Por Román Ganuza    

En esto de confundirme cada vez más respecto a las relaciones entre el objeto y su representación, ando últimamente con suerte. Participando del curso “Expandir el Cine” que dicta con distendida excelencia Álvaro Bretal, vengo a dar con un texto que me impacta. Se trata de la ponencia aportada por Ezequiel Iván Duarte a las XXIV Jornadas Nacionales de Investigadores e Investigadoras en Comunicación de 2021 (enlace al pie de esta nota). En ese trabajo el autor desarrolla con inusual claridad las distinciones de Charles Sanders Peirce (1839-1914) sobre la naturaleza y las funciones de los signos poniendo en crisis, para el caso del cine, la relación entre índice y realidad. Concretamente, la idea de que la reproducción de tipo fotográfico sea garantía de “realismo”. Desde luego, lo más recomendable es leer aquella nota y evitar la presente, porque voy a soltar algunas ideas suscitadas por zonas puntuales de aquel texto. Ante Duarte asumo incluso la responsabilidad civil por mis derivaciones, pero tras haberlo leído con gusto no supe detenerme.

Me preocupé especialmente por la cuestión de la semejanza y su chance de convertirse en experiencia estética. Brevemente, el índice (ej. una foto) es aquel tipo de signo que sufre la marca física, la huella, del objeto que representa. En cambio, el icono (ej. un dibujo), es otro tipo de signo que procura la similitud sin dar garantía alguna de la existencia de aquel objeto cuya referencia procura. La química primero, y la neurobiología después, nos confirman que los objetos del mundo tienen vocación expansiva. Sostienen una presencia que, más allá de la explicación científica, no deja de denotar una condición finalmente misteriosa, aunque opacada por la larga naturalización del fenómeno. Recuerdo la televisación del mundial de futbol de 1970, con sede en México, del que Argentina no participó porque fue eliminada por Perú. Me parecía increíble que en el comedor de mi casa se reflejara lo que estaban haciendo 22 jugadores a 8000 kilómetros de distancia. Pero años y lecturas me desplazan hoy a otro tipo de perplejidad. La relación de índice, de documentación de algo que ocurre, que existe, o que existió en algún momento, introduce con sutileza una tiranía de la inmediatez visual que resolvemos perceptivamente bajo la cómoda idea de haber consumido “realidad” en envase electrónico.

        El cine, por haberle sumado movimiento a la imagen, es quien se lleva la mejor parte en esta dinámica de cooptación aparente de lo real. Ya se ha dicho lo suficiente -y mucho mejor- sobre su capacidad de generar “impresión de realidad” (Metz). Me puse a pensar entonces que el cine se mueve entre dos posibilidades dada la naturaleza de su célula básica e inexorable, la foto: Puedo interpretar que el uso de imágenes mecánicas (obtenidas por la cámara) lo condena a remontar el reflejo analógico, en ese mismo sentido en el que Godard afirmaba que toda actuación cinematográfica es al mismo tiempo un documental del actor. Aquí sería el factor narrativo el encargado de doblegar el realismo originario convirtiéndolo en ficción, relato, suceso imaginario. Pero hay otra visión, más cercana a las advertencias de Edgar Morin respecto a la espectacularidad inherente a la imagen reproducida en pantalla. Evoco a propósito a Federico Fellini, para quien no se debía ver a Marilyn Monroe en la pantalla chica del televisor. La clave de su fulgor era el gran tamaño que adquiría su rostro proyectado, pero sobre todo el recorte del mismo. No vemos cabezas cortadas por las calles (todavía), pero en la sala cualquier plano detalle nos puede deslumbrar, incluso cuando enfoca un objeto de escasa importancia o belleza propia. En esta otra perspectiva, la reproducción fotográfica del cine realza o descubre en su objeto enfocado una dimensión, un momento, o una refracción que no teníamos registrada. Claro que lo hace al precio de alterar su proporción y su contexto, o sea, traicionando la fidelidad que el propio mecanismo prometía.

