecia si esto supone un mecanismo de autoengaño, o si lo que intenta Carlota es convencer a los suyos de que su vida es venturosa, pero deja lo suficiente como para pensar a la heroína tensada entre la apariencia y el deseo. Prima, sobrina y nieta de reyes, su matrimonio con Maximiliano incluye expectativas acordes a semejante linaje que la aventura mexicana podría colmar. Carlota desoye incluso a su propia madre quien le ruega que rechacen la propuesta advirtiéndoles que allá en México “los van a asesinar”. El libro sugiere que hay algo más que ambición en la obcecada determinación de Carlota. Ama a Maximiliano e imagina que gobernar México puede mejorar el humor y la autoestima de su frustrado esposo. Resulta exquisito el tramo del libro que relata la llegada de Carlota y Maximiliano a la costa mexicana en un oscuro contraste con los sueños de ambos y con las grandiosas promesas de la corte francesa: Epidemia de fiebre amarilla, buitres sobrevolando las calles, nubes de mosquitos, la carroza imperial que cae al barro cuando pierde una de las ruedas por lo precario del camino, las chinches en el dormitorio que los obligan a pasar la primera noche sobre una mesa de billar y una comitiva de recepción indisimulada, casi procaz, que solo quiere recuperar mezquinas prerrogativas y no se ha tomado ni siquiera la molestia de aprender lo básico del protocolo.
Un libro suele llevar a otro. A mi curiosidad por esta historia no le podía faltar la fenomenal novela de Fernando Del Paso “Noticias del Imperio”. Sus 700 páginas me proporcionaron el momento más dichoso de estos enlaces entre narrativas asociables al Imperio de Maximiliano y Carlota. Del Paso es dueño de una prosa erudita, casi barroca, donde todo un mundo de información, un brillante anecdotario, se inscribe amablemente en la cadencia de su escritura. Contando en definitiva la misma historia que Miguel de Grecia, el escritor mexicano lo hace a través de amplias elipses sobre el tema central. Un aporte que lo distingue es la radiografía de un México sensible a la imposición monárquica por su antigua devoción por el boato y la teatralidad de las jerarquías, que se remonta al universo azteca. El gusto por los fusilamientos también está presente en su historia previa al desembarco francés. Del Paso cita el ritual del dictador Iturbide que celebraba cada Semana Santa haciendo acribillar a 30 presidiarios, y quien a su vez acabó sus días ejecutado por sus propios soldados.
El libro de Del Paso es como un México que se confiesa en ondas expansivas partiendo del fracaso voluntarista de Maximiliano. En su vasto sobrevuelo resuenan otros textos deslumbrantes de autores mexicanos. Pero es la nostalgia de Carlota ya enajenada la materia predilecta del autor. En esa construcción conjetural, la locura de la Emperatriz se convierte en una forma desproporcionada de la lucidez. Son 60 años de sobrevida volcados con furor visceral a la evocación de su Maximiliano amante, emperador, y ejecutado, que la ocuparon hasta su propia muerte en 1927. Si Del Paso aprovecha la magra suerte de Carlota, tampoco deja de aludir a la funcionalidad de su estado mental, que conviene a la necesidad austriaca y francesa de silenciar aquel desastre en México y su vergonzosa secuela de traiciones y abandonos. Una sutileza se teje en el texto cuando presenta a Carlota interpelando al bronce mexicano: le recrimina a Benito Juárez el haberse negado al encuentro directo con Maximiliano, su resistencia a conocerlo. Dice la viuda que el presidente “indio” temía sucumbir ante una presunta superioridad personal. Es una reflexión previsible desde el lugar de la emperatriz, pero el énfasis del tono elegido permite sospechar que el propio Del Paso -en definitiva historiador y diplomático de carrera- también piensa que, en términos políticos, Juárez necesitó ver solamente al usurpador en el “emperador”. Tan inteligente como intuitivo, el líder republicano seguramente supo que las intenciones de su monárquico adversario eran sinceras. No omite el texto la gravitación de la ayuda norteamericana a Juárez que, de tan valiosa, pudo haberlo condicionado para mantener con Maximiliano esta barrera de hierro. Pero el libro está tan bien escrito que dispara estas preguntas sin servirle al lector certezas ya cocinadas.
