Por Román Ganuza
No soy un escritor, pero soy un tipo que, con una frecuencia respetable, escribe. Quizá el momento más lúcido -o el único- de mi escritura sean las dudas que he volcado en medio de algún texto. Ignoro si los lectores se las plantean o las responden, pero veo el hecho de que yo mismo no las resuelva como un paréntesis de responsabilidad y cordura. Sucede que me gustan demasiado las afirmaciones conclusivas, y apurado por alcanzarlas puedo soltar disparates. Tardé en entender que me sientan mejor las preguntas. Una de ellas no es muy original, pero tiene potencia: ¿Por qué escriben los que escriben? Rosa Montero, que es realmente una escritora, no se conforma con la pregunta y en su libro “El peligro de estar cuerda” (Seix Barral, 2022) emprende una trabajada tentativa de respuesta. De magistral equilibrio entre el rigor de la investigación y la libertad poética de la palabra, Rosa no elude la causal biológica para explicar porque algunas personas necesitan escribir. Citando a la neurobióloga española Mara Dierssen, despliega una amplia información que me hiela la sangre por su sesgo fatalista. Aparentemente, la pasión por la escritura se origina en una deficiencia química presuntamente favorable, pero peligrosa. Se trata de un déficit de la función inhibidora que cumple un compuesto químico obrante en los axones de las neuronas. Este inhibidor es indispensable para sobrevivir porque descarta la información accesoria privilegiando la más necesaria para la vida práctica. Dicho de otro modo, los que no padecen este secreto déficit, pueden concentrarse mejor en el cumplimiento de actividades esenciales para asegurar la vida como, por ejemplo, hacer dinero. No en vano, la correcta aparición de los inhibidores en cierta etapa de la vida es el indicador de la tan prestigiada… ¿madurez? A diferencia de los que no ocultamos obsesiones tenidas por extravagantes, también hay inmaduros que disfrazan su inhabilidad. Se los distingue fácilmente de los genuinos.
Trabajaba yo en una inmobiliaria donde debíamos recibir asiduamente a un personaje que nos obligaba a darle toda la información sobre propiedades que jamás iba a comprar porque no tenía un peso. Se sentaba como recostándose hacia su izquierda y con cierto gesto de fastidio, como adelantando que nuestras propuestas no le resultaban satisfactorias. Luego nos acalambraba explicando que por esa misma suma le convenía hacer otro tipo de operación financiera mientras con fallido disimulo se comía vorazmente nuestros caramelos o galletitas. No sé si creía que nos impresionaba, probablemente no, pero jugar durante un rato al inversor le proporcionaba un raro goce. Los maduros de raza, son diferentes. En un bar donde suelo escribir, se suelen juntar a comer comerciantes del rubro textil. Propietarios de buenos locales, sus conversaciones giran en torno a problemas de la reposición de mercadería, insumos, distribución o demanda. Llamativamente, no hablan mucho de política. Hablan casi exclusivamente de lo que pueden manejar, de lo que está a su alcance. No se les escucha, desde luego, debatir sobre preferencias artísticas y se cuidan de amenazar al compañero de mesa con regalarle un libro. Las falencias de mis axones me llevan, entre otras pérdidas de tiempo, a prestar parcialmente atención a esas pragmáticas tertulias. Ellos, en cambio, no perderían tiempo averiguando qué hace ese tipo de la otra mesa, ensimismado en la notebook con la tacita de café a punto de caer al piso.
Hace un tiempo, cuando alguien mencionó una publicación mía, otra compañera de mi generación (tengo 64 años) comentó maternalmente que ella ya había dejado atrás esa etapa de las películas y los libros. Enumeró algunas de sus lecturas juveniles, todas buenas y recomendables, pero se mantuvo en la idea de que a partir de cierto momento de la vida todo eso resulta vano. Me quedé pensando que ella veía en mi principal conjunto de intereses los signos de una irresponsabilidad infantil ¿yo podría ver lo suyo como una derrota? No lo sé. Infiero que le ha ido mejor en nuestro lugar de trabajo -lo cual es justo- porque pertenece declaradamente al grupo bien madurado. Del otro lado, donde militamos los químicamente incompletos, estarían también los artistas y los chiflados. Montero llega a la conclusión -inexorable si se atiende a su lectura- de que la diferencia entre estos últimos es tan solo el grado en que disminuye la acción preservativa del axón. Si funciona bien, filtra todo lo que “no sirve” para los fines prácticos. Si funciona a medias, el portador de esa cabeza recibirá informaciones indispensables (como advertir que viene un auto en sentido contrario) junto con otras que no ofrecen utilidades inmediatas (aquí pienso en el típico distraído). Pero si el axón está de huelga, entra de todo y esa cabeza bulle o pierde su centro. Mi padre afirmaba que “todos los artistas son locos, pero no todos los locos son artistas”, lo cual sugiere una frontera inestable entre ambas categorías. La propia Montero, a modo de proemio cita la excelsa ironía de Anne Sexton, quien pasó muchos años internada en un neuropsiquiátrico: “Mis admiradores creen que me he curado, pero no. Solo me he hecho poeta”. Sigo leyendo y veo que Rosa computa como algo positivo -al menos en su caso- este flujo de información cerebral relativamente descontrolado. El propio libro, desde el título, celebra la pertenencia al grupo biológicamente deficitario.
