Por Román Ganuza
“Florem juvenem pubescentium in militiam” (jóvenes en el florecer de su hombría en el ejército) De este modo se adulaba en la Roma imperial a los “hastati”, portadores del “hasta” en la batalla, una suerte de lanza corta. En la batalla de Zama (actual Túnez) la primera línea del general Publio Cornelio Escipión está compuesta por estos jóvenes. A diferencia de Aníbal, su enemigo cartaginés, Roma no cuenta con mercenarios en sus filas. Recurre a la leva y a la conscripción entre los ciudadanos. En la mañana del 19 de octubre de 202 a.c. los inexpertos hastati tienen ante sí un panorama aterrador: A unos 100 metros de distancia, se extiende el amplio frente del ejército cartaginés compuesto por 80 elefantes que apenas Aníbal dé la orden se lanzarán contra ellos a unos 40 kilómetros por hora, que es la velocidad que desarrollan estos paquidermos. Moles de 3000 o 4000 kilos, furiosos o espantados por las cornetas de las legiones romanas y lanzados a la velocidad propia de un automóvil, deben haber ofrecido una visión difícil de soportar para la cabeza humana. Con el cosquilleo de la muerte en el estómago y en el corazón, los jóvenes “en flor” tenían la orden de mantener la formación hasta el momento en que las bestias se encontraran cerca, a pocos metros, para entonces abrirse y crear corredores que les permitan atacarlos por el flanco. Dicho así, parece el problema técnico de una maniobra militar, pero en aquella jornada los animales a la carrera levantaron una densa polvareda que impidió visualizar claramente su proximidad. El esquema diseñado por Escipión, costoso en vidas, finalmente funcionó y le dio a Roma la victoria que sepultó definitivamente a Cartago. Sin embargo, bastaría uno solo de los tantos soldados que murieron aplastados para preguntarse por esa muerte, omitida en los relatos históricos que se centran en la actuación de los jefes. ¿Qué ocurre con el soldado tempranamente muerto? ¿Dónde quedan su futuro, sus sueños, sus seres queridos? ¿Quién se encarga de contar esta parte y cómo la justifica?
La guerra ni siquiera garantiza a sus protagonistas la gloria de morir luchando. El propio Aníbal, en su celebrada campaña hacia Roma, lleva los famosos 27 elefantes que atravesaron los Alpes. Sobran relatos sobre la hazaña. Se recuerda menos que cuando los animales cruzaron nadando el Ródano sus guías indios murieron todos ahogados. En la batalla de Gaugamela (331 a. c.) Alejandro de Macedonia sorprende y pone en jaque a Darío. La caballería persa entra en pánico y vuelve sobre sus posiciones aplastando a la propia infantería ubicada en la retaguardia. Cientos mueren bajo los cascos de los caballos conducidos por los jinetes “amigos” ¿Es así la gloria? Esta memoria del horror me aborda hoy desde un libro que devoro con perplejidad. Se trata de “Las Batallas que Cambiaron la Historia” de Arnaud Blin. Si bien el texto se propone otro objeto, repasa exhaustivamente la suerte del soldado de línea en cada hito militar. Sumo arbitrariamente otras calamidades que me impactaron en lecturas anteriores: En presurosa retirada luego de su derrota en el Moscova en 1812, Bonaparte se propone sortear el rio Berezina que para esa época del año debía estar convertido en hielo. Pero al llegar a sus márgenes los franceses verifican que el cauce se ha descongelado. Con urgencia los suboficiales “pontoneros”, encargados de improvisar puentes de madera hechos con troncos para que pasen las tropas, los caballos y la artillería, deben sumergir parte de su cuerpo para construirlo. La mayoría muere por hipotermia. En Filipinas, en 1941, los japoneses asaltan la isla y acorralan a 10000 soldados entre norteamericanos y filipinos en la península de Bataan. Privilegiando otros objetivos estratégicos, el comando de los EEUU los abandona hasta 1945. Solo 500 sobreviven. La mayor parte muere de hambre, sed, o hacinamiento luego de una horrenda marcha de 100 kilómetros bajo un sol despiadado hasta el lugar de cautiverio. Al final de la desgraciada columna marchaba el “escuadrón limpiador”, un pelotón japonés encargado de ultimar a los que ya no podían seguir. No sería raro que estos hayan sido al fin los más piadosos, dados los relatos posteriores de los sobrevivientes. Hollywood ha filmado un par de veces el rescate, pero no el calvario.
