Es una noche de abril que tiene entibiado el aire y amarillentos los tilos. Sobre la holgada vereda de la calle 10, las lamparitas escoltan a unas mesas que esperan. Habrá cerveza, café o pizza, pero todavía es temprano. El semáforo detiene o libera el paso de los automóviles y dos vidrieras exhiben la ropa que intentan vender. Enfrente, el viejo y coqueto Coliseo Podestá me guarda una sorpresa en el vientre. Vine a ver a Pompeyo Audivert, quien trajo a La Plata el trabajo que escribe, dirige y protagoniza: “Habitación Macbeth”, un título que voy a ir entendiendo hasta tenerlo por justo e incluso por inspirado. Entro a esa calculada cueva y avanzo en su panóptico circular. Las butacas de paño rojo apuntan en sola dirección, el escenario. También los palcos y las tertulias. La gente se acomoda. Saldrá el actor con lo suyo frente a este hormigueo de miradas escondidas. El teatro le ha sentenciado su doble suerte: el dominio y la centralidad; la exposición y la entrega. La aventura del escenario es gloria y martirio. Entre la iluminada apertura de la calle y la intimidad oscura del teatro se juega algo que se me escapa. Evoco a Clarice Lispector: “¿Y hasta morir voy a vivir sólo momentos? No, dadme más que momentos.”

    Tal vez el teatro podría contarse entre los pocos hitos que atienden a esta plegaria. El momento que propone es ambicioso: la acción y el acto que enlaza tiempos y referencias. Se mueve en dirección contraria a la fragmentación que pesa sobre Lispector. El actuar, entendido como pasión de ser o explorar alteridades, le confiere cuerpo y vida a lo que yace en distintas formas de la memoria, como la literatura. Lo actualiza, sugiriendo de algún modo su perpetuidad. Y aunque no logre vencer el hiato de la distancia, reavivar un texto clásico testimonia cuando menos la resistencia a esta desproporción entre el universo y su posibilidad perceptiva. Para eso viene bien Shakespeare, porque fue un grano fecundo del tiempo. Hizo latir con fuerza el drama de la modernidad. Elevó la pregunta del hombre por su propia suerte. Era ya para entonces -y sigue sin mejorar- un sujeto perplejo ante sí mismo. El descubrimiento o la construcción de una interioridad le trajo el conocimiento sin la certeza. Estaba más a resguardo cuando se creía animado por el dictamen de Dios o de los dioses. Ya en propiedad del alma, se asoma a la responsabilidad. Brilla en Shakespeare la tribulación sobre el propio obrar humano: lenidad, codicia, impiedad, traición, cobardía. Su escritura es un tratado de la conciencia. Pompeyo Audivert viene a proponer nuevos ecos de esa vigencia. ¿Alumbrará uno de esos momentos abarcadores que quieren escaparle a la escisión?

      La luz del foco se cierne ahora sobre el actor recortando su rostro, que es un verdadero campo de experiencia. Da comienzo el Macbeth con Audivert encarnando a las tres hechiceras que le anuncian el destino al favorito del Rey Duncan. Tres voces, tres posturas, y tres tonos, luchan contra mi sorpresa y quizá mi resistencia inicial. Audivert va a desarrollar el drama solo con su propio cuerpo. Él será la totalidad del elenco. Está absolutamente aprisionado. No tiene en el escenario apoyos, contrapuntos, ni pausas. Encarna sucesivamente a las brujas, al atormentado Macbeth, a su ladero Bancquo, y a una punzante Lady Macbeth. Oscilo entre la objeción y el aplauso. Me pregunto si se trata de un arreglo servido para el lucimiento técnico del intérprete. Pero empiezo a detectar que la clave de este desarrollo titánico se confiesa en el título. El autor y actor está irremediablemente “habitado” por Macbeth. Habla poseído por los diversos ecos de la obra. Lo que transparenta el título son las dos líneas de esta representación. Asisto a una puesta del clásico, pero lo que subsidiariamente me está mostrando Audivert es la naturaleza -tan bella como voraz- de la relación entre el actor y su arte. Y en este segundo plano alcanza la exquisitez.  El movimiento que concentra en él de manera coral a la obra completa es una fuerza centrípeta. A la inversa, su jugado esfuerzo de multiplicación dramática es un desgarro centrífugo. Audivert gobierna un torrente de máscaras sucesivas y alternadas. Me entran ganas de saber dónde queda él luego de esa frenética transfiguración personal. La respuesta la ofrece una frase que Shakespeare puso en voz de Lady Macbeth: “El alma nunca está desnuda”. Para asumir esa ronda de rostros en esta proeza física, el actor ha tenido que rozar el vaciamiento de sí mismo como aquella actriz de Ingmar Bergman que de tanto ser otros se convirtió en silencio.    