    Reconociéndole al cine este último uso de la imagen, hasta debo aceptar la idea de una “poesía” visual. Y esto me acerca a la cuestión mayor: ¿Cómo alcanza el cine la jerarquía artística, hecho como está, de mera reproducción fotográfica? Pese a su reconocible potencia proveniente de la tecnología ¿Es su signo constituyente, necesariamente una limitación? El cine es un arte, esto es seguro, visto en el sentido primigenio y griego de producción específica o habilidad para producir algo. Más compleja resulta la respuesta cuando “arte” suena en su sentido moderno de producción o revelación de belleza. El icono -así parece probarlo la pintura- es un camino más llano hacia la cualidad artística. Lo que una pintura me informa, por lo general, es –como lo quería Novalis- lo no visible de lo visible. Y en esta atendible fe romántica se decanta también la formidable duda sobre si el rango último de la realidad es exclusivamente, visual, óptico. Pero sería ir demasiado lejos. Me conformo ahora con avistar un poco las posibilidades plásticas del índice puesto a jugar como lenguaje artístico.

     Obviamente, el discurso cinematográfico trasciende la mera reproducción de la imagen mecánica. Son muchos los elementos que entran en juego para hacer una película y la condición de “indicio” queda conjugada –y quizá postergada- no solo en el ordenamiento secuencial de planos, sino incluso dentro de cada plano según el uso que se haga de sus componentes: luz, ubicación, ángulo, personajes secundarios, paisaje, movimientos de cámara o protagonistas. Sin embargo, el carácter indicial del signo ha servido para fundamentar o postular una ontología del cine, desprendiendo de ello un mandato ético-estético que balbucea su paradigma en el neorrealismo italiano de posguerra. En oposición, o incluso en rebeldía contra estas prestigiadas premisas, el cine puede tomar la opción de la ficción fantástica o sobrenatural, replegándose sobre el polo exactamente opuesto. Aquí el indicio es manipulado a favor de una necesidad expresiva (posibilidad llamada a potenciarse con la imagen digital). Los cuerpos alterados en el cine de David Cronenberg (“Videodrome” / “The Fly”) o la ciudad de cartón que armó Vincente Minnelli para “An American in Paris” son tan solo un ejemplo entre miles. Pero también existe un tercer punto de equilibrio en el cual, el signo-indicio puede ser conjugado en un relato formalmente naturalista, manteniendo y trascendiendo al mismo tiempo su determinación. Quiero hablar al respecto de una trayectoria por demás ilustrativa: la de Luchino Visconti.

    Inmerso en la ola neorrealista –incluso hay quienes lo consideran el fundador de la corriente- Visconti filma en 1943 “Ossesione”, y se mantiene en este registro hasta 1951, con “Bellísima”. Si bien todavía en 1960 (“Rocco e suo Fratelli”) reaparece un último coletazo, ya en 1954, con “Senso” comienza la etapa que se ha dado en denominar “operística” por el cuidado fasto de su puesta en escena, su excelsa fotografía, su refinado encuadre, su exquisita banda sonora y su aproximación a las prestaciones de la pintura, reconocidas por el propio director en el caso de su obra final “L´ Innocente” de 1976. Como dice su biógrafa Gaia Servadio: “Visconti abandonó el realismo cuando el realismo se impuso” Este último cine de Visconti dispara una paradoja: Si la foto como signo propio y preferencial del tiempo de la “reproductibilidad de la imagen” (W. Benjamin) ofrece enormes facilitaciones, resulta -por todo lo anteriormente dicho- un material resistente a la elaboración subjetiva. El naturalismo realista va de suyo en el cine, basta con encender la cámara. El cine de vocación artística, sutil, sugerente, preocupado por la belleza de sus imágenes, es mucho más arduo. Le robo algo más a Duarte: “El signo es determinado por el objeto, pero el objeto es lógicamente accesible sólo por medio de la mediación del signo”. En el caso de Visconti, el “índice” desea volverse icono para que ese objeto filmado insinúe lo que no se ve de sí mismo. Atmósferas, lejanías, climas espirituales, sentido no explícito. Pese a su propia afirmación: “El cine nunca es arte, es un trabajo de artesanía de primer orden, a veces, de segunda o de tercera, las más”, el aristócrata milanés pudo disolver lo semiótico en lo estético, obtuvo agua de la piedra. Si de signos se trata, él mismo es un indicador que si no remite a una “ontología”, señala la cima de lo que para el cine es posible.

 

Ponencia de Ezequiel Iván Duarte

(https://redinvcom.com/memorias-2021/aproximaciones-a-las-imagenes-cinematograficas-digitales-a-partir-de-la-nocion-de-indice/?fbclid=IwAR3zfVZSCEt2lHA_4BiwqFSlyh10AJFUVIIA2yT-XyyPMIjvbyjz4P54Dgk)

 

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