El cine, siempre el cine. Luego de las lecturas, ahora deseo verlos a Maximiliano y a Carlota. Los quiero con un rostro, los voy a indagar en la imagen. Vuelvo a proyectar con gusto “Juárez”, la película de 1939 de William Dieterle, que pese al título, les da al emperador y a la emperatriz un espacio central. Quizá sea el cine el lugar donde Carlota haya tenido más suerte, ya que la interpretó la mejor de su tiempo: Bette Davis. Su personaje transita en la película una progresión dramática que comienza con la llegada a Veracruz. Incidentes y algunos calculados ocultamientos cuando el matrimonio imperial les hace las primeras preguntas a los anfitriones mexicanos y franceses, le hacen ver a Carlota que tal vez se haya apurado en apoyar a Maximiliano para que se involucre en esa empresa. El estado de situación no es el que les pintaron antes de llegar. Juárez no está vencido y la parte de México dominada por las tropas francesas es central pero reducida en relación con la intimidante totalidad de su territorio. La propia popularidad de los emperadores es sinuosa en un pueblo que ya se había mostrado voluble durante las incansables controversias políticas locales. Carlota empieza a sentirse culpable por la situación de Maximiliano, que intuye adversa. Cuando los franceses le comunican al emperador que abandonan el territorio mexicano por orden de Napoleón III, la emperatriz lee con claridad: a su esposo lo usaron y ahora lo dejan solo. Carlota pasa de la culpa a la desesperación. Se embarca con los franceses para ir por ayuda. Notables escenas a cargo de Bette Davis: en el palacio de las Tullerías en París vomitando su indignación contra la hipocresía y crueldad de la corte francesa o ya en el castillo de Miramar obsesionada con la idea de que todos tratan de envenenarla y añorando a Maximiliano de cuyo final nunca fue informada.
Encarnado en la figura del galante actor Brian Aherne, la película idealiza a Maximiliano, pero es conteste con los libros citados respecto a su intención de gobernar México con ecuanimidad y dedicación. Tanto cuando se niega a firmar un decreto elaborado en la trastienda por el cual se les devuelven a los terratenientes sus bienes socializados, como cuando le ofrece a Benito Juárez un acuerdo para gobernar México juntos, el Emperador de México demuestra que no ha entendido el papel de títere que le prepararon. Su posición me recuerda a la de aquel despojado Pu Yi, último emperador de China, que Bernardo Bertolucci inmortalizó en su película de 1987 (“The Last Emperor”). Manipulado por los japoneses, Pu Yi ignoraba que su nombre estaba legitimando una masacre en Manchuria. Pero hay diferencias. Cuesta aceptar que Maximiliano fuera tan ingenuo como para creer en la seriedad del plebiscito mexicano organizado justamente por los invasores. Suena más probable que haya exigido esa consulta popular como una forma de hacerles compartir a los franceses la responsabilidad política del desembarco. En segundo lugar, el propio Napoleón III le avisó a Maximiliano que una vez “consolidada” la monarquía en México, él retiraría los batallones franceses. Tal vez le mintió en cuanto al verdadero motivo de la evacuación militar. Francia, intimada formalmente por EEUU, quería abandonar México, la opinión pública no quería ver llegar a Francia más cadáveres por una disputa que le resultaba lejana y la inminencia de una guerra con la poderosa Prusia de Von Bismarck le reclamaba a Napoleón III reunir todos los recursos disponibles
La película, en su visible intención de ensalzar la nobleza personal de Maximiliano, lo va dibujando como la víctima de un engaño, lo cual es cierto sólo en parte. Rabiando por la negativa de Juárez a sumarse al gobierno, Maximiliano firmó el decreto que habilitó una sangrienta represión del juarismo. A diferencia de su par chino, él sabía lo que estaba firmando. Lo que no sabía es que también sellaba de ese modo su propia sentencia de muerte. El principal estafador de Maximiliano es en cierto modo él mismo por la gravitación del pasado en la mentalidad de su casta social. Aquella dinámica de la realeza por la cual un príncipe navarro era aclamado en París o una princesa alemana en Moscú, empezaba a ser anacrónica. Esos hilos familiares, durante siglos, fueron transversales a la coagulación territorial de las naciones. Para el tiempo de Maximiliano y Carlota, las cosas habían cambiado. Todo el ámbito de la América hispana compartía la fiebre del independentismo expandida a principios del siglo XIX desde Buenos Aires. Tampoco tuvo Maximiliano esa cuota de suerte que Maquiavelo consideraba esencial para cualquier éxito político. Nació como el segundo de Francisco, vio morir joven en la isla de Madeira a su gran amor, la portuguesa Amelia de Braganza. Gobernó la Lombardía y el Véneto justo en la hora de la reunificación italiana (1860) que lo forzó a abdicar. Finalmente, quedó atrapado en la trampa mexicana que le tendió Napoleón III. En la drástica mañana de 1867, su cuerpo recibió en Querétaro la balacera del pelotón porque del otro lado había un hombre religiosamente atado a la letra de la Ley. Cualquier otro que no fuera Benito Juárez, lo hubiera dejado regresar a Europa para congraciarse con las poderosas cortes que le pedían clemencia. Pero “el indio”, radicalmente doctrinario, privilegió los principios enfrentando con valor las consecuencias.