     Otro eco gravitante en este desafío tiene que ver con lo formal. Shakespeare, afortunadamente, no consiente una de esas puestas teatrales de tipo naturalista, peligrosamente próximas a la chatura cotidiana. Elíptico, retórico, sentencioso, Macbeth impone el recurso al artificio. Los personajes son mensajeros, portavoces del más allá. Las virtudes y los vicios son espíritus que sobrevuelan lo terrenal. Sus monólogos desgranan permanentemente el efecto poético. Median entre lo coloquial y lo lírico. A estos textos no sólo hay que actuarlos, hay que declararle al espectador que se está actuando. Con Shakespeare, el escenario se niega a ser una mímesis de lo habitual. Debe asumir sus formas desafiando la extrañeza de quien teme faltar a lo profano. Mediante un juego con la luz de una linterna y el marco de un cuadro, o con la proyección angular de una sombra sobre el fondo del escenario, Audivert construye los fantasmas del propio personaje, correlato visual perfecto de un texto preñado por lo sobrenatural.  Las formas de este drama son imperativas y el trabajo que exige sólo contempla una libertad en disciplina. Lo celebro.

   “Venid a mí, espíritus que servís a propósitos de muerte, quitadme la ternura y llenadme de los pies a la cabeza de la más ciega crueldad. Espesadme la sangre, tapad toda entrada y acceso a la piedad para que ni pesar ni incitación al sentimiento quebranten mi fiero designio, ni intercedan entre él y su efecto. Venid a mis pechos de mujer y cambiad mi leche en hiel, espíritus del crimen, dondequiera que sirváis a la maldad en vuestra forma invisible. Ven, noche espesa, y envuélvete en el humo más oscuro del infierno para que mi puñal no vea la herida que hace ni el cielo asome por el manto de las sombras gritando: ¡Alto, alto!”. En esta línea de Lady Macbeth, recitada por Audivert en uno de sus desdoblamientos perfectamente coordinados, resuena algo universal. Se ubica más allá del momento porque sugiere -bajo sus propios tonos- la preeminencia final de la ambición pintando al escrúpulo moral como límite y carencia. En los términos actuales, equivaldría a una falta de aptitud. De modo que “Habitación Macbeth” de y por Pompeyo Audivert, es puro presente, tanto en su propuesta formal deslumbrantemente esquizoide, como en su valiente ejercicio de memoria estética. Aplaudo de pie mientras el actor le hace una reverencia al público. Salgo a la calle, ahora hay más gente en las mesas. Vasos llenos, risas. Lo mío es recordar dónde dejé el auto y verificar si tengo las llaves. Lispector tiene razón, somos una suma de momentos inconexos. Pero sin llegar al optimismo -que siempre me fue tan esquivo- presumo que el arte, ejecutado a este nivel, contiene algún germen de trascendencia. Por lo pronto, el querido Coliseo Podestá fue hoy un lugar del que salí mejor de lo que entré. Eso no me ocurre con frecuencia.

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