Por Román Ganuza

Cualquier película, apenas filme algo existente, asume la condición de documento, de reflejo analógico de lo enfocado. Pero, tal como se decía en Hollywood, la realidad es el pretexto y no la finalidad del cine. La ficción y la fantasía se sirven de un insumo real para construir un relato que solo existe en la pantalla. Quizá sea el gran secreto de lo cinematográfico, que de ese modo impone sutilmente la credibilidad de lo que propone. Seres, ciudades, paisajes y objetos son modulados y conjugados para una narración ficticia, poniendo en juego las imágenes extraídas de su absoluta realidad. Una película clásica suele ser una casa falsa hecha con ladrillos verdaderos. Y uno de los caminos favoritos que recorren las figuras reales en la pantalla grande es el del héroe. Las películas clásicas son prodigas en la creación de humanos capaces de notables hazañas. Aquello para lo cual no estamos aptos, pero desearíamos hacer, ellos lo llevan a cabo con solvencia casi musical. De Kirk Douglas a Sylvester Stallone o Angelina Jolie, toda una galería de arquetipos vecinos de lo imposible ha insistido durante años en complacer nuestros más replegados sueños. Muchas veces se ha tratado de constatar en la pantalla actos de justicia infrecuentes e improbables. En una cruzada generalmente solitaria e incomprendida, algún periodista, fiscal, soldado o agente policial, hace temblar a temibles carteles de la droga, corporaciones planetarias o gobiernos de países centrales. Otra variante es la epopeya deportiva. Seguramente, la construcción serial de Rocky Balboa haya sido la expresión más lograda de este tipo de ensueño. Pero algo extraño le sucede al cine cuando no solo la figura humana es real, sino que también es heroica con solo presentarse a sí mismo y a sus logros. La palabra “documental”, en estos casos, tiene una incidencia reductiva. No estaríamos frente a un héroe de “género”. Sus hazañas, por terrestres y no ficcionales, resuenan más discretamente y se las publicita como una invitación a informarse. Por el contrario, creo que un registro fílmico de este tipo, bien montado, demuestra que el documental es vivamente narrativo. Como en la mejor película, si su insumo es alguien que vulnera la medianía, puede ser dramático, emotivo y espectacular. Eso es lo que sucede con Schumacher, producto de 2021 dirigido por Hans-Bruno Kammertöns, Vanessa Nöcker y Michael Wech.

Me costó resolverme a ver Schumacher, el documental que desde hace unos meses ofrece Netflix. Había una negativa personal. Una mañana de domingo de 1994, en el quincho de mis suegros, me dividía entre el asado que estaba preparando y la TV. Veía el Gran Premio de San Marino. Llegó la maldita vuelta 7 y la muerte de Ayrton Senna me asaltó sin aviso. Fue tan triste que dejé de ver las carreras de la Formula 1 hasta el hoy. El piloto que venía detrás de Senna cuando este se despistó fatalmente era un alemán de gesto arrogante y rubio. Esta tenebrosa carrera caía en sus manos -los organizadores la reiniciaron ocultando el verdadero estado del brasilero- y al final de la temporada también se quedaba con la corona mundial. Ese usurpador que se erigía en ausencia de mi venerado Ayrton y se apropiaba de todas sus pertenencias era Michael Schumacher. Me resultaba un personaje odioso. Mas afecto al cine que al automovilismo, vi en su momento los documentales sobre Bruce Mc Laren, Juan Manuel Fangio -y obviamente más de una vez- el de Ayrton Senna de 2010. Evité ver Schumacher y su presumible tono triunfal hasta que, en un desliz, me dejé llevar por el tráiler. Su primera imagen proviene de la cámara a bordo de la Ferrari conducida por el alemán mientras cruza el túnel de Mónaco. Ya no me pude resistir. Pienso que también me convocaba el vacío voluntario de tantos años sin Fórmula 1. El fugaz encanto del tráiler me recordó que las carreras me siguen atrayendo igual que siempre. Tal vez, ver Schumacher tenga un efecto parecido a la disolución de una resistencia.

