Por Román Ganuza
Si el príncipe es Omar Sharif y su amante es Catherine Deneuve, la película está asegurada. Más aún cuando estos héroes de la pantalla, al momento de ser filmados, rondan los 36 y 25 años respectivamente. Ella, que luce un pelo dorado y lacio, tiene algo de hada adolescente. El, con su clásico bigote oscuro y una mirada vivaz, es un príncipe de ensueño. Ficcionalmente, pisan la glamorosa Viena de 1880 que entre valses y carruajes va acunando tensiones étnicas y nacionales destinadas a resolverse con bayonetas. Pero todavía hay tiempo para que los príncipes conquisten doncellas en las ferias dominicales del colosal imperio albirrojo. Vestido con el uniforme de etiqueta, Omar invita a Catherine a bailar en el estrado de una glorieta pomposamente adornada. El candoroso verde del parque se ilumina con azules y dorados. Los vestidos de las mujeres son rosados o blancos, y sus sombreros se coronan con ristras de flores. Una geografía fantástica que el cine hace posible con una facilidad rotunda.
El príncipe encarnado por el actor egipcio es el tempranamente malogrado Rodolfo de Habsburgo. Su joven y resistida amante -a cargo de la diva francesa- es la baronesa María Vetsera que amaneció muerta junto a él aquella mañana de 1889. La película es Mayerling. Lleva el nombre del coto de caza donde fueron hallados ambos cadáveres. Se estrenó en 1968, la dirigió el británico Terence Young y es el remake de la versión original de 1936, en la que Charles Boyer era Rodolfo y Danielle Darrieux su María Vetsera. Tanto Terence Young como su antecesor Anatole Litvak, se basaron en un texto de Claude Anet que ha novelado el desdichado tránsito de estos dos seres. Ya la guillotina se había quedado con la cabeza de María Antonieta y un pelotón mexicano a las órdenes de Benito Juárez había acribillado en Querétaro al fugaz emperador Maximiliano. La buena puntería de Gavrilo Princip acabó en Sarajevo con los días del Archiduque Francisco Fernando y el puñal certero del italiano Luigi Luchini silenció para siempre el pecho bávaro de la emperatriz Isabel de Wittelsbach (Sissi). Parientes todos del pobre Rodolfo, incluida su propia madre (Sissi). El antiguo linaje austriaco acredita así una relación casi artística con la tragedia. Thomas De Quincey decía que una vez consumados, los crímenes tenían destino natural de insumo literario. Todavía se discute si Rodolfo y María se suicidaron o fueron asesinados. Cualquiera de las dos posibilidades le regala al cine un bocado irresistible.
No se queda atrás Terence Young en la elección de los padres de Rodolfo. Francisco José, emperador de Austria y Hungría, es un notable James Mason especialmente barbado para el caso. La legendaria Sissi -largamente apropiada en el cine por Romy Schneider- es nada menos que Ava Gardner. Texto y elenco han sido pensados con la atención puesta en la taquilla. Este Rodolfo está adecuadamente victimizado. La primera escena no disimula la búsqueda de la empatía. Veo al príncipe declarando en una comisaría por contarse entre los que manifestaban en la calle contra el gobierno de su propio padre. No pide privilegios y hace la cola como uno más. Reconocido por el funcionario pide la libertad del director de un diario crítico que fue maltratado por su condición de judío que agravaba la de opositor. Por si no bastara, al retirarse ve a un manifestante acostado tiritando de frío. Hidalgamente, el príncipe Rodolfo se quita el abrigo color camello y cubre al ciudadano caído en la refriega. Si se cree en la película, también es un caballero del amor: conoce a María Vetsera en un encantador parque público donde interviene para defenderla de un acosador. La narración omite la edad de la joven cortejada. Tenía 16 años cuando el heredero del trono la abordó. El guión pretende que Rodolfo actúe de incógnito, eludiendo el probable uso de la investidura para abrumar y seducir a una mujer tan joven.
Pleno de riqueza para la evocación, el Imperio Austrohúngaro era una difícil reunión sostenida casi exclusivamente en el símbolo personal del experimentado emperador. Mayerling propone a Rodolfo como un príncipe sometido a un padre severo en la intimidad y mezquino en lo público. Le suma al joven heredero la representación de una vaga modernidad política consistente en incorporar al régimen nuevos conceptos sociales y una refrescante atención a los reclamos de las nacionalidades atrapadas bajo la tutela imperial. Políticamente este Rodolfo erigido por Omar Sharif es una especie de círculo cuadrado. Apoya movimientos contrarios al gobierno siempre y cuando no cuestionen a la monarquía. La película de Young se preocupa de mantenerlo leal con su padre pero a la vez, tratarlo como un reformador sensible a las demandas populares. Con muy poco se puede intuir que sus coqueteos con los independentistas húngaros, de tan inconvenientes para el gobierno, bordean la traición más llana. Un paso más y se adivina al hijo resentido por la dimensión del padre. Advertido de esto, el guión recurre a la idea de que diversos conspiradores habrían utilizado a Rodolfo, abusando de su apoyo parcial a ciertas reivindicaciones y de algunas fragilidades personales. La película no elude las tendencias autodestructivas del joven monarca, como la inyección diaria de morfina por graves cefaleas, aunque las restringe. En otros textos la referencia se extiende a excesos irresponsables. Lo mismo ocurre con su renuencia a ejercer las funciones que el emperador le delegaba. Estas son presentadas en la película de Young como una miserable maniobra de Francisco José para alejarlo de María Vetsera y salvar su matrimonio oficial con la desafortunada Sophia de Bélgica. Con un poco de imaginación, también se puede leer en ello una ineptitud física y psicológica para el ejercicio continuo de altas responsabilidades de estado.
Otro tanto sucede con el final romántico que la película yergue como respuesta poética a una prohibición autoritaria. Mayerling toma partido por la versión del suicidio conjunto como último ritual de la pareja perseguida. Al mejor modo de ciertos personajes de la realeza muy mimados por la publicidad, ese sesgo puede estar ocultando un déficit del heredero para ocupar el lugar que la historia le reservó. En todo caso, la primera información que me da esta bella película es que el cine no está al servicio de la historia, sino todo lo contrario. La historia es una proveedora involuntaria para las manipuladas construcciones de la pantalla. Ni siquiera la lupa ideológica aporta certeza ya que una reivindicación tan tardía de la institución monárquica guarda poco sentido, salvo porque habilita una estética nostálgica y una puesta en escena admirable. Claramente Mayerling descarta la tesis de un asesinato ordenado o consentido por el propio padre de Rodolfo, el emperador Francisco José. Pero sobran elementos para imaginar el alivio político que esa muerte debe haber significado el emperador, que ya sentía temblar bajo los pies la unidad de sus dominios. Pretexto amplio y exquisito, Mayerling se sube antes a la rendidora saga del príncipe que deja el trono y la vida por amor. Tomado del hecho histórico maximiza el ideal romántico. Alfombras rojas, fibrosos caballos, jinetas doradas, champagne, siervos en la nieve y caricias en Venecia. Valses muy bien bailados y besos precisos. Un círculo de glamour se cierra. Viejas fotos en blanco y negro jaquean estos artificios de la narrativa: Rodolfo no trasuntaba la seductora seguridad de Omar Sharif ni María ostentaba la delicada belleza de Catherine Deneuve. El testimonio degenera voluntariamente en la fábula y el engaño se torna amable. En ese paso arbitrario y envolvente late el extraño poder del cine.