Castillo de Miramar (Trieste)
Apoyada sobre el mar, Trieste es una ciudad que se mira casi de frente con Venecia. Entre ambas se dibuja la herradura con que el continente limita al Adriático en su punto norte, sujetándolo entre Italia y los Balcanes. Supo ser durante mucho tiempo el único puerto de Austria. Al terminar la primera guerra mundial la ciudad quedó dentro de la jurisdicción italiana -de la que aún sigue renegando- y hoy la separa de su Austria materna el joven territorio de Eslovenia. En las afueras de la urbe se encuentra el bello castillo de Miramar. Construido por y para Maximiliano, y concluido en 1860, se yergue como un enclave de blancas y gruesas torres que parece apoyarse en el mar. Sus hermosas ventanas ojivales dejan suponer que Maximiliano y Carlota, antes de viajar a México, disfrutaron esas vistas deliciosas desde sus aposentos. Sobran sin embargo evidencias de que este entorno encantado no pudo darles la felicidad porque les faltaba lo principal: una misión acorde a su rango. Miramar también fue el primer lugar de reclusión de Carlota en los largos años de su enfermedad mental cuando regresó a Europa. El historiador mexicano Juan Carlos Quezadas visita 2019 el castillo como turista y cuenta esa experiencia en una hermosa nota que publica Infobae en agosto del mismo año. Quezadas persigue los fantasmas de aquellos personajes. Observa junto a su mujer la habitación donde Maximiliano firmó la aceptación de la corona mexicana en una ceremonia que no deja de emanar, a la distancia, cierta atmósfera de irrealidad. Confiesa el autor de la nota que en su curiosidad late cierto anhelo de recuperación. En ese castillo europeo duerme una parte de México. Pero es notorio que lo empuja también la esperanza de una reivindicación. Se queja Quezadas de que el Maximiliano que se aprende en las escuelas mexicanas sea mecánicamente “uno de los malos”. Sus disposiciones progresistas que decepcionaron y escandalizaron a los conservadores, su espíritu de diálogo, su ausencia total de racismo, su negativa a huir cuando la derrota era irreversible, su intento de deslindar de responsabilidad a sus generales mexicanos para que no los maten y las famosas monedas de oro que les entregó a sus verdugos antes de la ejecución, le resultan a Quezadas más cercanas y vibrantes durante este paseo por la intimidad del pasado. Crece su emoción cuando él y su mujer encuentran en el castillo una hermosa bandera mexicana, una virgen de Guadalupe, algunas inscripciones en español y en el pulcro parque de Miramar una serie de nopales, ese virtuoso cactus originario de México. Me regala Quezadas para mi nota el propio cierre de la suya que no soy capaz de mejorar: “Se podrán discutir las motivaciones de Maximiliano, y sobre todo de la gente que le entregó el poder; se podrán juzgar los intereses de las naciones que se escondían detrás de este hecho. Lo que no podrá cuestionarse es el extraño, inmenso y hasta enfermizo amor que Maximiliano de Habsburgo profesó por una tierra que apenas conoció y en donde fue a encontrar la muerte”.