Tantas aproximaciones a la intimidad de lo bélico me empujaron a vencer una resistencia: no quería ver “Sin Novedad en el Frente” la sólida película de Edward Berger de 2022. Padezco las escenas crudas de guerra, los cuerpos volados por la onda expansiva de las bombas, los miembros amputados, las heridas mortales, las orugas de los tanques triturando seres humanos que agonizan, los soldados viendo como a su lado cae el mejor amigo con su cráneo perforado por una bala de metralla. No deseaba ver el horror de los hospitales de campaña donde los médicos y las enfermeras no dan abasto atendiendo a quienes contienen sus propios intestinos con las manos o acaban de perder la movilidad de las piernas, los brazos o la vista. Ni hablar del holocausto y su monstruosidad inmarcesible. Pero recuerdo que el libro de Erich María Remarque fue uno de los pocos que mi padre me rogó que leyera en mi juventud. Lo leí y más tarde, todavía en tiempos de menor sensibilidad, vi también la noble versión cinematográfica de Lewis Milestone, de 1930. Del libro y de ambas películas rescato dos tópicos: La culpa del soldado alemán frente al francés que él mismo asesina a puñal en el cráter donde caen juntos por azar y la arenga irresponsable del profesor para que sus jóvenes alumnos -casi adolescentes- se enrolen como voluntarios. El primero porque quiebra esa deshumanización injertada en el soldado para poder matar con naturalidad. Aquí sucede una explosión de conciencia. El francés, el presunto enemigo, es un par que ocupa el mismo lugar. Es otro hombre que tiene -tenía- una esposa y un hijo. Aleccionador y terrible. Respecto al segundo caso, me interesa porque pone en juego el corazón del mecanismo bélico. El académico, para sostener el sentido de una probable muerte en combate, apela a la noción de totalidad inclusiva. La parte (un ser humano) se estaría inmolando por el “todo” (la nación).
Se le escapa al académico que los jóvenes a los que alienta, al igual que los de otras naciones involucradas morirán mucho más por la escandalosa ineptitud de monarcas decadentes, desactualizados y estúpidamente orgullosos que invocan el “honor nacional” para prolongar una guerra claramente perdida y perpetuar una corona a la que finalmente tendrán que abdicar. ¿Cuántos perdieron tempranamente la vida por los caprichos de esta clase de hombres, por su exasperante elitismo, por su desconocimiento de las reales relaciones de fuerza en Europa? Millones quedaron en los campos luego de padecer el terror, el hambre, el frio, el barro, el hedor y las ratas, mientras su suerte se decidía en palacios o refinados despachos donde la servidumbre apoyaba amaneradamente sobre las mesas copas de champagne y platos de caviar (en la variante vernácula fue el wishky). La exposición del contraste es uno de las razones que convierten al texto de Remarque en un testimonio que invierte el formato clásico de la épica. Lo vuelve profano y triste. Ese desencanto y suspicacia con respecto a la insuflada pasión guerrera seguirá creciendo durante el siglo pasado hasta llegar a narraciones fuertemente antibélicas como “Regreso sin Gloria” o “Apocalypse Now”, entre muchísimas más. Pero el arte emite siempre una voz solitaria, una breve luz a expensas de la vulgaridad dominante. Los argumentos para enviar seres humanos al frente se reciclan con facilidad. Suele decirse que la verdad es la primera víctima de la guerra. Pero eso es cierto en lo que atañe a su dinámica de la información porque la paradoja entrevista en el libro de Remarque es que la guerra, en tanto que momento extremo de la tensión, pone al desnudo la relación entre las naciones y también entre las personas. El disimulo de las verdaderas intenciones de los Estados y de las verdaderas desproporciones entre los individuos, queda, por un momento, desmantelado. Dejan de ser amables o seductoras para mostrarse crudas, haciendo vacilar las nociones de pertenencia y obediencia. La guerra trae, muy a pesar que quienes la ordenan, una ampliación de la visibilidad critica. Nos sucedió aquí cuando descubrimos de la noche a la mañana que nuestros “amigos” eran morenos y no angloparlantes. Tardamos un poquito más en saber que los chocolates no llegaban a destino y que el comandante no contestaba el teléfono. Pero no necesitó mucho tiempo la usina mayor para reimplantar ese orden que le asegura soldados -cuando sean necesarios- a capitanes ocultos. El presente nos encuentra solidarios con la misma alianza que segó la vida de 353 compatriotas en una acción que sería un crimen de guerra si otros hubieran sido los autores. En este caso no consigue fluir bien la idea de pertenencia tan invocada por los jefes a la hora de atacar. Se trataría de 353 personas innominadas, casi fantasmales y de leve peso en la memoria colectiva. Lo que importa es que los perpetradores reconstruyan una máscara didáctica y referencial, al servicio de intereses gravitantes. Esto es lógico porque lo primero que se debe acallar luego de una guerra son esas transparencias que licúan el velo de las cosas. Aquella abertura se suturó con rapidez quirúrgica para que volvamos a lamer con indolencia el puñal de Caín. De no ser por ese riesgo implicado en cada guerra, por esa posibilidad de alteración que crece especialmente en la derrota, habría muchas más guerras, entre otras razones, porque a los hombres que las deciden no les llega el grito de la primera línea.