Buceo de aguas profundas, motos de nieve, paracaidismo, esquí. Schumacher no le da vacaciones a la adrenalina y tanto en sus tiempos libres como en su retiro algunas de estas actividades lo ocupan a él y a su familia. El documental inicia su recorrido por la vida del piloto alemán con una clara referencia a estos hábitos que terminaron por postrarlo de manera trágica. Decisión acertada porque la gran paradoja de su vida fue salir ileso luego de tantas horas vividas a 300 kilómetros por hora, para venir a estrellarse esquiando contra una roca en la pista francesa de Mirebel, Francia, en diciembre de 2013. Al final del trabajo los autores agradecen especialmente a la familia del piloto, su esposa Corinna y ambos hijos. Si se computa que es la primera vez en estos ocho años que ella concede un reportaje y que el documental no contiene ninguna imagen ni del accidente ni de incidencias posteriores al mismo, se entienden otros aspectos de este trabajo. Por ejemplo, muchas actitudes del Schumacher piloto fuertemente condenadas por sus pares, aparecen reducidas y sazonadas por sinuosas justificaciones de testimonios elegidos. Notoriamente, el documental se orienta hacia la construcción legendaria. Todo el mundo quiere hoy ser leyenda, aunque la palabra en su origen designe relatos más fantásticos que verdaderos. De todos modos, las auténticas proezas del notable piloto alemán desbordan las imágenes elegidas por la troica que armó la película.

Contundente, el documento registra el insólito trayecto de Schumacher hacia la cima. De padres humildes, Michael brillaba en el Kart usando los neumáticos que otros desechaban. En el campeonato mundial representaba a Luxemburgo porque no podía pagar la matricula exigida por Alemania y se imponía claramente sobre 80 competidores. El destino lo impulsa primero y lo retiene después. Esta secuencia está perfectamente ordenada en el documental que, con inteligencia, enfatiza ese tránsito vertiginoso que transcurre entre su debut en Formula 1 de 1993 hasta 1995. Una sola carrera para el equipo Jordan promueve su salto a la escudería Benneton y la obtención increíble de dos títulos seguidos. Sin embargo, el héroe debe convertirse todavía en su propia obra. Resulta creíble su decisión de pasar a Ferrari para ser quien rompa veinte años de frustraciones en la casa italiana. Pero no es fácil, el auto rojo es técnicamente inferior. Llega el tiempo de la exigencia y la prueba. La Diosa Fortuna -vieja amiga- no le atiende el llamado. La película lo refleja en gestos e imágenes alusivas. Schumacher no se doblega e incrementa su trabajo. Prueba en Módena hasta que no haya luz. El y Corinna cenan todas las noches junto a los mecánicos de Ferrari. Pierde los campeonatos de 1997, 1998 y 1999 en la última carrera. La grandeza se le niega, aparecen las dudas. Por fin, en el año 2000, también en la última carrera, llega la gloria. Llega por su firmeza en la butaca, pero fundamentalmente por el funcionamiento en equipo. Maravilloso documento del desenlace, Schumacher no supera a Hakkinen en pista sino en los boxes. Parece una gran sutileza dirigida al culto individualista que Schumacher no desdeñaba. A partir de allí viene una secuencia que el documental suprime con buen tacto. Son cinco años de triunfos consecutivos casi sin sobresaltos hasta el retiro en 2005. Leo que Jean Todt, director deportivo de Ferrari durante aquella feliz etapa, sigue visitando a su amigo dos veces por mes desde hace 8 años. El campeón, por lo muy poco que se sabe, está en silla de ruedas y no puede hablar. Todt ha dicho en 2021 que “Schumacher está luchando para que el mundo lo vuelva a ver”. Algo ha cambiado en mi disposición. Me dan ganas de creerle a Todt. Sueño despierto que este documental se vuelve cine épico imaginando un Schumacher que, con solvencia de campeón, desgrana el milagro más conmovedor de toda su historia.    

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