De alto calibre romántico, el argumento de que el arte -ya sea contemplado o producido- ayuda a vivir o, más dramáticamente, a soportar la vida, es recortable y ocioso. Porque está demasiado claro que los que no necesitan el arte -en este caso la literatura- viven perfectamente sin él. Ergo, solo lo necesitamos aquellos que no nos llevamos del todo bien con la vida. Los que hablan únicamente de dinero, compras y valores, no son infelices ni están deprimidos. Están a pleno en lo suyo. Tienen una convergencia entre lo que deben hacer para sobrevivir y lo que les apasiona como objeto de interés. Son unívocos. En cambio, los que recurrimos al arte como escape, vamos a ver por cuarta vez “Ladrón de Bicicletas” de Vittorio de Sica y volvemos a casa destrozados. Ni hablar, si nos agarra Ingmar Bergman. O sea que sufrimos por lo que no nos gusta (las obligaciones como precio de la supervivencia) y también por lo que nos gusta (el arte como analgésico). Aquí está mi disenso con Rosa. Sospecho que, en realidad, los que consumimos o intentamos producir algo artístico, lo hacemos porque, vistos en clave darwiniana, somos socialmente ineptos. Podemos pasar por la vida, tener hijos, una profesión o un trabajo, pero marchamos con una renguera, no tenemos la fluidez de los que tienen bien “inhibida” la circulación cerebral de informaciones ociosas. Si ellos se interesaran por esta génesis biológica, celebrarían que un asunto irrelevante como el arte no les venga a interferir sus cálculos o previsiones profanas. Hablarían orgullosamente de su composición neuronal. Por eso nunca dejo de preguntarme si mi compañera tiene razón. Para creer lo contrario, me puedo repetir con sugestiva insistencia que las lecturas me abren a una experiencia de lo no conocido, me puedo aferrar incluso a la propia Montero cuando dice que “La ficción es un viaje al otro y ese es el trayecto más fascinante que uno puede hacer”. Me encanta la frase, promete que habría en todo esto una forma de crecimiento, pero… ¿es cierto?
El libro de Rosa Montero, aun en su generosidad, tanto para informar como para suscitar reflexiones, no consigue ocultar la dicha satisfactoria -y merecida- de quien ha logrado convertir su “déficit” en “superávit”. Su idoneidad literaria implicaría una suerte de aptitud de segundo grado. Montero se adapta finalmente a la vida mediante una elipse más larga, aunque finalmente exitosa. Y no me refiero con “exitosa” a su suerte económica ni editorial. Hablo de alguien que hace bien lo que le gusta hacer y a quien ese placer y esa producción no le obturan la tarea de sobrevivir, y quizá incluso se la facilitan. Pero ella misma, en su libro “El Amor de mi vida”, revisa pródigamente los casos de excelentes autores que nunca consiguieron publicar, o que publicaron, pero sus libros fueron un fracaso de ventas y sus ediciones se enviaron a reciclar como pasta de papel, o aquellos que fueron combatidos, negados o injustamente olvidados. En mi caso, pienso a la escritura como una prótesis que delata mi dilatada dificultad para adaptarme al mundo detrás de la laboriosa “normalidad” que expongo a la vista. Los axones de mis neuronas, al parecer, no desatienden su misión inhibidora. No me olvido de pagar la luz y no me llevo por delante la puerta cuando entro a mi casa. Pero en vez de ser un escritor, soy apenas alguien que escribe sobre lo que escriben o hacen otros. Desarrollo una actividad parasitaria. Pensando la cuestión en los términos que plantea Rosa Montero, y aceptando que envidio a los novelistas, me dan ganas de tomar la perilla que controla a mis axones y girarla hasta el punto cero para que ingrese a mi cabeza todo lo que le falta para producir algo más sostenido. Pero un inhibidor de mayor jerarquía que estas miserables células nerviosas, me advierte que podría caer en la locura. Ergo, mi flujo de neurotransmisores ni es lo suficientemente puro como para habilitarme la prosperidad económica, ni tan turbio como para permitirme el anhelado rango de escritor. Muy diferente es el caso de la querible Rosa Montero. Además de no estar completamente loca, escribe prolíficamente y de maravillas. Lamentaría decir que eso se debe a que es una mujer neurológicamente afortunada.
Ramón es escritor y además lo hace bien. Pero no le digan.